Ahora –recién ahora– veo un poco mejor la magia de esa noche.
Del fuego quedaba poco. La luna se solapaba con el resplandor de las llamas, cuando empezaban a morir, y la claridad era suya cuando ellas ya no estaban.
El campo abierto, en esas horas, es una sensación. No es exactamente un lugar. Y aunque uno no esté solo, él mismo es casi la máxima soledad.
Y estando allí somos intrusos. Por eso no se habla allí. Se mira el cielo todo alrededor. Se adivinan formas. Se oye la respiración del mundo.
Una cosa había: zorros.
Sus voces agudas cruzaban el campo en plena oscuridad. Eran sonidos trazadores, mensajes y contraseñas de quién sabe qué misterios de caza o de búsquedas. Brújulas sonoras, intermitentes.
Y otra cosa había: aves.
Nocturnas, silenciosas, salvo por el vuelo pesado y pastoso de alas grandes. Pero mudas.
Yo no dormí.
Esperé. Velé.
Cuando empezó a clarear, avivé los rescoldos.
Y sentí como si saliera. No exactamente de un lugar. Como si la noche me expulsara y me devolviera al campo abierto ya vivificado. Por la luz, por los pájaros que a esa luz sí trinan y cantan y vuelan con vigor, ágiles.
Y todo lo demás.
Salí de un punto y llegué al mismo punto.
Y todo era lo mismo. Pero nada era igual. Ahora nuevo de nuevo.
Un círculo abierto, una línea indefinida.