jueves, 8 de octubre de 2020

Magia


Ahora –recién ahora– veo un poco mejor la magia de esa noche.

Del fuego quedaba poco. La luna se solapaba con el resplandor de las llamas, cuando empezaban a morir, y la claridad era suya cuando ellas ya no estaban.

El campo abierto, en esas horas, es una sensación. No es exactamente un lugar. Y aunque uno no esté solo, él mismo es casi la máxima soledad.

Y estando allí somos intrusos. Por eso no se habla allí. Se mira el cielo todo alrededor. Se adivinan formas. Se oye la respiración del mundo.

Una cosa había: zorros.

Sus voces agudas cruzaban el campo en plena oscuridad. Eran sonidos trazadores, mensajes y contraseñas de quién sabe qué misterios de caza o de búsquedas. Brújulas sonoras, intermitentes.

Y otra cosa había: aves.

Nocturnas, silenciosas, salvo por el vuelo pesado y pastoso de alas grandes. Pero mudas.

Yo no dormí.

Esperé. Velé.

Cuando empezó a clarear, avivé los rescoldos. 

Y sentí como si saliera. No exactamente de un lugar. Como si la noche me expulsara y me devolviera al campo abierto ya vivificado. Por la luz, por los pájaros que a esa luz sí trinan y cantan y vuelan con vigor, ágiles. 

Y todo lo demás. 

Salí de un punto y llegué al mismo punto.

Y todo era lo mismo. Pero nada era igual. Ahora nuevo de nuevo. 

Un círculo abierto, una línea indefinida.