lunes, 12 de octubre de 2020

Desamparo


La lluvia, en la intemperie del campo abierto, puede ser uno de los nombres del desamparo.

– ¿Y si no para?

– Es una agüita, nada más. Va a parar...

– Allá el cielo está muy negro, y oí esos truenos...

– El viento se la está llevando, eso no viene para este lado. Un poco de agua viene bien, faltó agua este año. En el invierno casi ni llovió. Una lluviecita de primavera, nada más.

Corrimos hasta un montecito medio ralo. Pero alcanzaba para refugio. Estábamos bien ahí.

– ¿Estamos lejos?

– No mucho. Igual, si volvemos nos mojamos lo mismo. Estamos bien acá. No va a empeorar. Pero podemos pegar la vuelta, si querés...

– No, no me da miedo. Pero digo por las cosas, se nos va a terminar mojando la mochila, todo...

Pero tenía miedo.

Llovió. No duró mucho. No demasiado, al menos. Pero la siguiente media hora se le hizo eterna.

Proponía movimientos de emergencia, imaginaba diluvios que mostraban su extranjería. 

En el llano no hay torrentes ni desbordes con una lluvia así. Salvo los temores a la catástrofe, si no se conoce mucho el campo. O si punza el desamparo.

– Vas a ver: en dos horas ni te vas a dar cuenta de que llovió, el viento seca todo. Está muy seca la tierra. Ropa y todo se seca. La mochila, las botas. Todo.

– ¿Es para tranquilizarme?

Una mueca simpática que ensayé sin dar vuelta la cara le dio la respuesta.


Así es el desamparo. 

A veces tiene esa pizca de fantasmas de soledad, de sin refugio. Nada podrá abrazarnos y ponernos a resguardo. Nada. Nadie.

Y entonces no basta con guarecerse. Porque esa intemperie no está afuera.

No es la lluvia. Ni el campo. Ni el viento.

Tal vez sea el corazón.