lunes, 28 de septiembre de 2020

Eugenia y las abejas




Unos pasos nada más de la cueva, al este exacto, para ser preciso.

Allí está la Eugenia.

He visto con los años que a esta mirtácea la llaman de un modo u otro: Eugenia uniflora, Eugenia myrtiflora o aun Pitanga, gracioso nombre pero menos feérico.

Porque es planta feérica. Y por varias razones.

Por ejemplo, cambia de color durante todo el año, verde claro con frutos colorados en verano, vira al verde oscuro y rojo borgoña en otoño, estalla en plata en primavera.

Le tengo un cariño particular. Y por varias razones que ahora no vienen a cuento.

Era una planta de unos 30 centímetros cuando la traje a la casa, ya hace unos 10 años. Ahora, la planta madre llega a los 5 metros diría. Y planta madre porque he dejado que los pájaros o el viento la repartieran por todo el jardín en estos años, tanto la quiero.

He regalado ya 3 de esas hijas y todavía me quedan otras cuatro. Está terminantemente prohibido tocarlas siquiera. Se bastan solas, ni hay que podarlas y apenas si necesitan que se les remueva la tierra.


Sobre la cueva, desde hace dos o tres años, está una de mis colmenas. Literalmente sobre mi cabeza. Por las noches, mientras trabajo, algunas abejas entran a curiosearme y se van a la lámpara, sobre el escritorio, y revolotean fascinadas por la luz. Algunas, he visto, vienen a morir allí.

No hace mucho que la Eugenia más antigua florece en primavera de un modo magnífico y que conmueve. Pequeñas y brillantes estrellas blancas con tintes tenuemente amarillos. Y un aroma como cítrico y penetrante que hasta compite con los azahares del limonero que está a su vera. Hacen una linda pareja, visto así.

Pero para estos días, la Eugenia y la colmena se hacen una sola cosa, porque las abejas se zambullen en ella de un modo casi fanático.

Y entonces, con sus invitadas exultantes, la Eugenia zumba como si riera y festejara desde adentro mismo de su ramaje, durante todas las horas de sol. Y el zumbido rítmico e inquietante me acompaña como un bajo ruso, llegando por debajo de la música de la cueva o el sonido del viento. De tanto en tanto, hasta suprimo la música para que suenen a gusto la Eugenia y sus visitas.

Es como lírico, como un romance antiguo y delicado, blanco y dorado. De plata y oro. La Eugenia y sus abejas.

Sé, claro, que eso es un trabajo para ellas. Pero la Eugenia transforma eso en una visita cordial, festiva, aromada.

A veces pienso que si no tuviera tanto que laborar, podría estar horas oyéndolas (también a la Eugenia...), mirándolas habitar las flores y la copa de plata. Pero también a veces me digo que lo único que importa mientras hay esa fiesta a unos pasos de mi silla, lo único que tengo que hacer, es estar allí, oyendo, mirando, oliendo. Y nada más.

Lo curioso, me he dado cuenta, es que, cuando llega ese momento esperado del año (esperado por las abejas, esperado por la Eugenia y esperado por mí...), ni por un momento pienso en la miel.

Y creo entender que hay parábola en eso. Y creo saber por qué.