miércoles, 23 de septiembre de 2020

Espina y aroma




Nada que no se vea por allí, en cualquier parte.

Al menos, en la comarca, es común verlo en calles y jardines. Nada inédito.

Eso que se ve ahora en la fotografía es el tala que se empina en medio de la casa. Tendrá unos 10 ó 12 metros arriba. Tiene un laurel a la vera que se le cuela.

El tala es un árbol difícil. No en el monte o en la sierra. Allí, repara, da leña, hasta sirve para poste.

Pero.

En medio del jardín, tan entusiasta, es otro asunto. Porque pura espina es.

De hecho, sobrevive hace años porque un servidor lo defiende de las propuestas reiteradas de arboricidio. En temporada de verano, ya desde final de la primavera, con los pies descalzos de casi todos o en alpargatas, rumbo a la pileta, o algún fulbito, o jugando los más chicos, o porque sí, el tala está en la boca de todos. Y en los pies de todos. Y le mentan a la madre una y otra vez. Y las miradas de reproche buscan mi mirada, custodio de las espinas, y mi mirada queda indiferente como si fuera ciego.

Pero, nada. Allí está y mientras allí esté él (y aquí esté yo), allí donde está se queda él. Y no voy a decir por qué.

Desde no hace tanto, uno de los jazmines del cerco, de un modo inusual y algo inexplicablemente, se trepó primero a las ramas del laurel, no por el tronco y sí desde el pie. Rarísimo. Como si hubieran pegando un salto las hebras del jazmín. Y así pasó al ramaje espinudo del tala.

Entonces, para estos días y por bastante tiempo, el tala se emperifolla de jazmín, de abajo hasta arriba.

Y aroma. ¡Viera cuánto aroma el pinchudo! Orondo, como de domingo. Especialmente al atardecer y durante la noche. Cuando empiezo a regar, fresco, intenso, se pone a tirar flores y perfumes como si fueran piropos.

Desde la cueva (lo tengo enfrente) no dejo de mirarlo de día y sentirlo de noche.

Y cuando se termina el día (o la noche) y hay que volver a la casa, el último saludo es el de su guirnalda blanca y penetrante. 

¿Cómo quiere Ud. que tale el tala? Ni hablar de eso.

Pero lo miraba ayer al atardecer, mate en mano y cigarro en boca.

Y le vi la parábola al asunto. Y parábola de tantas cosas.

Y pensé que, al menos, querría esa suerte del tala.

En esta vida. Y en la otra, claro.

Tener un jazmín que nos abrace. Que nos arome, que nos ame, que se entregue a nosotros sin reservas, aun sabiendo ese ramaje doloroso que nos adorna, ese ramaje que nos crece del mismo tronco de lo que somos, y que hiere. Que el jazmín se prenda a él haciéndolo más dulce, lindo de ver. Que nos hermosee y nos perfume. Por adentro, saliendo de nosotros mismos, de entre lo mismo que somos. No de afuera nomás.

Y así llegar a la otra vida.

Y que allí nos reciban viendo sin disimular todas esas espinas crueles que llevamos en las ramas.

Y que nadie disimule tampoco el jazmín que llevamos entreverado entre lo que punza y hiere, lo que duele, y que saluden a la vez el jazmín con el que llegamos a comparecer al final.