viernes, 9 de noviembre de 2018

¿Cualquier cosa? (VIII): ¿cualquier cosa? (I)




El 12 de septiembre de 1939, Miguel Hernández escribió una de tantas cartas a Josefina Manresa, madre de sus hijos, quien a su vez le había escrito a la prisión de Madrid en la que estaba Miguel.

En su carta, Josefina le contaba que solamente tenía para comer cebolla y pan.

Como se ve en la respuesta, el poeta se hiere de saber que su hijo Manuel Miguel tendrá sólo jugo de cebolla para amamantarse, en vez de leche. Así se lo dice a Josefina, pero nada puede hacer salvo consolarla tiernamente y darle algunas recomendaciones. Pero nada más, no.

Puede escribirle unos versos sobre el asunto que se hicieron famosos con el tiempo, y con la mediación de Joan Manuel Serrat, que los cantó en su homenaje.

En la ilustración, el manuscrito de la obra que Miguel dictó a un compañero de prisión.

La versión completa de la Nanas de la cebolla es las que dejo ahora:

Nanas de la cebolla

La cebolla es escarcha
cerrada y pobre.
Escarcha de tus días
y de mis noches.
Hambre y cebolla,
hielo negro y escarcha
grande y redonda.

En la cuna del hambre
mi niño estaba.
Con sangre de cebolla
se amamantaba.
Pero tu sangre,
escarchada de azúcar,
cebolla y hambre.

Una mujer morena
resuelta en luna
se derrama hilo a hilo
sobre la cuna.
Ríete, niño,
que te traigo la luna
cuando es preciso.

Alondra de mi casa,
ríete mucho.
Es tu risa en tus ojos
la luz del mundo.
Ríete tanto
que mi alma al oírte
bata el espacio.

Tu risa me hace libre,
me pone alas.
Soledades me quita,
cárcel me arranca.
Boca que vuela,
corazón que en tus labios
relampaguea.

Es tu risa la espada
más victoriosa,
vencedor de las flores
y las alondras.
Rival del sol.
Porvenir de mis huesos
y de mi amor.

La carne aleteante,
súbito el párpado,
el vivir como nunca
coloreado.
¡Cuánto jilguero
se remonta, aletea,
desde tu cuerpo!

Desperté de ser niño:
nunca despiertes.
Triste llevo la boca:
ríete siempre.
Siempre en la cuna,
defendiendo la risa
pluma por pluma.

Ser de vuelo tan alto,
tan extendido,
que tu carne es el cielo
recién nacido.
¡Si yo pudiera
remontarme al origen
de tu carrera!

Al octavo mes ríes
con cinco azahares.
Con cinco diminutas
ferocidades.
Con cinco dientes
como cinco jazmines
adolescentes.

Frontera de los besos
serán mañana,
cuando en la dentadura
sientas un arma.
Sientas un fuego
correr dientes abajo
buscando el centro.

Vuela niño en la doble
luna del pecho:
él, triste de cebolla,
tú, satisfecho.
No te derrumbes.
No sepas lo que pasa ni
lo que ocurre.

La versión cantada de Serrat es ésta:





Debe haber algunas cosas menos poéticas que una cebolla. Aunque hay que hacer un esfuerzo de imaginación para encontrarlas, claro.

Sin embargo, he aquí que Hernández puede hacer con la cebolla un poema y enlazar -como quien acumula capa sobre capa, a lo cebolla- al hijo, a la mujer, a su pobreza, a España, a su cárcel, al mundo. Y, lo que puede ser más sorprendente, todo en un aire de celebración -doliente, sí, pero celebratoria- de la niñez inocente, de la dulzura de su madre, de la belleza inocente de su niño, de la esperanza que el niño es.

Y nótese, a mayor abundamiento: la cebolla hace llorar, como todo el mundo sabe. Pero aquí la cebolla dispara risas, gorjeos de alondras y jilgueros, vuelos, jazmines, azahares y soles...

Y por eso mismo dije bien: un poema. No simplemente unos versos. Ya sabemos que no es lo mismo.

Entonces, ¿se puede hacer poesía de cualquier cosa? ¿Con cualquier cosa?

Se verá.

Pero, antes de terminar la serie y ver de contestar la pregunta liminar, no está mal detenerse en este ejemplo que traigo a vuestra aguda consideración.