domingo, 3 de junio de 2018

A la distancia (III y final)


La tarde es más fría cada vez y el fuego parece que por momentos calienta menos. La semipenumbra acompaña el silencio y la madera astillada apenas quiebra la quietud al quemarse.

Es un mate esta vez y sentarse en un sillón.

Con las conversaciones de estos días, me acordé de que en El hombre eterno Chesterton habla de distancias para explicar su punto de vista sobre la naturaleza humana: Hay -dice en la Introducción- dos formas de llegar a casa: una es permanecer en ella; la otra es dar la vuelta al mundo hasta volver al lugar de donde salimos.

En alguna otra parte me parece que le atribuye la primera al hombre moderno. En este caso, tomará la segunda para que la familiaridad no engrendre menosprecio (otra frase suya), viendo al hombre como algo inusitado para apreciarlo mejor. Y contemplar su misterio y la maravilla que significa la existencia de semejante ser. Una maravilla que los humanistas han olvidado y que él se propone enaltecer.


La cuestión de la distancia más corta entre un punto y ese mismo punto.

Y me quedo pensando cómo hace alguien para ser sí mismo, que es como llegar a la casa de uno mismo, su morada propia. Conócete a ti mismo -la cumbre espiritual y moral de los antiguos- es un viaje en cierto modo: un viaje a ser quien uno es. La distancia entre un punto y ese mismo punto.

El gris de la tarde no es un buen compañero hoy para andar -sin mucho viento en las velas y sin mucha vela para grandes vientos- atravesando esos mares. Pero estar a cubierto, junto a un fuego, modera la grisidad.

Se cuela un poco de sol y deja los verdes tardíos de este otoño a su amparo.

No sé.

La distancia -real o figurada- con ser un asunto, no es el mayor problema. El tiempo sí lo es, en todo caso.

Y en cuestiones espirituales la relación entre el tiempo y la distancia se diluye a veces hasta desaparecer. Y el tiempo queda solo él. Cubre todo el espacio interior.

Y entonces se vuelve a la cuestión de la luz. Y a la distancia de la luz.

La noche oscura de los místicos es un tiempo más que un espacio, ciertamente. Un tiempo en el que parecería no haber ninguna luz, lo que hace más intensa la percepción del tiempo y a la vez lo deshace.

Ir de sí mismo al verdadero sí mismo (el sí mismo que tiene que quedar vacío de sí, a la vez y al final) es un viaje que suele transcurrir sin luz alguna, o casi, porque para los místicos es una cosa y para el hombre corriente nos es otra. Aunque siempre se trata de llegar al punto donde quedamos desnudos de sí ante sí. El místico llega más lejos, porque hasta esas honduras debe ir para que Dios lo ilumine de sí y de Él. Y ambos se desposen: Amada en el Amado transformada.


Pero, en lo que al mortal corriente toca, estoy del lado de Chesterton, también ahora.

Es preciso dar la vuelta al mundo, es preciso alejarse de la propia casa (como el joven que describe en aquella Introducción) para dar vuelta la cabeza y ver -a la distancia necesaria- que lo que buscaba adelante estaba atrás.

En nuestro fin está nuestro principio. En nuestro principio está nuestro fin.

La frase del poeta Horacio admite la inversión. Pero en el medio hay un viaje, siempre. Una vuelta al mundo. Con suerte y sin errar de más, se llega a sí mismo. Y, con suerte, se ve uno a sí mismo como si no lo hubiera hecho jamás y lo supiera desde siempre, al mismo tiempo. Imagino que así es.

Pero

¿Quiénes somos en realidad? ¿Cuál es nuestro sí mismo, nuestro verdadero hogar, nuestra casa propia?


El fuego no cesa. Y trae luz a un soliloquio interior que se detiene y hace silencio. La tarde se va yendo, muda. Y sigue gris.

Más allá de cualquier especulación, a veces como ahora moverse no se puede mucho.

Y sólo queda el viaje interior.

Y lamer en silencio la herida de cualquier distancia de uno mismo a uno mismo y la del tiempo sin medida hasta llegar de sí mismo a uno mismo. Y de uno mismo a todo lo demás, en el viaje que nos lleva hasta verlo todo como nuevo, de nuevo, si nos es dado dar la vuelta al mundo para reencontrarlo.




Y entonces, mientras, queda el silencio.


Y el fuego.