domingo, 4 de octubre de 2015

El Libro de las Acuarelas /7



El número Dos


Zúñiga y Cavalli se habían sentado al sol. Un banco de madera pintado la semana anterior de un intenso verde noche les daba respiro después de la caminata matutina. Placeres y ocupaciones de dos desocupados: caminar unas 20 cuadras, plaza al sol, conversación, café y vuelta a casa.

Junto a la fuente, debajo de una casuarina añosa, en otro banco igualmente remozado, unos enamorados se hablaban de sus cosas, la mirada anhelante y con caricias tenues como palomas. Eran jóvenes.

- Créame, Cavalli: el número dos no existe...

- ¿Qué me dice, Zúñiga? ¿Se volvió loco?

- Lo digo por esos dos ahí. ¿Vio que se dice por allí eso de que, en cosas de amores, con el número dos nace la pena...? ¿No lo oyó nunca? Bueno, eso dice un escritor argentino.

- Sí, sí, es conocido ese soneto..., Marechal, dijo Cavalli sonriendo mientras miraba a los dos que veía frente a ellos. A ver cómo está eso..., lo desafió con una sonrisa.

- Fíjese. En cosas de amores, digo yo, el número dos no existe. Si son uno, o como si lo fueran, no hay dos. En todo caso uno o tres: cada uno y el amor que los une. Tres que son uno, no dos. Y si no son como si fueran uno, entonces o hay uno que está solo o están solos los dos, pero entonces no son dos (mucho menos tres...): son uno y uno. Pero si uno sólo se quedó solo porque todavía ama, entonces el otro tampoco es el dos (porque el tres tampoco está, que es el amor...), y eso porque el que ya no está ya no es suyo ni para él y anda suelto, y entonces, a su puro aire, es uno. Y además para éste, no para el que se quedó solo, los demás serán uno, tres, mil o un millón, pero nunca dos, porque nada lo une a ellos y si algo lo uniera serían uno, que serían tres, y no dos... ¿Ve? En estos asuntos existe el uno y cualquier otro número. Pero el dos, no.

Cavalli volvió a sonreír. La mañana era soleada y bastante fresca. En el silencio de la plaza, el agua fontanal hacía una música sencilla y rítmica, mientras palomas y gorriones se bañaban o saltaban por la grava buscando algo que comer.

Los jóvenes amantes se pararon tomados de la mano, inseparados, y caminaron sin rumbo mirándose a cada paso, secreteando, besándose tímidamente.


- ¿Pegamos la vuelta?, dijo Zúñiga, jovial, como si lo que había dicho ya no existiera; mientras, atlético a sus años, estiraba las piernas y olía el aire de octubre.


- Vamos, dijo Cavalli, meneando divertidamente la cabeza y siempre sonriendo.