viernes, 3 de abril de 2015

Llorar sin llorar




El llamado protoapocalipsis o sermón parusíaco en el que Jesús profetiza lo por venir en dos tiempos (la destrucción de Jerusalén y el fin de los tiempos) lo tienen san Mateo en el capítulo 24 (algo hay en el 10), san Marcos en el 13 y san Lucas en el 21. Ocurrió junto al anuncio de su Pasión y Muerte, el martes santo, dos días después de su entrada triunfal en Jerusalén.

Pero sucintamente la cuestión aparece de nuevo en el camino al Gólgota, cuando se detiene ante las mujeres que lloran y a las que les advierte que no es por Él por quien deben llorar sino por ellas mismas y sus hijos, y esto por los tiempos que vendrán, lo que también se entiende en dos tiempos. Este asunto está sólo en san Lucas (23, 26-32) y allí dice de Él mismo y de ellas (ellas que, bien mirado, somos nosotros también y son también los que estén al final de los tiempos): Porque si en el leño verde hacen esto, en el seco ¿qué se hará? (Lc. 23, 31)

En la Catena Aurea, Teofilacto comenta la reprimenda y advertencia de Jesús a las mujeres y dice: El que ha de padecer para triunfar, no debe ser llorado, sino más bien aplaudido. Por esto les prohibe que lloren.

Y lo que les prohibe a ellas, nos lo prohibe a nosotros, digo yo. Porque tantas veces lloramos por Él como si Él hubiera perdido, con la excusa de que lloramos por nosotros si creemos que vamos perdiendo. Y a veces más y hasta peor: como si nosotros hubiéramos perdido porque Él perdió.

Esas ganas de ganar nosotros que parece que hay cuando se olvida que Él ganó y nosotros con Él...

¿Quién nos habrá enseñado tan mal el Catecismo como si fuera el reglamento del T.E.G., para que andemos llorisqueando y moqueando, olvidando y apartando con el dorso de la mano temblequeante no sólo Su victoria sino el sentido de la historia de la que Él es Señor, además?




Por su parte, el Crisóstomo comenta el pasaje de san Lucas (23, 33: Y cuando llegaron al lugar que se llama de la Calavera, le crucificaron allí; y a los ladrones, uno a la diestra y otro a la siniestra), y dice:
El Salvador había venido, no a destruir su propia muerte, la que no tenía, porque era la Vida, sino la de los hombres. Por esto no se reservó su cuerpo de la muerte, sino que permitió que le fuese impuesta por los hombres. Y si hubiese enfermado su cuerpo, y se hubiese disuelto en presencia de todos, no habría dejado de producir mal efecto, puesto que mientras había curado las enfermedades de los demás, tenía su cuerpo sometido a las mismas. Y si hubiese abandonado el cuerpo en alguna ocasión, sin enfermedad alguna, y después se hubiese vuelto a presentar, no se habría creído que hubiera resucitado: la muerte debe preceder a la resurrección. ¿Cómo habría podido hacer creer en su resurrección, si no hubiese probado antes que había muerto? Y si todo esto hubiera sucedido en secreto, ¿cuántas mentiras no habrían inventado los hombres incrédulos? ¿Cómo podría conocerse la victoria del Salvador en su muerte, si no la hubiese sufrido en presencia de todos, y hubiese probado que la había vencido por la incorruptibilidad de su carne? De este modo se dirá: hubiera sido conveniente que hubiese elegido otra muerte mejor, evitando así la ignominia de la cruz, pero aun cuando así lo hubiera hecho, habría dado lugar a la sospecha, haciendo ver que carecía del valor suficiente para arrostrar cualquier muerte. De este modo se presenta como luchador, venciendo a aquel que su enemigo le ofrece, apareciendo más fuerte que todos. Por ello aceptó, para salvación de todos, la muerte más ignominiosa que sus enemigos le ofrecieron, y que ellos mismos consideraban como dura e infame, para que destruida ésta, quedase destruido en absoluto el dominio de la muerte. Por esto no se le corta la cabeza como al Bautista, ni fue descuartizado como Isaías, porque debía conservar el cuerpo íntegro después de su muerte, no fuera que algunos tomasen ocasión de ello para dividir su Iglesia. Quiso llevar también sobre sí la maldición en que nosotros habíamos incurrido pecando, recibiendo una muerte maldita, como lo es la de cruz, según aquellas palabras: (Dt 21) "Maldito el hombre que pende de un madero". Muere en una cruz, y con los brazos abiertos, para atraer hacia sí, con una mano, al pueblo antiguo, y con la otra, al pueblo gentil, uniéndolos entre sí y consigo mismo. Muriendo en lo alto de una cruz, purifica la atmósfera de los demonios que la inundan, facilitándonos así la subida al cielo.


Y aquí ya no puedo ni debo decir más.