sábado, 12 de abril de 2014

Dichos de bichos: Emilia y los gatos


En la calle cortada, la única que había en el pueblo, vivía Emilia. Nadie se acordaba nunca del apellido de aquella mujer. Sí del de la madre, Julia Requena, que era nativa del pago (el padre venía de una provincia del sur), y era común que le dijeran Emilia Requena, como si fuera hija de madre soltera. En un pueblo chico era raro que hubiera una calle así. No era raro en cambio que uno no se acordara del apellido de alguien. Sobrenombres y nombres suelen bastar para el común de los mortales que se conocen de toda la vida.

Emilia no estaba lejos de eso que llaman mediana edad, arrancando en los cuarenta y algo y llegando casi a los 60, según el porte y las peripecias de la vida. Desde la muerte del padre, vivía sola en una casita modesta pero bien puesta, la última de la calle, antes del paredón de las monjas, detrás del cual había un jardincito muy bien cuidado que era la parte privada de una especie de conventito que había nacido casi con el pueblo.

Era la casa donde siempre había vivido. Aunque no siempre, es verdad, porque hubo un tiempo en el que faltó casi dos años del pueblo. Las malas lenguas decían que Emilia tenía un hijo que vivía en la ciudad, tal vez al cuidado de algún pariente o conocido, o que lo había dado en adopción. Pero, ya se sabe, las historias crecen como matorrales en los pueblos y las tardes de verano o de invierno son el almácigo en el que se siembran y se riegan los chismes. Eran cosas que se decían, nada más. Nadie nunca vio o supo si era verdad. Y, por cierto, nadie sabía por qué había estado ausente.

Emilia era una mujer pulcra y discreta. Amable, aunque distante, tenía buen trato con casi todos. El primero con el que dejó de saludarse  -en un pueblo chico es un asunto delicado- fue el veterinario, por otra parte su compañero en toda la primaria y hasta compañero de banco.

El asunto con Emilia era precisamente cosa de veterinarios.

Un par de años después de la muerte de su padre, Emilia trajo a la casa un gato negro. Nunca había habido animales en la casa porque Julia Requena vivía atacada por alergias a casi todas las cosas. Y fue idea de Tito Francini, el veterinario en cuestión, que Emilia se llevara al felino "por un tiempo", le dijo, hasta ver si lo ubicaba con alguna familia que lo quisiera. A él se lo había dejado la madre del jefe de la estación, que se había ido con su hijo a la ciudad cuando lo trasladaron. En el departamento no habría lugar para el bicho que, por otra parte, apenas si lo había alimentado durante menos de un año, porque era animal recogido de por ahí.

Emilia, reticente, aceptó, más por amistad que por afecto a los gatos.

Los primeros días fueron tensos y difíciles. El gato, es claro, no se hallaba cómodo con el cambio y Emilia no tenía mucha idea de cómo se lleva a la felicidad a semejante bicho. Pero algún empeño puso en la demanda y hasta fue varias veces a lo de Francini buscando consejos y estratagemas para cumplir a conciencia su tutoría.

Mirá que es gata, le dijo una de esas veces Tito. Y puede tener cría. Es medio fina. Así que puede darte gatitos bien bonitos. Tenéla vigilada. Yo no quise esterilizarla porque es buen animal. Ya estoy buscando a ver quién...

Emilia se fue contrariada de la veterinaria. Apenas podía con la idea de tener un animal en la casa y todo este expediente nuevo era abrumador para ella. Llegó a la casa y se quedó un largo rato en la puerta, mirando los árboles que asomaban por encima del paredón de las monjas, o buscando quién sabe qué en los canteros de su propio jardincito, nerviosa, sin querer entrar.

Hasta que por el pasillo del costado apareció el felino, la cola negra y lustrosa muy alta en el aire, como si fuera una oriflama de un ejército regio. El paso cuidado y contoneante, con elegancia, le fue irritante a Emilia. Le pareció que la gata se pavoneba como una aristócrata petulante o como una mujer insinuante, tanto daba. Al cuello, la gata llevaba una especie de collarín, que en realidad era una cinta azul oscuro, en la que estaba escrito su nombre: Lila.

Fuera por su impericia o por distracción (o, como fue: la cinta estaba dada vuelta), no advirtió el escrito sino cuando, en un reflejo sorprendente, alzó al animal y revisó recién en ese momento, por primera vez, el collarín sedoso que le ceñía el pelaje renegrido. Lila. Más irritada quedó mirando aquel dictamen y soltó al animal dejándolo más o menos suavemente otra vez en la vereda de piedras que llevaba a la puerta de entrada.

La gata, como si supiera, alcanzó a lamerse discreta pero como despectivamente las partes de su cuerpo que había tocado Emilia.


*   *   *


No había mucho para hacer con el asunto. Al menos, Emilia no sabía que hubiera. Y pasaron los días y hasta los meses. La gata se había aficionado a un rincón de la salita y se echaba allí durante horas por las tardes, porque el sol daba justamente en aquel rincón. Emilia, cuando lo advirtió, puso un trasto allí y Lila lo aceptó. La comida, siempre afuera, debajo del alero. Y cuando se hicieron por demás perceptibles los fluidos del animal, Emilia, enojada, tapizó los pisos con acaroína y algún otro producto limpiador aromatizado. Lila lo advirtió, seguramente, porque salía al jardín subrepticiamente para sus propósitos.

De todos modos, y pese a que ya se ocupaba del animal con cierta dedicación excluyente, Emilia se declaró molesta con Tito Francini y espació las idas a su veterinaria. En un mes, casi, ni pasó por la puerta y lo evitó un par de veces en la estación y en la panadería. Tampoco él tomó iniciativa. Y Lila moraba sin afecto pero sin apuro en la casita de la calle cortada.

Fue una mañana de domingo que Emilia se dio cuenta de que la gata no estaba. La buscó con afán angustioso que, en cuanto lo advirtió, le dio un poco de fastidio y hasta vergüenza. Los ritos y los hábitos de ambas habían empezado a amalgamarse y cualquier asimetría ahora se notaba dolorosamente.

Pasó casi una semana. Lila no aparecía. Emilia pasaba las horas ya sin poder fijar demasiado la atención en otros menesteres. Un día amaneció determinada a pasar por lo de Tito y darle el parte. Mejor..., se repetía en la cocina esperando el agua del mate y consolando su angustia con indiferencia y desapego fingidos.

Pero fue. Y habló con el veterinario. Qué lástima, dijo él, era lindo animal. Pero en una de esas vuelve, andará de parranda, estáte atenta...

Y estuvo atenta. Y Lila volvió, efectivamente. Pero Emilia esta vez no dijo nada, ningún parte a Tito. O sí, pero mentiroso, porque cuando se cruzaron a la salida de misa un domingo, él le preguntó si no había aparecido la gata. Y ella lo negó. Lástima, repitió él, más profesional que afectivamente.

Con el expediente cerrado y casi archivado, Emilia sintió cierta curiosa satisfacción. Ahora el asunto de la gata era asunto exclusivamente suyo. Pero Lila no lo tuvo en cuenta. Un par de semanas y empezaba a ser evidente que la gata estaba preñada. Un tiempo más -y no largo, porque tenía sólo dos crías-, y unos maullidos apenas perceptibles andaban por la casa reclamando leche, madre y aventuras. Los dos gatitos eran machos y los dos eran de un atigrado muy oscuro. El negro de Lila había desaparecido.

Emilia salía cada vez menos. Y tanto que había empezado a acostumbrarse a que algunas mercaderías se la trajeran a la casa. Se anotó en el reparto de pan y leche, compraba la verdura a una camionetita destartalada que pasaba por la esquina voceando su carga y cosas así. La carne y la misa no podían ser a domicilio, así que tenía que salir. Astutamente, no compraba alimento para gatos.


*   *   *


Nada dura para siempre, es verdad. Un lunes a la mañana llegó a la puerta el repartidor de la leche, que por otra parte ya había advertido con intriga que tenía que dejar tres litros cada dos días, en vez de los dos por semana del comienzo. Pero eso habría sido apenas un asunto menor. El chico era sobrino de Francini y un día, al pasar, dijo en la veterinaria (donde ayudaba por las tardes) que había oído unos maullidos pichones en lo de Emilia.

Y conjeturó displicentemente que sería por eso lo de la leche de más que empezó a pedir. ¿No me habías dicho que el gato aquel, el negro, se le había escapado?, soltó al descuido.

Tito oyó y nada dijo. Estaba ocupado con un ovejero abichado y apenas prestó atención. Pero lo registró. Volvió sobre el caso a la noche y le contó a su mujer. Ella, mujer al fin, le dijo que Emilia siempre había sido una chica rara y dio el pase del expediente a otro sector. Pero Tito quedó intrigado y algo molesto.

Un incidente casual vino a enmarañar el asunto. Un perro. Uno de esos que andan sueltos, ya viejos y apenas bastándose a sí mismos y a los que se ve deambular como si buscaran un lugar para echarse finalmente a morir. Merodeó la calle cortada un par de días. Alguna vecina le dio por piedad algo de comer, tal vez. Y él mismo, con sus instintos mermados pero vivos, buscó lo suyo por las suyas. Así fue que se metió en lo de Emilia una nochecita y fue casi directamente al plato de la leche de los gatos que estaba a un costado del alero de atrás. Emilia no lo descubrió sino hasta la tarde del día siguiente, debajo de unas hortensias frondosas adonde había buscado refugio, lejos de la vista. Reaccionó con furia y trató de echarlo, pero el animal se quedó inmóvil, como adivinando que esa mujer no era enemigo de temer. Efectivamente, ella se rindió después de cuatro o cinco intentos. El perro, que ya había dado cuenta de dos platos de leche, tenía motivos para resistir.

Pero Lila olió el peligro y al perro casi inmediatamente. Primero llevó a su cría algo más lejos, dentro del mismo jardín. Pero al día siguiente, de a uno entre los dientes, los cruzó al jardincito de las monjas, poniendo distancia. Y no apareció otra vez por lo de Emilia.

Fue, precisamente al día siguiente, cuando Tito Francini haciéndose el encontradizo, pasó por la calle cortada. Desde la esquina la vio a Emilia barriendo la vereda, frenética, para paliar la abstinencia de Lila y la sobredosis del perro rebelde.

Tito la saludó para hacerse ver, medio a los gritos, cuando ella levantó la cabeza. Desviándose, Francini caminó los pocos metros de la calle aparentando cortesía. Ella se dio cuenta de que no podía escapar.

Ansioso, Tito apenas cruzó las preguntas protocolares y atacó enseguida el punto. Ella negó. La gata no había vuelto y no sabía nada de ella. Llevada por su propia ansiedad aprovechó el diálogo forzado para denunciar al perro. No lo podía sacar, ¿por qué no la ayudaba con eso? Entraron y en un recorrido experto de la mirada, Francini rápidamente detectó el plato vacío y unos trastos con algunos pocos pelos. Y un cierto olor inconfundible. Unos metros más atrás, estaba todavía el animal, rebelde todavía al desalojo.

Francini prometió volver más tarde o a la mañana siguiente, porque andaba sin la camionetita y las cosas, collares o jeringas, según se necesitara porque el animal se veía bastante mal. Emilia, mientras, se había tranquilizado un poco. Francini no parecía oler nada raro y la libraría del obstáculo que impedía que Lila y los gatitos volvieran a la casa.

Pero pasó que, como había llegado, el perro se fue esa misma noche, tal vez por la misma razón: ya no había lo que había encontrado el primer día: algo que comer.

Temprano, Emilia recorrió el jardín más que nada ilusionada con la vuelta de Lila. Pero pronto advirtió que el perro ya no estaba y un nuevo frenesí la atacó: como Francini no había venido a la tarde, vendría a la mañana. ¿Y si la gata volvía? ¿Y si él la veía? ¿Y si veía los gatitos?

Apenas se acicaló y con pasó rápido caminó hasta la veterinaria para suspender la visita del veterinario. Estaba cerrada. No sabía qué hacer. No se dio cuenta de que era temprano para abrir. Pensó lo peor: Francini pasaría por su casa antes de venir a su local, no la encontraría a ella, entraría al jardincito de atrás, no encontraría al perro..., pero podía estar la gata con su cría... Temblaba.

Cuando llegó, agitada y sin poder controlar el temblor, no había rastros de Tito. Ni del perro. Ni de la gata. Pero algo pasó ese día que la desquició: Francini no apareció. Y peor fue al día siguiente: tampoco apareció. Y más: el repartidor de la leche no vino.

Emilia no podía ni imaginar una serie revuelta de casualidades. Y pensó cualquier otra cosa y todo enmarañado. Llegó a la conclusión de que había sido descubierta, que Francini había sacado subrepticiamente el perro a la noche, que en ese momento pudieron aparecer los gatos, siquiera Lila, y que él mismo se la había llevado en represalia. ¿Por qué, si no, no había pasado su sobrino con la leche esa mañana? ¿Por qué Francini no había venido a buscar al perro? Estaba claro: había sido descubierta. Y entonces era mejor que se cubriera. Así, por unos días, ni apareció.

Lo cierto es que Francini había ido por allí y había visto al perro callejear en la esquina. Lo cierto es que Francini había visto la tarde anterior a la gata en el jardín de las monjas, que desde lo de Emilia no se veía, pero desde la otra calle, sí. Y Francini perdió rápidamente interés en el misterio, como hombre práctico que era. Emilia olvidó en su descontrol que los pedidos se hacían mes a mes, como lo había hecho ella desde el principio, olvidó que este mes se había cumplido y que ya había lo había pagado por adelantado, para asegurarse, como había hecho desde que contrató el reparto. Como no renovó el pedido, el chico no pasó y el lechero esperaba un nuevo encargo, que nunca llegó. Nunca llegó a completar el relato de lo que había pasado y amontonaba impresiones y causas y efectos algo disparatados al principio, completamente disparatados al final. Uno de eso días, con un aspecto algo siniestro por el secreto que le impuso al comentario, le pidió a la vecina que, si pasaba por el reparto de pan, se lo suspendiera por favor y que allí le daba los pesos para pagar la cuenta. En la mesa de la cocina, en unas cuantas bolsas sin abrir que el repartidor dejó durante un tiempo cada día, estaba el pan ya endureciéndose.


*   *   *


Durante bastante tiempo, Emilia estuvo al acecho. Después, con un sigilo algo ridículo, hacía sus compras siempre en lugares distantes y evitaba a los más conocidos. Llegó a hacer doce cuadras (y otras doce de vuelta, desde su casa hasta casi la ruta) para traerse tres piezas de pan francés, dos bifes de cuadril y dos tomates. Dejo de ir a misa y, sobre todo, jamás pasaba ni cerca de la veterinaria. De tanto en tanto, se la veía a horas raras, como una sombra algo encorvada y siempre discretamente acicalada, aunque ya no pasaba por la peluquería y el color del pelo era difuso y el peinado algo extraño.

Por las mañanas, muy temprano, barría la vereda obsesivamente mientras miraba en todas direcciones esperando ver aparecer a Lila, que era su verdadero propósito. Y esperando no ver aparecer a Francini, que era su casi única pesadilla. Por las noches, hablando en susurros que ni siquiera ella misma oía bien, limpiaba el plato sucio a veces de tierra, otras veces con hojas, y acomodaba los trastos del alero.