jueves, 16 de mayo de 2013

Temor, terror, temblor


Como hemos visto (a.1.3), el temor tiene razón de pecado en cuanto es contra el orden de la razón. Ahora bien: la razón juzga que unos males deben ser evitados más que otros. Por eso, si al huir de unos males que, según la razón, deben evitarse más que otros, no se huye de estos menores, no se comete pecado. Y así debemos evitar más la muerte corporal que la pérdida de los bienes; de ahí que si uno, por temor a la muerte, prometiera o diese algo a los ladrones, estaría excusado de pecado, en el que sí incurriría quien sin causa legítima lo diera a los pecadores, dejando de lado a los buenos, a los cuales hay más obligación de dar.

Por el contrario, si uno, al evitar por temor los males que según la razón deben ser menos evitados, incurre en males que según la razón deben ser más evitados, no podría ser excusado totalmente de pecado, porque tal temor sería desordenado. Ahora bien: los males del alma deben ser temidos más que los del cuerpo, y éstos más que los males de las cosas exteriores. Por eso, si alguno incurre en los males del alma, que son los pecados, por evitar los males del cuerpo, como pueden ser los azotes o la muerte, o los males exteriores, como la pérdida del dinero; o si tolera los males corporales para evitar la pérdida del dinero, no está excusado totalmente de pecado. No obstante, su pecado queda un tanto disminuido: porque lo que se hace por temor es menos voluntario, ya que se impone al hombre una cierta necesidad en su obrar ante la amenaza del temor. De ahí que diga el Filósofo que lo que se hace por temor no es voluntario totalmente, sino mezcla de voluntario e involuntario.
En la II-II de la Suma Teológica, en el artículo 4 de la cuestión 125 (sobre el temor y en el tratado sobre la fortaleza), santo Tomás se pregunta si el temor excusa del pecado. Y contesta lo que se ve arriba.

Al responder a la tercera objeción, en esa misma cuestión, dice también:
Según los estoicos, que opinaban que los bienes temporales no serán bienes del hombre, se desprende consiguientemente que los males temporales no son males del hombre y, por tanto, no deben temerse. Pero, según San Agustín, en su libro De libero arbitrio, los bienes temporales son los menores, en lo cual coincide con los peripatéticos. Y por eso los males contrarios deben efectivamente ser temidos, aunque no en exceso, de forma que por miedo a ellos nos apartemos del bien de la virtud.

Sencillo, creo. Fácil de entender.

No tanto para los argentinos, diría. No hoy. No en estos tiempos.

Mora aquí ya hace tiempo un como temblor pánico, sordo, áspero, agrio, arenoso.

Un silencio de terror. Un terror silencioso. Reptil.

Hasta cierto punto se entiende, claro.

Basta leer con algo de atención lo que dice santo Tomás y no hay que esforzarse mucho para ser misericorde con los que temen y con los que tanto temen y tiemblan en estos tiempos, por tantas cosas distintas y por algunas que ni siquiera saben qué son, pero igual las temen.

Aunque.

La escala de temores -y su correspondencia con amores, bienes y males- es lo principal del asunto, a mi sabor.

Y el busílis está allí.

No es cosa exclusiva de esta pampa, eso lo sé. El mundo está sumido en terrores crecientes e innombrables e indefinibles, en general por cosas muchas veces espectaculares y, las más de las veces, cosas mucho más bajas que las cosas altas, aunque se disfracen de altas.

Lo que es aquí y en estos tiempos, se libra sobre nuestras cabezas y nuestros corazones -y nuestros cojones- una competencia desaforada entre los que se han apropiado de la palabra y de las acciones públicas. Y eso mismo, en su compleja madeja de estrategias y tácticas, es una de las fuentes del temor del argentino.

Y la finalidad principal de esa competencia resulta ser ver quién infunde más temor, más terror y más temblor y en cuántos.

Unos atropellando y sometiendo a látigo limpio los cuerpos y las almas.

El kirchnerismo, por caso, y su modalidad patotera, humilladora y disciplinadora de, por empezar, cualquier lengua que no le lamba las plantas de sus pies, y aun de los que ya tienen la lengua seca de lambérselas. En algún manualito leyeron que estas revoluciones se hacen a lo capanga, ladrando y mordiendo, prepoteando y disfrazando la fuerza desmadrada y hybrica de capacidad de gestión, de iniciativa política, de convicción, de visión revolucionaria y algunas otras boludeces que asustan a no pocos. Lo heredaron del peronismo, más que nada, aunque los manualitos revolú les dieron una mano, claro que sí.

Otros amenazando con el desastre infinito de toda índole.

Los medios y la cultura y los opositores políticos o económicos, por caso, que como casi única táctica agitan monstruos, vaticinan los horrores, lamentan los flagelos y repican las desgracias, sin animarse ni a decir lo que es ni a hacer lo que se debe, si acaso ellos piudieran amar lo que debe amarse, decir la verdad, hacer el bien, que en general no pueden y no quieren y sí lo opuesto, porque no aman cosas muy distintas de lo que quieren los patoteros y en realidad quieren estar en su lugar para robar lo que ellos roban y malear lo que ellos malean, igual o distinto, pero lo mismo.

En el medio, Juan Nadie.

Muerto de medio de en realidad no sabe todavía bien qué. Y eso es lo peor: porque Juan Nadie tiene sobrados motivos para temer los peores males y no sólo los por venir sino los viniendo y los venidos, que le socavan no únicamente sino algo más denso y grave que su bolsillo. Y no sólo temer los males de los que lo gobiernan, sino los males de los que lo quieren gobernar después, que ya están y ya son temibles.

Pero vive en medio de un pánico sordo y bullanguero que lo tiene estólido.

Y están los Juanes No Nadie, que no saben ya cómo disfrazar su temblor y su temor, ya empavorecidos por la posibilidad de perderlo todo, ya cómplices que son y han sido con un modo de engañar y sojuzgar con miel o vinagre, ya inanes por estúpidos y pusilánimemente inhábiles; ya logreros y cínicos, ya estrategas de la propia supervivencia, disfrazada por decoro fingido de grandeza cívica e inmolación patriótica. También ellos temen, aunque en general temen perder cosas bajas en nombre de las cuales sacrifican las cosas altas.

Y todos ellos, todos los Juanes No Nadie de una parte y otra y otra más, destapan en sus cubiles cada mañana, cada tarde, cada noche, un ánfora nueva con nuevos terrores, con nuevas amenazas y males, con nuevos gritos fustigadores. Y se los arrojan unos a otros y los echan a volar y a reptar para espanto de Juan Nadie, que es adonde van a parar, en realidad, y a quien en realidad taladran y aplastan hasta dejarlo inmóvil y atolondrado, sin que el pobre quidam siquiera se dé cuenta de dónde le viene esa fatiga honda, esa tristeza de haber sido zarandeado 24 horas por día, siete días a la semana.

Juanes No Nadie de este lado y destotro disfrazan sus amenazas y grilletes de discursos embanderados, eso sí, y no entiendo bien por qué.

Será que Juan Nadie guarda todavía, quién sabe por cuál arcano y misterio, siquiera una fibra, una cuerda que vibra con algunos amores buenos y nobles a cosas nobles y buenas, que tal vez ni siquiera sabe bien qué son, de tantas veces que se los resemantizado...

Y así es como los Señores del miedo (que no sólo esparcen el temor sino que lo padecen aunque por otras razones) agitan ante los ojos aterrados y ante los oídos temerosos de Juan Nadie los amores buenos que tienen nombres hermosos, enhebrados mañosamente con apetitos innobles de cosas inmundas que se esconden detrás de palabras apenas maquilladas: Patria, por ejemplo.

Y todo en un amasijo de oro y mierda, que huele a mierda. Porque, si acaso, pecunia non olet y el oro no huele a nada. Y en el amasijo ni siquiera oro hay.


Como fuere, la Argentina está tramada y trazada hoy por el miedo y aunque a alguno pudiera parecerle que se mueve, solamente se agita, convulsa. Como se mueve quien tiembla.


Si hay que pasar a través de una puerta de vidrio, el primero que lo haga, que se atreva a hacerlo, seguramente se cortará, un poco o mucho, quién sabe. Los que vengan detrás, probablemente poco o nada. 

¿Quién será -siquiera uno sólo, Juan Nadie o Juan No Nadie-, el que sea capaz de ordenar sus amores y sus temores?

¿Quién habrá que ame lo que debe amarse y temer lo que debe temerse, de tal modo que no le tema de más a los Señores del miedo ni le tema de más al miedo?

¿Habrá más de uno?

Si no hay siquiera uno, seguramente no habrá dos. Ni unos pocos. Ni muchos.