lunes, 13 de mayo de 2013

Banchs


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Somos como la vieja torre cuando
saltan de sus ventanas golondrinas;
somos como la vieja torre cuando
cantan en sus campanas voces finas.

Somos como la cama de un enfermo
cuando alzándose en ella se ve el prado;
somos como la cama de un enfermo
que está viendo una estrella de acostado.

Pues nuestro corazón con ilusiones
como la torre es, que tiene sones,
que tiene golondrinas, pero es vieja.

Pues nuestro corazón siempre en desvelo,
es cual lecho que puede ver el cielo,
pero que lleva a uno que se queja.

Es el primer poema que conocí de Enrique Banchs. Y no digo que lo leí porque no lo leí sino que me lo dijo de memoria el insigne tucumano cierta vez, cuando él creía que hablábamos de poesía y yo sabía que me enseñaba lo que sé del asunto. Lo trajo a cuento para mostrarme cómo la pretensión de no repetir palabras en un poema era una obsesión medio boba, al fin de cuentas. Y me enseñó eso y me enseñó Banchs.

Nunca abandoné a Banchs desde entonces. Tanto que cuando me tocó rendir Argentina en Letras fue el tema que elegí. Y me dijeron en la mesa de examen que fui el único que tomó su obra en los años que llevaba la carrera en la universidad católica... No sé si habrá sido así, pero me pareció una vergüenza. Otra más.

El misterio de Enrique Banchs es grande. Cuatro libros de poemas entre 1907 y 1911 (era de 1888) y después casi nada. Ningún libro más (hasta que la Academia de Letras -de la que fue miembro desde 1941- publicó su obra en 1973; había muerto en 1968) y apenas cosas sueltas aquí y allá. En la navidad de 1936, Borges dijo en una nota en El Hogar que Banchs cumplía ese año las bodas de plata con el silencio...

Él mismo le dedicó un soneto, Enrique Banchs, que apareció en Los conjurados, en 1985.
Un hombre gris. La equívoca fortuna
hizo que una mujer no lo quisiera;
esa historia es la historia de cualquiera
pero de cuantas hay bajo la luna
es la que duele más. Habrá pensado
en quitarse la vida. No sabía
que esa espada, esa hiel, esa agonía,
eran el talismán que le fue dado
para alcanzar la página que vive
más allá de la mano que la escribe
y del alto cristal de catedrales.
Cumplida su labor, fue oscuramente
un hombre que se pierde entre la gente;
nos ha dejado cosas inmortales.

Vi hace poco que están a mano El cascabel del halcón (allí está el soneto del que hablé) y su última obra, La urna, una suma de 100 exquisitos sonetos. Tenía 23 años cuando la publicó.

Se lo lee poco y nada y se lo conoce menos todavía.

Es una de las cosas penosas que le pasan a la Argentina: no sabe muy bien de qué está hecha.