miércoles, 20 de abril de 2011

Linhas tortas

Recuerda Leonardo Castellani que dicen los brasileños: Deus escreve direito per linhas tortas.

Y es como la conclusión de un ensayito breve (11 páginas en la edición de 1945 de Crítica Literaria, ediciones Penca). El trabajito está fechado en 1940, y se ocupa de la obra del grabadista belga, muerto en la Argentina en 1985, Víctor Delhez, como que se titula El arte sacro de Víctor Delhez. Es una verdadera clase, magistral al modo de Castellani, acerca de asuntos terriblemente difíciles en torno a la belleza y Dios, con el hombre en el medio.

Hace años que lo leí y tomo como un regalo pascual encontrarlo ¿casualmente? hoy.

Quedé tan impresionado con algunas cosas que allí dice (y con lo que me parece que significan) que querría dedicarle más atención al artículo y hasta transcribirlo, aunque, por corto que resulte en papel, dé largo aquí.

Regalo pascual y todo lo que quiera, creo que tendrá que ser cuando llegue la Pascua y la Resurrección con ella.

Ahora, el tiempo es morado.

Pero, fíjese: hasta para eso viene bien el artículo que digo. Porque en una de esas vueltas en el aire propias de Castellani, el texto termina con una cita de Le soulier de satin, la obra de teatro de Paul Claudel (que alguna vez el propio cura tradujo feamente como La chinela de raso…), ambientada en el siglo XVI.

La cita –traducción de LC- procede del principio de la obra y son las palabras finales de una oración más extensa que allí pronuncia Ignazio de Azevedo, jesuita y mártir, que, con esta oración final, reza, en sus últimos momentos y antes de ser martirizado, por su hermano Don Rodrigo, díscolo protagonista de las aventuras y desventuras de la obra.
Pero, Dios mío, no es fácil escapar de ti.
Y si él no va a ti por donde es claro, que vaya por donde es oscuro.
Y por lo que es directo, que vaya por lo que es indirecto.
Y por lo que hay de simple,
¡que vaya por lo que hay en él de numeroso y laborioso y entreverado!
Y si él desea el mal, que sea aquel mal que está condicionado al Bien.
Y el desorden, que sea aquel desorden que implica el temor y el resquebraje de esos muros en su torno que le trancan la vida…
Él ya aprendió el deseo, pero ni sueña todavía qué cosa sea el ser deseado.
¡Haced de él un hombre herido, porque una vez en la vida ha visto el rostro de un ángel…!
Y lo que él tentará decir míseramente en la tierra, allá estoy yo a traducirlo en el cielo.

Y, sí.

Ya querría que alguien rezara así por mí y que, finalmente, con mis propias linhas tortas, Dios escribiese en mí direito.

Y más aun, tal vez, ya en el colmo de la petulancia y de la impertinencia (salvando el último verso, claro, que le pertenece por entero a San Ignacio de Azevedo…), querría aplicar esa oración a alguna que otra persona, a algún Rodrigo que uno bien se sabe, en quien querría verdaderamente que Dios escribiese direito con sus propias, oscuras y dolorosas, linhas tortas.