martes, 8 de marzo de 2011

Verde seco

Hace calor. Calor húmedo de río y de pampa. La lluvia tarda, si acaso vendrá; el aire está pesado y caliginoso, el cielo amenaza sin cumplir.

Es marzo.

Marzo tiene eso: despedidas furiosas del verano austral, a los gritos de marzo, como si un guerrero en llamas se retirara del campo de batalla a los gritos, vencido casi del todo; viendo -barruntando- cómo por la línea del horizonte del tiempo se acercan las siluetas amenazantes ya vestidas de bronce y cobre del otoño, que viene a ocupar su territorio.

Aquí en el sur, marzo alardea de verano, y tiene grabado en la frente su destino de otoño. En el norte del mundo, he visto que pasa algo parecido. Así como aquí finge un calor que no puede sostener, allá finge un frío casi igualmente insolvente.


* * *


Estábamos en el jardín hacia el final de la mañana, cerca de la cueva, conversando y mirando plantas con José (21 años). Le llamaba inusualmente la atención una especie de mata que su hermano mayor había plantado hace casi dos años ya, y que él sólo veía ahora. La elegante venía abriéndose paso entre las salvias y jazmines antes ingentes, y que podé en febrero, precisamente para que esa vara oculta viera la luz. Y la luz la viera a ella. Altiva y armoniosa, con frutos verdes y rojos, pequeños, entre hojas que mudan de color con la luz y el año.

¿Y ésa?, preguntó con fraseo completamente meteco del mundo verde.

Le conté su origen, su naturaleza y le expliqué por qué no la había visto antes.

¿Es una cidra?, dijo sin saber.

Siguió caminando hacia la casa. Atrás, quedaba la nostalgia y cierta alegría.

Mi corazón, con un golpe de sangre súbito y tibio, volvió no sé bien a qué mes del año pasado.

Hasta fines de 2009, todavía vivía aquí la cidra mexicana que había traído de mis primeros viajes y que había plantado de semilla. Tardó diez años en levantar vuelo y esperó aquella nevada insólita que tuvimos en la pampa para estirar los brazos más de tres metros. En la primavera y el verano de aquel año vinieron los primeros azahares que daba. Comenzó a secarse ya en ese año, de a poco. Pero quedaba todavía erguido un tronco joven y prometedor.

De pronto, sin aviso, casi de un día para otro y como si un hálito gélido e invisible la invadiera por dentro, de la raíz hasta las flores, se fue. Para siempre.

José la nombró sin querer.

Y sin querer volvió al jardín.

Segundos, apenas. Pero lo bastante.

Lo suficiente como para darme cuenta de que la había olvidado por completo.

Lo suficiente como para darme cuenta de lo cerca que el olvido está del recuerdo, a veces, porque al solo nombre, volvió a florecer.