lunes, 18 de octubre de 2010

Mientras

¿Para qué busca uno un recreo de las cosas que se le hacen graves?

Mejor sería no, a veces. Apechugue con Lugones, hombre. Siga embromando al prójimo argentino con cosas de poesía. Diga de una vez lo que piensa del asunto y aguante la silbatina y las pedorretas ilustradas de aqueos y troyanos...

No.

Un recreo.

Y entonces va uno a Simone Weil y a los pensamientos que como aforismos largos tiene en La gravedad y la gracia. A mí me gustan y siempre me sirven y muchas veces me son un refrigerio. Siquiera para discutir con ella, como casi siempre. Después de todo, combate por combate, es un combate leal.

Fíjese.

En el capítulo Desaparición, trae cosas como éstas que copio.
Todas las cosas que veo, oigo, respiro, toco, como, todos los seres que encuentro, privo a todo eso del contacto con Dios, y privo a Dios del contacto con todo eso, en la medida en que algo en mí dice “yo”.

Puedo hacer algo por todo eso y por Dios, a saber: retirarme, respetar su encuentro.

El cumplimiento estricto del deber simplemente humano es una condición para que pueda retirarme. Él emplea poco a poco las cuerdas que me retienen en mi lugar y me lo impiden.



No puedo concebir la necesidad de que Dios me ame, cuando siento con mucha claridad que, aun en los seres humanos, el afecto por mí no puede ser más que un error. Pero concibo sin dificultad que ame esta perspectiva de la creación que sólo puede tener desde el punto en que estoy. Hago de pantalla. Debo retirarme para que él pueda verla.

Debo retirarme para que Dios pueda entrar en contacto con los seres que el azar pone en mi camino y que él ama. Mi presencia es indiscreta como si me encontrara entre dos amantes o dos amigos. No soy la joven que espera a su novio, sino el tercero inoportuno que está con los novios y debe irse para que puedan estar verdaderamente juntos.

Si sólo supiera desaparecer habría unión de amor perfecto entre Dios y la tierra por donde camino, el mar que escucho.



Et la mort, à mes yeux ravissant la clarté,
Rend au jour, qu'ils souillaient, toute sa pureté. *


Que yo desaparezca a fin de que las cosas se conviertan, desde el momento en que no son vistas por mí, en belleza perfecta.



No deseo que ese mundo creado ya no me sea sensible, sino que ya no me sea sensible a mí. A mí, él no puede decirme su secreto, que es demasiado alto. Que yo parta, y el creador y la criatura cambiarán sus secretos.

Ver un paisaje tal como es cuando yo no estoy...

Cuando estoy en alguna parte mancho el silencio del cielo y de la tierra con mi respiración y los latidos de mi corazón.

¿Ve? Al final, prefiero discutir con los argentinos y su (nuestra) tan frecuentemente ingeniosa, brillante y hasta profunda, liviandad pomposa para con las cosas altas.

Refrigerio, puede ser.

Ni recreo ni nada.

Por ejemplo.

"Un sólo pensamiento del hombre vale más que todo el mundo" que dice San Juan de la Cruz en sus Dichos de luz y amor (34): ¿eso cabe o no cabe en este capitulito de Weil? ¿Y de qué manera, si cabe?



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* Estos versos que cita están en la Fedra, de Jean Racine (V, 7) y son las últimas palabras que Fedra dirige a Teseo antes de morir. En mi edición dice dérobant, no ravissant como cita Weil. Son casi sinónimos, claro.

Esos versos dicen, según la traducción de Emecé:

Y la muerte, quitando a mis ojos la claridad
Devuelve al día que ellos manchaban toda su pureza.
Arrebatando por quitando y mancillaban por manchaban, me parecería mejor.

Por otra parte, en pasajes de este tipo, la crítica ve en ocasiones trazas de jansenismo. Tal vez. No desentona con el talante de Weil, jansenismo más o menos, y esa tensión -¿casi inhumana?- entre amor y desapego, que en no pocas ocasiones tiene reflejos extravagantes en ella.