martes, 5 de octubre de 2010

Libertad condicional (II)

Mi pueblo, en primavera, huele a primavera de jazmines.

A la nochecita, por ejemplo, camina uno por las calles tibias y lo asaltan por los flancos oleadas de jazmines y unos aromas verdes y azules, blancos y morados, que no sabe uno de qué lugar vienen agazapados, haciendo una alegría del aire que sabe, qué le puedo decir…, a libertad condicional.

En el día, en cambio, y una vez que estalla de pronto la primavera, como suele pasar en los últimos años, los colores son decenas de verdes, sarpullidos con la paleta de un Gauguin furioso en los cerezos y manzanos, en los ciruelos y en las enredaderas anaranjadas, blancas, celestes, rojas.

Y está la gloria del ciprés calvo, eso va sin decirlo.

Ahora bien.

¿Qué hace caminando las calles de noche?, preguntará el amable lector.

Verá usted: se vuelve de unas ocupaciones, nada extraordinario, en primer lugar; pero, principalmente, disfruta uno más que nada de los problemas del transporte automotor. Y se pasa así tiempos y tiempo en las paradas de colectivos, y se toma lo que puede, que lo deja donde sea.

De este modo, desde donde haya quedado, camina uno las calles del pueblo, al caer la noche, con grande beneficio para sus cavilaciones, que empiezan en las horas de esperar quien lo lleve y lo traiga y que siguen bullentes y tibias aún en las horas de homo viator por entre los jazmines acechantes.

Entendido.

Pero, ¿qué materia le da pasto a uno para las tantas cavilaciones ésas?

Créame: ordenar papeles en la cueva, por ejemplo esta vez. Grande y grave asunto, viera usted.

Si usted supiera la cantidad de papeles que ha deglutido la cueva. La ve uno así, despojada y silenciosa, apartada y enjuta, que no dice pío ni nada.

Y, sin embargo.

Sorprendente.

Pasa uno el día ordenando y acomodando tantas cosas y así, como ya le dije, de pronto, como si lo estuvieran esperando a uno, es una sinfonía de no le puedo decir cuántas vidas que uno ha sido, de tiempos que ha tenido y lleva en uno, sin saber cómo ni dónde.

Sorprendente.

Y ser uno el mismo y otro, como soñaría Borges. Y ser uno, al cabo.

Y ver cuántas capas de uno es uno. Y cuántas ha olvidado, y cuántas reposan silenciosas, y cuántas han quedado en el aire como una flecha inmóvil de repente en pleno vuelo.

Sorprendente.

Y que todo eso y junto sea una sola vida de hombre: dinámica, aunque quieta; pujante, aunque dormida; silenciosa, aunque rumorosa. Y dolorosa en esto y aquello, aunque feliz.

Viera usted las cosas que guarda y sabe la cueva de mí. Los entresijos que guarda, los rincones míos que madura en la penumbra fresca, quién sabe con cuál propósito.

Como si uno hubiera sabido al dejar al descuido un papel en la nada de un estante, al ponerlo sin pensar entre las hojas de un libro. Como si uno ya lo hubiera sabido. Dibujos, escritos (¡…música, sí…!), lecturas de otra vida, hasta plumas que ahora no escriben ni un trazo pero que fueron la mano del alma tantas veces. Notas al margen de páginas de olvido, que necesitarían una nota al margen de la nota al margen para recordar por qué importaba aquello entonces. Errores que ha cometido, aciertos que ha perpetrado, palabras que ha dicho y suenan para quién sabe quién quién sabe dónde.

¡Qué felicidad es eso!

Como si en vez de los jazmines, se agazaparan las vidas que uno ha sido (y que uno es, mi amigo, y que uno es…) y estallaran. Como si les hubiera llegado una primavera de pronto y las pusiera en libertad (condicional, claro: siempre es condicional mientras estamos en este valle…)


Ahora ya es la noche.

En la cueva, todo alrededor, mudos y ciegos, inertes, los quintales de papeles, las miríadas de cosas y recuerdos de aquello y esto otro.

Yo sé que fingen la indiferencia de los objetos.

Pero no me engañan.

Apenas una primera mirada que hoy tuve que darles, sin propósito de hacer un inventario que sí debo hacer dentro de no mucho tiempo; apenas me acerqué a ellos y pasé mi mano (y mis ojos, y el corazón que recuerda de repente…) por carpetas de decenios, por lomos de centurias, por superficies de tiempos y más tiempo.

Apenas eso y nada más eso, y ya se pusieron a contarme quién fui, quiénes fui…, a borbotones, a tragos, como si hubieran estado esperando al ojo que volvía a verlos (y a la mano y al corazón que sabe…) para salir a gozar de una súbita libertad; condicional, claro.


Ahora ya es la noche y, mientras completo la bitácora, la mayoría de ellos están a mis espaldas.

Y están a mis espaldas en el doble sentido, quiero decir.

Pero no vaya a creer que pesan. Al menos, no tanto, ni todavía.

Por ahora sorprenden y son como la felicidad de un alumbramiento.

Ahora recuerdo que hicieron que recordara; y recuerdo eso.

Mañana, acaso se disuelva un poco la impresión de estos brotes de vida que estallaron en un casual acomodo de papeles (¿habrá sido casual…?)

Y entonces, tal vez, la cueva vuelva a su silencio.

Y mis vidas con ella.


Quién sabe.