jueves, 16 de septiembre de 2010

Luna

¡Qué día! Duro de cosas buenas y sin demasiado que lamentar.

¿Cómo pasa que uno termina agradeciendo al final de un día que los planetas evolucionen sus órbitas alrededor del sol, al fin de cuentas, y cada uno en su naturaleza, cada cual en su lugar, aunque vivan envueltos en nubes gélidas o en lavas ardidas, inertes los más pero en su cosmos?

Es curioso, pero es así.

Un ave noctámbula y valiente, de a ratos, está ahora en sus ensayos. Pasó la medianoche hace apenas una hora y media, pero ella ya tiene el día cantado, parece. Y promete seguir.

Me queda algo de mate, los restos.

Me queda sobre la mesa un cigarro de hoja que me regalaron hace un tiempito, de buena hoja, viera. Algún día le entraré a bocanadas de humo.

Cierro la cueva por esta noche. No hay más remedio. La jornada está hecha.

Salgo al aire y veo, sin ver y a mis espaldas, una luna pasada de creciente, a medio vuelo, en el oeste, brillante como la sonrisa de un chico.

No.

Entonces, no.

Todavía queda esta parte de la noche.

Vuelvo a la cueva, pongo música, me siento al sereno, enciendo el cigarro: le llegó la hora.

Unos mates más.

Y las cosas de Sicilia y Nápoles que oía de chico, cuando oírlas me ponía la cara como la sonrisa de esta luna pasada de creciente.

Lindo el aire.

Modugno, la bellísima y reciente Lina Sastri: suficiente...







Mire, ¿los ve?

Ahora sí que los planetas giran.

Fin de un día, entonces.