domingo, 15 de noviembre de 2009

Che farò senza Euridice (V)

Mucha lluvia y vientos. Tormentas de estos días.

Bien para las plantas, y lo agradecen las vastedades en sequía. Y sabe de lo más bien para los que tienen cobijo.

Es cosa de ver lo que hace la intemperie.

Y tal vez el asunto de Orfeo y Eurídice, que andaba viendo tiempo atrás, no esté lejos de estas cuestiones.

Así lo barrunté desde el principio, creo: al fin de cuentas, es la intemperie.

Pero hay que explicar. Y tal vez, aunque dé largo, despejar un asunto antes, que es como una salida del camino –excursus, que le llaman–, o eso puede parecer.

Hay quienes dicen que tanto en la figura de Orfeo como en la de Prometeo hay rasgos ambivalentes, al menos ambivalentes. Y puede ser.

En una visión cristiana de estos mitos, por ejemplo, las figuras paradigmáticas resultan agridulces. Por una parte, benévolos con los hombres y sacrificados por ellos, de algún modo, parecen tener para algunos un aire de familia con la figura del Cristo de los cristianos. Notas, al menos; algunas notas. El mito puede hacer eso y de hecho lo hace, porque es de la naturaleza misma del mito una significación mediata de asuntos de misterios.

Pero, a la vez, ambas figuras tienen rasgos emblemáticos de rebelión o de subterfugios ante la divinidad que de alguna manera desdoran su grandeza.
ver

Cuando uno se enfrenta a Orfeo no puede sino admirarse de lo que significa el canto en los relatos que lo mentan. Da gusto oír lo que dicen que la música y el canto pueden hacer cuando él los hace. Hablan de la consonancia de su canto con los misterios del cosmos y con las raíces del cosmos: como si esa consonancia fuera entre la música que él conoce y una raíz como musical en todas las cosas. Por cierto que lo órfico no se reduce al canto, ni siquiera a lo musical, por importante que fuere para la comprensión del mito y los misterios y las doctrinas que derivan de la figura del cantor tracio. Son muchas las cuestiones implicadas. Para decir al menos un asunto mayor: la tensión entre el culto a Apolo y el culto a Dionisos y las implicancias religiosas y culturales de esa tensión. Recuerdo ahora unos pasajes de Simone Weil al respecto, de mayor hondura –y más graves implicaciones– que lo que Nietzsche pensó al respecto de lo dionisíaco y lo apolíneo. No le doy la razón a Weil del todo, pero no es del todo desacertado que en la raíz de la cultura griega antigua y clásica hay una especie de ruptura entre dos espíritus o formas del espíritu, una ruptura que debería entenderse de algún modo cíclica en las cosas humanas, con la historia del cristianismo incluida. No me meto con eso ahora.

Mientras tanto, en Prometeo, el amor y hasta la devoción por lo humano se destacan de un modo notable para el mundo antiguo; un amor hasta exótico se diría, que llega hasta la oblación personal frente a la misma divinidad.

Esa consonancia orfeica y esa oblación prometeica son asuntos de cuidado y a mirar, por cierto.

Es verdad también que el hecho de que por esas mismas vías ambos tengan un traspié hace que aparezca el aspecto agridulce. De algún modo, su forma de creatividad musical y su favor y fervor por lo humano, los hace al mismo tiempo, al menos, amigos y enemigos de los dioses y de los hombres. Será curioso, todo lo que quieran, pero así es el mito.

Por otra parte, hay un cruce de intemperies, si uno se pone a ver (y esto me interesa más ahora...)

Prometeo es una figura fuera del panteón. Orfeo pierde a su amada y queda desolado, que es lo mismo que quedar a la intemperie, en esos asuntos. Prometeo sufre un castigo proporcional a su falta: la intemperie divina se compadece con la intemperie del Cáucaso. En su caso, además, el emblema de Zeus le sangra las entrañas sin cesar. Orfeo, por su parte, de la intemperie amorosa transita a la intemperie real, vagando lejos de los hombres, hasta perderse, en varios sentidos. En su caso, esta vez, el mito dice que las Ménades dionisíacas lo despedazan por despecho.

Repito que tomo algunos aspectos de estas figuras que me parecen congruentes con lo que quiero decir al respecto.

Así las cosas, doy ahora un salto a la cuestión de la intemperie de la historia y el caso de Orfeo.

Cuando hace más de un mes me puse a mirar la cuestión, no pude evitar una transposición que se me puso delante de los ojos y todavía no sale de allí.

El asunto es que, mirando específicamente el caso de Eurídice y Orfeo, se me hizo como un signo de otras cuestiones.

Pongo en el lugar de Eurídice a ciertas verdades amadas, a ciertas virtudes altas, a las profecías –en particular, a las de las ultimidades– y, todavía más, al sentido mismo de la historia y al sentido del tránsito humano por la historia, con la Redención incluida. Más cosas entran en esta figura recreada de Eurídice. Todas ellas se resumirían en un depositum –aun, Fidei– que los hombres –concedo: algunos hombres– atesoran, tanto como Orfeo ama a Eurídice.

Imagino que el amor del aeda tracio tendría mucho de la misma materia y de la misma forma de su canto. Muchos misterios correrían por las venas de ese amor. Orfeo amaría como cantaría, supongo yo. Amaría a aquella mujer como componía sus melodías. Supongo yo, y no creo que exagere.

El caso es que un “enemigo” amenaza a Eurídice. Algunas versiones viejas del mito dicen que esto ocurre el mismo día de su boda con Orfeo, para mejor inteligencia de los asuntos graves que contiene la cuestión, con todo lo simbólico que contiene la realidad conyugal. Escapando de esa amenaza, Eurídice muere.

De este modo es que Orfeo queda desolado. Su desposorio con todas aquellas cosas grandes y amables que Eurídice representa, queda baldío en un instante. Y él queda a la intemperie.

Es un emblema también de lo que a todo hombre le pasa, sin más. Aquello que más ama puede presentársele al alcance de la mano en el tiempo de la historia. Pero cuando está por consumar su matrimonio, de repente esas cosas pasan, de un modo u otro, a la eternidad. O mejorando lo dicho: muestran que la consumación de nuestro desposorio con ellas es eternal y no temporal. La historia, este tiempo, no es el territorio de aquella consumación. Es apenas como el tiempo de un noviazgo que promete felicidades y dulzores, para cuando uno cambie de estado.

Ahora bien.

Orfeo no se resigna a esa intemperie y desolación. El amado es refugio, el amado es posada para el amante. El amado es el fin del día y el fin del camino para el que ama. El amado es nuestro hogar y sin él estamos a la intemperie, desolados, solos y desamparados.

Es, al menos, un dato espiritual y psicológico común a todos los mortales. El deudo, el doliente, aquel que ha perdido a la persona amada, debe enfrentarse a un hecho terrible: ya no la verá. Ya no tendrá comunicación alguna con ella en el sentido habitual. Luego, siente no tener reparo, refugio, posada, fin, sentido. Es difícil ese desgarro, esa soledad, esa incomunicación. Es lacerante y dolorosamente presente. Casi sin remedio. Casi, claro.

Muy bien.

El asunto es que la situación me cuadra con algunas otras cosas que no son personas.

Supongamos que dijera que Eurídice es una edad de oro, o algún tiempo o circunstancia concebida casi sin matices como tal. Una edad de oro histórica y temporal. Algo en el tiempo que ha desaparecido. Supongamos también algo que pudiera darse en el tiempo, o que uno esperase verlo en el tiempo y verlo inmarcesible. Un reino en este mundo; algo que haga de reino, algo pasado, presente o futuro. Pero encarnado en el tiempo de la historia. Viviente en el tiempo de la historia. Como Eurídice, antes de morir.

Orfeo –no importa quién haga de Orfeo, ahora– no se resigna. Y va a buscar a Eurídice –tampoco ahora importa qué haga de Eurídice–, y va a buscarla hasta el Hades. Y no se arredra y miente y seduce hasta a las potencias infernales con tal de volver a la historia con su refugio histórico: Eurídice.

En el mito, hay que recordarlo, la divinidad le dice a Orfeo algo que, más que como un mandato o condición, entiendo aquí como una obviedad: tratar de poner absolutamente, plenamente en la historia lo que tiene raíz en la eternidad, no se puede: se disuelve. Ver lo eternal como temporal hace que inmediatamente se disuelva. Arrastrar lo eterno a la historia no es posible. Y lo más seguro es que esa expectativa y el fracaso real consiguiente termine sumiendo al amante en la desesperación y en el desencanto. Y así sintiendo sienta, al fin, que ya no hay refugio para él, ni aquí ni allá.

Eurídice, entonces, es ya materia de lo eterno, formada en eternidad. Orfeo cree que podrá reinstalarla en este mundo, anclarla a la historia, hacerla nuevamente temporal, con la secreta ilusión de que ya no muera, que es como decir que el tiempo del refugio sea eterno mientras está en el tiempo. Una estupidez bastante frecuente y comprensible entre los hombres que ha dado origen a muchos –ismos, además de llevar a la tristeza insondable y hasta la desesperación y la muerte a muchos amantes inconsolables que creen haber perdido en el pasado lo que ya los espera en el futuro.

(Dicho sea de paso, insisto en que Garcilaso entendió bien el asunto cuando le hizo pedir al amante Nemoroso que la difunta Elisa se acordara de él y que, para alcanzarla, pidiera en el Cielo que "se apresure el tiempo en que este velo rompa del cuerpo y verme libre pueda...")

Eurídice no pertenece al tiempo. Tampoco pertenecía enteramente a él cuando anduvo el tiempo de la historia, convengamos.

Orfeo no lo sabe, no lo supo, lo olvidó, pese a que su música consonaba con los misterios del cosmos y le daba tono y porte a las cosas con su melodía de adentro hacia fuera, tocando su fibra interior, existencial y esencial.

Eso es: no es que Orfeo no conociera la música interior de la realidad. Es que en algún momento quiso usar esa interioridad potente en su beneficio, quiso perdurar el refugio temporal, hacerlo eterno.

Parece que los mitos ya decían que todo aquel que quisiere secuestrarle a la divinidad los dones eternos, que cualquiera que quisiere manipular la divinidad y la eternidad en su servicio, para anclarla a la temporalidad de su refugio, saldrá mal parado. O, al menos, cometerá injusticias queriendo o sin querer, por ser benevolentes.

Dije en alguna de las entradas anteriores en meses pasados que hasta Galadriel es un ejemplo de ello.

Y creo que así es. Ella no tenía tanto el problema del mal como el problema del bien. También ella, altísima y bellísima, se enamoró de Arda y tuvo sus propios proyectos sobre ella, olvidando –o queriendo olvidar– que la consumación del bien y la belleza de Arda, no son en Arda. Y que no es lícito manipular la eternidad para construir un reino temporal, por más que los ladrillos de ese edificio sean cosas nobilísimas y bellas y buenas y verdaderas.

En fin

Che farò senza Euridice?

Pues, qué puedo decirle mi amigo: por lo pronto, apechugue.

Tanto da que Eurídice pueda ser amada por sí misma y sea a la vez monarquía o liturgia, belleza en el arte o justicia social. Y tantas otras cosas nobles y buenas y necesarias.

Apechugue y mida bien sus melodías, aquellas melodías con las que pretende hacer volver a su Eurídice al tiempo de la historia y retenerla allí.

La advertencia del Hades es verdadera: haga la prueba y vuélvase a mirarla, a retenerla para sí o a anclarla en la existencia antes o fuera de tiempo, que es lo mismo que querer congelarla en la historia y querer tenerla a su disposición en su refugio temporal e histórico, hágalo y entonces se le disolverá ante sus ojos. Y entonces estará en una intemperie mucho mayor y más honda que aquella en la creía estar porque no veía ya a su Eurídice.

Por eso digo: apechugue. Son muchas las cosas que se pueden hacer en el tiempo con la Eurídice de nuestros amores. Muchas. Menos una: olvidarse de que lo que sea que fuere aquello bueno, bello y verdadero que nos es Eurídice en este mundo, tiene raíces en el cielo y tiene su término y consumación en el cielo nuevo y en la tierra nueva, cuando venga el cielo a la tierra y se transforme la tierra.

De modo que, si de veras quiere ver y sentir el fin de la intemperie, espere la Parusía.

Y si quiere usted saber cómo se la pasa uno a la intemperie mientras estamos a la intemperie en el tiempo de la historia: apechugue nomás, y no pierda la alegría. Y espere la Parusía.