martes, 6 de octubre de 2009

Che farò senza Euridice (IV)

Hay un vecino ciprés calvo, cerrando el noreste del jardín, que ya está en su gloria verde-oro, erguido y vivaz, joven, renovado.

Me siento cerca de la cidra en flor, a la vera de un jazmín nuevo y ya oloroso y miro la arboladura nerviosa del árbol al viento. Es el potro del ciprés como añoso y borgoña que había hace no más de dos meses. Él mismo es la vejez solemne y la juventud flameante, según el tiempo.

Hay sol y está fresco. Hay que convalecer de trajines y malatías y, mientras, corregir unos papeles de otros. No tanto que no se vaya uno a otros papeles.

Pienso sin mucho concierto en que los asuntos de Orfeo y Eurídice no están lejos de los asuntos aquellos de Galadriel, por los que anduve hace unos meses. No, es verdad: sin mucho concierto. Pero, algo hay. Entre lo que estaba mirando entonces acerca del problema del bien y esta pasión por retener a fuerzas lo contingente, sin distinguir entre lo de la tierra y lo del cielo, por decirlo sin mayores precisiones, algún puente hay.

Siquiera la idea madre de que, por mucho que se quiera retener lo que lo enamora a uno sobre la faz de la tierra –sea en Arda o en Tracia–, sea cual fuere la belleza o la gloria que se desea siempre viva y perenne, no es aquí donde pueda lograrlo uno. Y más: querer retener esa belleza, esa gloria o ese amor bajo el cielo de la luna es funesto para los hombres. Y para los elfos, claro.

Dicen que la Égloga de Garcilaso es pagana en su inspiración, y la estancia que traje también. ¿Por qué? ¿Por la mención del ‘tercer cielo’ de los antiguos? Pamplinas de eruditos. En todo caso, será tan pagana como la segunda carta a los de Corinto, donde san Pablo les cuenta haberle ocurrido otro tanto y con las mismas palabras.

Así que, al final, qué puedo decir: Garcilaso me sabe más bien cristiano en su aspiración de andar a sus anchas con todos sus amores, pero allá.

Allá era, mi estimado Orfeo, no acá. Acá las cosas son diferentes. Maravillosas y espléndidas, con todo. ¿Cómo no? Y de tan espléndidas, uno las retiene y se demora. Y es capaz de bajar al Averno para regresarlas, apenas vestido de muerto, fingiendo morir. Y hasta es capaz de terminar haciendo de su vida un infierno, si cuadra, no sólo por tratar de conservarlas y retenerlas, sino por haber fracasado en el intento.

No es igual querer morir para llegar al cielo que querer morir por no haber podido retener el cielo.

En ese punto, Garcilaso me resulta más próximo al muero porque no muero teresiano, con su ¿por qué de mí te olvidas y no pides que se apresure el tiempo en que este velo rompa del cuerpo y verme libre pueda?

El caso es que Orfeo, según el mito, terminó a los golpes con el mundo, con el que tantas cosas hizo y con el que tanto comercio tuvo y al que tanto amó. En alguna de las versiones clásicas fue despedazado por la Ménades o por los tracios a secas, en algunas otras. Cosas espantosas se dicen del final de Orfeo por allí. Para algunos, el inventor de tantas cosas, entre ellas le atribuyen la cítara y una lira de nueve cuerdas, parece también como un emblema del punto humano en el que se cruza –se junta, se separa- el culto a Dionisos y el de Apolo, divinidades a las que Orfeo sirvió consecutivamente, con lo que ello implica simbólicamente. Por eso dicen que las salvajes Ménades dionisíacas le cobraron caro su desprecio por su patrono, al irse con Apolo. Hay quienes dicen que se volvió misógino al perder a Eurídice y que fue eso lo que le hicieron pagar; puede ser, después de todo y su salvaje femineidad, las Ménades son mujeres.

Además de señalar sus nuevas costumbres de misógino, también dicen que se apartó de la sociedad de los hombres y dejó de hacer música. Y que cuando se la pidieron, merced a su fama, se burló de ellos, furioso, rompió su instrumento enardecido y cantó cosas espantosas. De allí que algunas versiones del mito le adjudican a los tracios a secas la muerte de Orfeo, a quien, en vez de abuchearlo, simplemente lo trucidaron.

Pero.

El ciprés batalla al viento de la tarde con sus ramas de un verde que no parece de este mundo. Los zorzales de la mañana hace rato dejaron sus cantos y se apresta el turno tarde para recibir a las sombras. Y lo bien que hacen.

Me pongo a ver entonces la música de Orfeo. No puedo avanzar demasiado por esa vereda. No como músico porque no soy músico. No tengo imaginación para ponerle un traje musical.

Y, entonces, me gana otra idea: ¿cómo habrá sido la música aquella que tanto conmovió a los dioses que le franquearon el engañoso descenso y el más nefasto ascenso? ¿De qué estaría hecha, qué sonaría en ella? ¿Cómo podrá ser la pena hecha música, capaz de conmover a un dios, si en verdad la divinidad se conmovió, cosa que algunos ponen en duda y hablan sencillamente de una trampa? ¿Qué es eso que aplacó demonios y tormentos en el abismo?

Hay, por su parte, quienes sostienen que a los dioses les cayó mal la debilidad –romántica, diríamos hoy- de este Orfeo desolado y que por eso mismo lo castigaron en su misma ansiedad de querer recuperar aquello por lo que debería haber dado la vida. Así aparece en El Banquete platónico, por ejemplo. Tal vez, muerto de veras, Orfeo se habría unido a Eurídice, cosa extremosa, aunque en algo parecida a la queja de Garcilaso. Incluso podría haber pedido morir en lugar de su tan amada, como le hubiera gustado a Platón.

No puedo evitar sentir alguna simpatía por Orfeo poeta y músico, el amansador de fieras y piedras y trasgos, el civilizador de hombres, dice el mito, a fuerza de donar belleza con la poesía y la música que heredó de su madre la musa Calíope, y con la lira de Apolo.

Haber tañido y cantado melodías que figuran o hacen ríos, forestas y montes y mares no es poca cosa. No es poco para un hombre.

Es tan complejo el mundo de Orfeo. Tan vasta su raíz, tan enmarañada, además. Si no fuera que el asunto se abriría en cientos de caminos, diría que entre Prometeo y Orfeo hay más de un punto de contacto. Al menos, ambas son figuras agridulces y sus finales son de espanto.

Pasó la tarde.

Con el último oeste, ando mirando el penacho ya francamente dorado del ciprés vecino que hizo guardia mientras yo viajaba por el sur surero y por la Tracia y el Hades.

Claro que se pudo hacer ambas cosas: los papeles de otros y los otros papeles. Pero me quedó la música.

Fueron apareciendo melodías y voces que recordé imaginando cómo conmover a los mismos infiernos, si viene al caso. Es probable que algunas suenen parecido. O podrían. No lo sé. Veremos.