miércoles, 10 de diciembre de 2008

Para el pueblo, lo que es del pueblo (II)

Es que el orden mediático es el lugar por excelencia por donde el capitalismo ha logrado entrar a las casas junto a los electrodomésticos, el horóscopo, el pronóstico de tiempo. Es decir, junto a aquellas cosas que “nos hacen felices” o que nos “deberían” hacer tal como nos augura este mundo mercantil y hedonista. “Satisfacción inmediata” es el paradigma de la felicidad actual. Felicidad “puertas adentro” promocionando el goce de determinados “bienes”, sustrayéndonos del lazo social con su fin autoerótico. Las propagandas –signos, noticias– nos traen entonces junto a su promesa de goce un mundo amarrado al bienestar de un cuerpo enajenado, des-subjetivizado y autómata, unido y despegado a la vez como esos dibujitos horrendos que ven los pibes. A esta felicidad estupidizante que por momentos los “mercaderes de la angustia” (al decir de A. Zaiat) logran desestabilizar con sus alertas “rojos” haciéndonos temer la perdida de una supuesta completud, sólo podemos oponer la palabra. Palabra que no se agota en sí misma sino que enlazada a otra y a otra en su función simbólica pueda producir una fisura al discurso hegemónico, apostando a la aparición de un sujeto social, crítico y responsable, enlazado con otros en una nueva trama significante.
Interesante, claro que sí. Muy interesante. Aunque a esta descripción le sobren y falten la misma cantidad de enormidades.
En abril de este año el Gobierno sorprendió cuando se reunió con las organizaciones de la Coalición por una Radiodifusión Democrática, y anunció que se iba a impulsar una ley que reemplazara al decreto-ley 22.285 de la dictadura. La expectativa de muchas organizaciones y comunicadores que luchan hace años por un nuevo modelo de comunicación crecía. Más aún, cuando desde el propio Gobierno se aseguraba (y todavía lo hace) que los “21 Puntos por el Derecho a la Comunicación” presentados en 2004 iban a ser la columna del proyecto oficial. “En junio ingresa al Congreso”, se prometió extraoficialmente cuando el conflicto con la patronal del campo estaba en su punto más candente. “El 9 de julio se anuncia”, trascendió después. “En agosto”, dijeron cuando las retenciones a las exportaciones no eran el problema principal. “Antes de fin de año”, aventuraron más tarde. Pasaron la derogación de la Resolución 125, la estatización de Aerolíneas Argentinas y Austral, la “movilidad jubilatoria”, la eliminación de las AFJP y la Ley de Radiodifusión sigue siendo una deuda. ¿No se podían haber discutido mejor todos esos temas, de importancia para el país, con una ley de radiodifusión plural y democrática?
Esta otra no tanto, ve. No tanto. Más embarrada, menos interesante, aunque gráfica, sí.

Nítida asaz la necesidad. Demasiado ‘militante’, transparente en su reclamo de las herramientas, amenazante, un verdadero ‘apriete’ por izquierda para que el gobierno progresista se progresistice ya y de una vez en los ejes, cumpla, dignifique el discurso...

Muy bien, capisco...

Pero no se me enoje, amigazo, si vuelvo a preguntarle: ¿realmente usted les cree? ¿De veras usted cree que todo ese circo y esa sanata son importantes así como lo dicen? ¿No le parece que lo que estos tipos chillan es el negocio? ¿No le parece que lo que quieren es la viyuya? ¿No es -como corresponde a cualquier materialismo- una cuestión de la propiedad de los medios de producción? ¿No le parece que lo dicen es que los discursos y las imágenes y esas cosas son un producto y que lo que ellos quieren es tomar la fábrica de discursos y de imágenes, como si no tuvieran ya una parva de fábricas de esas cosas, pero las quieren todas o dictar la ley que las rija a todas? ¿No son un ‘jugador’ más del mercado? Y más, ¿no quieren ser los árbitros del tráfico de esas mercancías?

Vea, mi estimado: sí y no. Ni por un momento dejo de pensar que sean voraces y tengan ganas de tener lo que otros tienen. Que sean ambiciosos y envidiosos, igual que sus supuestos opuestos. Quieren la tarasca, sí señor. No la desprecian, para nada. Y la quieren rápido. Y quieren ser ellos los que repartan. Sí, claro que sí. Pero. No es lo único que quieren. Ni ellos ni los otros. Ni nadie que se ocupe del asunto, si vamos al caso, lo supiere o no. Y déjeme que le ponga un solo ejemplo de por qué la cuestión es capital.
Si el hombre es infinitamente más sociable que las abejas y que todos los demás animales que viven en grey, es evidentemente, como he dicho muchas veces, porque la naturaleza no hace nada en vano. Pues bien, ella concede la palabra al hombre exclusivamente. Es verdad que la voz puede realmente expresar la alegría y el dolor, y así no les falta a los demás animales, porque su organización les permite sentir estas dos afecciones, y comunicárselas entre sí; pero la palabra ha sido concedida para expresar el bien y el mal, y por consiguiente lo justo y lo injusto, y el hombre tiene esto de especial entre todos los animales: que sólo él percibe el bien y el mal, lo justo y lo injusto, y todos los sentimientos del mismo orden, cuya asociación constituye precisamente la familia y el Estado.
¿Sabe quién dijo eso? ¿Sabe qué significa?

Está en el capítulo primero del primero de los ocho libros de la Política de Aristóteles.

Y significa que hay en la finalidad del lenguaje humano algo asociado a la naturaleza política del hombre. Que pueda conocer y expresar el bien y el mal, lo justo y lo injusto, y todo lo demás del mismo orden, es lo que le permite al hombre vivir políticamente, en sociedad, en comunidad. Y eso puede hacerlo principalmente con la palabra. Y esa palabra es exclusiva del hombre entre las criaturas que andan por el mundo.

Sólo él habla, sólo él hace ciudades y las hace porque habla, y habla para hacer ciudades, que no quiere decir que no pueda hablar por otras causas.

La política no se agota en el valor y el sentido político de la palabra humana. Pero sin la palabra humana no hay polis, ni arte de lo que se refiere a la polis.

Tienen razón estos muchachos, lo sepan o no. No quieren sólo los mangos: quieren la palabra, porque quieren la polis.

Y no tienen razón los que ni se ocupan ni se dan cuenta de eso. Y creo que más pior es en el caso de los que, si acaso, sí se dan cuenta y da lo mismo que hagan o no hagan algo. Y no porque no sepan de palabras sino porque, aunque usen la palabra, no saben de política. O no quieren saber. O mejor me callo.

Digo yo, y por ahí me equivoco. Aunque no creo.