martes, 23 de diciembre de 2008

Calor (VIII)

Viera usted.

Caminé la ciudad en estos días de calor sin lluvia (recién el sábado atisbó, medio desganada; malhaya y mi hartura de polvo de verano...)) Tuve que.

El viernes, por ejemplo, entre canículas de media tarde, ‘hice’ la calle de la Reconquista de punta a punta, que ahora está sólo para andar de a pie, casi toda.

Siempre me pasa lo mismo: voy llegando al Bajo y por las cañadas de calles y avenidas se cuela un viento como de mar, como de río, intenso, de vigor.

Y siento la nostalgia de los elfos unos minutos, con el viento en las fauces y en el corazón, camino del mar. Me paro en el cruce de las calles y el viento azota como a un mástil de barco. Hasta que el barullo de los viandantes me vuelve a las marchas gregarias y anodinas de los que cruzan calles como hormigas, hollando gravas de plazas, veredas de hoteles y de bancos. Compran y venden por estos días, trajinan alocados. Una pena de vida, vea...

Y lo que son estos días.

El calor seco y pesado que hace juego con el mundo de estos días.

Al fin, me dice el homónimo de viaje, su aventura fue un fiasco.

Pero sólo en parte, seamos justos. Y en parte, no. A mi gusto al menos, que no al suyo, se ve.

Es verdad que prometía aquel viaje por Sicilia que arrancó hace un tiempo con otros calores iguales. Era todo un asunto. Y aquel monasterio del oeste, alto en su promontorio de Erice, y su historia. Sí, piedras. Pero piedras con sentido. Tanto como los caminos que me cuenta que hizo, secos y polvorientos también ellos, como verdes o recios, para llegar de una punta a la otra de la isla. Aquellos olivares de la costa, llegando por el sur a Sant’Agata di Militello o los naranjales de la Piana di Catania y las tardes de vino blanco y piscifritti de paso, casi de camino, al sur de Brucoli; o Canicatti, Lercara, por el centro de la isla magna...

Vio todo lo más que hubo, dice. Guardó todo en el corazón, dice. Caminó la mar de tierras y sierras y valles. Hizo lo que quiso, en realidad. Lo que quiere. Y dice que ya me contará lo que ya sé. Y sé que callará lo que ya sé.

Hizo lo que pudo, dice. No le creo. Hizo de las suyas. A su aire. Y todo, pensará él me imagino, porque el buen fraile aquel, apenas si le marcó un mapa con esto y aquello. Y lo dejó a mitad camino, allá, rumbo a Erice, precisamente y tan luego, cerca de Palermo.

No sé. El caso es que, dice, un día, como quien deja atrás su Arcadia, saltó el mar, eólico y tirreno, y se zambulló en las islas del norte. Hasta Lipari, con cierto donaire de turista; de allí, a boyar con los lugareños y pescadores y baqueanos para arreglárselas como bien pudiera. En una semana vio casi todas: Salina, Filicudi, Panarea.

En unas letras apuradas, entre barcos y trenes, entre mulos y tabernas, me dice que piensa que estará para Navidad en Belén. Se lo nota cansado.

Bien podría ser. Quién sabe.

Del otro lado del mundo, calor de por medio, mientras camino las calles de este Buenos Aires de babel, me acuerdo de aquellos versos de otro fraile, pero franciscano, Antonio Vallejo, buen poeta.

Los conocí en una antología que hizo el insigne tucumano hace ya unos más de 40 años. Me acuerdo ahora, también, de otros versos de oro que trae, de Dimas Antuña, en una Oda de Navidad a Buenos Aires.

Los de Vallejo los revivieron hace poco unos entusiastas hablando de bueyes perdidos. Lo bien que hicieron. Siempre me impresionaron y fatigaba a los alumnos, años ha, con esos trazos gozosos y dolientes de la Ciudad Cristiana, que así se llamaba el poema.

En una imagen, que creo vale por todo, Vallejo dice que la piedra espera los ojos que la miren para revivir sus misterios y glorias:
Como un cielo estrellado sobre un abismo ciego
el populoso muro esperaba, paciente,
la intención de un ojos que encendieran el fuego
de su tácita vida,
y cuando los arrobos del arte imaginaria
–trazos de clara sombra y de luz escondida,
formas de la razón y cifras del afecto
celestial– descubrieron de nuevo amanecida
en mis ojos la llama del antiguo arquitecto,
animaron la piedra milenaria,
trocándola en lección, alabanza y plegaria.
Y eso, y más que eso, se me hace la ciudad en estos días. Y el mundo, digamos así, como la Sicilia del homónimo.

Está la ciudad, claro. Y están las piedras, no cualquiera de sus piedras, las piedras del misterio, de la alabanza y los Gloria.

¿Y los ojos?