viernes, 16 de mayo de 2008

Gauchola

Me fui una semana. Cosas que hacer; pero, por suertes que uno tiene, cosas que hacer en lugares a los que no hay modo de olvidar y no hay modo de no volver.

Como todo en la vida, como todo lo sujeto al tiempo sublunar: las cosas de este mundo -por amadas y amables que sean- son tiempo de alguna manera y cambian, pasan de una cosa a otra, crecen, o se desnaturalizan, mutan en peor. O en mejor, aunque las menos veces, me parece.

El pueblito, lejos, bien lejos, bien al sur, es uno de mis amores en esta tierra. Amor arbitrario, diría, y creo que por ambas partes. Nos vemos poco, unas pocas veces en los últimos casi diez años. Pero eso no le hace. Esa presunta arbitrariedad de que el tiempo y las cosas me dejen en las calles de aquel pueblo de tanto en vez, tiene su sabor.

Y allí estaba ahora, cerecido un poco más. Distinto, cambiado. Para mejor lo menos, en algunas cosas exteriores, más vistosas, más moderno, más prolijo por razones no tan buenas. No tanto que no fuera él mismo todavía, aunque ya con trazas de que en algún tiempo más bien pueda pasar que ande por allí sin saber que es él, como no fuera porque seguiré sabiendo que en el medio de la nada seguirá estando allí, inconfundibles y precisas su latitud y longitud en el espacio, aunque el tiempo y las gentes ya habrán hecho de él algo tan distinto que no será él sino lo que vino a ser.

Así fue esta vez: andando las calles, hablando con gentes, todavía queda el rastro del lugar de campo que fue, en una tierra que en realidad no tiene campo, porque es más bien desierto. Ovejas y poco más. Pero campo es y gente campera tiene. Todavía, aunque ya como fósiles casi, diría más bien.

Sin embargo, no era lo que tenía de campirano lo que me gustaba y me gusta. Es su lugar en el cosmos, en todo caso. Y algo de su historia, vista como un símbolo lejano pero poderoso, incluso por lo que tiene de símbolo lejano e invisible visto desde Buenos Aires. Y están sus vientos y sus fríos. Y sus costas de acantilados de meseta barrida y vacía de todo menos de algunas pocas gentes. Y ese mar que no quiere conversar con el hombre con un clericó de por medio, bajo una sombrilla rayada, con protector solar de escudo y pelotapaletas playeras como armas. No. Ese mar tiene el ceño de los mares del sur. Ríe poco, habla poco. Bastante más viril que otros mares, mejor plantado, más confiable. Allí la gente llega del mar o se ahoga en el mar cuando y porque sale a desafiarlo, no como en otros mares a los que se los trata confianzudamente como si fueran un compañón de escuela secundaria en una fiesta de egresados. Es un mar de una sola palabra para gente de pocas palabras. Como la tierra que hay costa adentro. Un matrimonio austero el de ese mar y esa tierra.

Y está la gente, claro. Dura. Hecha a esa dureza. Y cálida a la vez, aunque no parezca.

En los años que llevo viendo aquellas tierras, siempre veo lo mismo: hay un alma que falta allí. Un alma que no llegó a prender del todo, si alguna vez la sembraron las sangres y los huesos de los pioneros o de los misioneros sembrados en esa tierra y en esos lagos y mares. Ellos están, claro. Y creo que, quieras que no, están su sangre y sus huesos para germinar tal vez, todavía, algún día. O están allí, sin lucir, sostendiendo algo que no luce, pero que si no estuviera, se notaría mucho más que falta. Ellos quedaron allí, en los nombres, al menos. Cada vez menos en la mención vaga de la referencia, del hito, de la misión, del sentido. Siguen siendo nombres de calles, de lagos y de departamentos y regiones. Pero nombres. Y ya decía con razón Platón que la verdad no está en los nombres sino en las cosas. De modo que solamente hay verdad en los nombres cuando en ellos hay mucha cosa nombrada. Sin eso, podrá haber mucho nombre. Pero no habrá mucha verdad.

Alguna vez dije que a la Patagonia le faltan monasterios y que le faltaron, le faltaron: eso es seguro. Lo digo otra vez.

Pero lo digo más ahora que antes. Ahora que veo que el alma que le falta está siendo como reemplazada por otra cosa: una como alma de libro, un alma que respira con un pulmón de papeles y palabras. Ahora vi cómo se hacen experimentos sociales allí, con una intensidad que impresiona, con una profundidad llamativa. Hay todo un experimento social y cultural en marcha, silencioso y palabrero a la vez. Una jerga que es más que una jerga, pero que repta como jerga en papeles, proyectos, planes, discursos, libros, informes. Y que va guiando la mano que hace informes de consultorías, planes de evangelización o la que firma resoluciones y legislaciones, y que, lamentablemente, se vuelve más y más habla cotidiana. Hasta del hombre de campo o del hombre de a pie. Una cosa viscosa y confusa, una cosa deforme y multiforme, que repta y trepa parásita por las intenciones y las miradas, por los discursos y los análisis, que se pone entre los ojos y la realidad para ver de otro modo y hablar de otro modo. Una mirada 'crítica', diría pedantemente un culturoso. Pero eso es, en definitiva: un colador (eso es crinein: colar) que a medida que hace pasar las cosas de un lado a otro las deforma, las tiñe, las regenera, las 'construye'.

Y así aparece una cosa que se vuelve real a fuerza de ser dicha. La verdad está en las cosas, claro. Pero hay verdades que no son verdades y que reemplazan a las cosas cuando se dicen una y otra vez hasta que quedan en el lugar de las cosas. Y ya no solamente le han cambiado el nombre a la cosa. La han hecho otra.

No está solamente allí ese colador, esa 'construcción'. Eso lo sé. Lo veo, lo oigo y lo leo en todas partes: desde los documentos de la ONU hasta el sermón del domingo, desde los discursos políticos hasta las revistas universitarias, desde los apuntes de Sociedad y Estado de la UBA hasta los boletines de los grupos juveniles parroquiales.

Allá, es verdad, suena de un modo distinto, porque allí suenan pocas palabras: hay poca gente, mucha tierra y mar y viento. Por eso suena distinto. Y peor.

Tranquilo, escrutador, tranquilo: no es cosa de andar idealizando, eso lo sé.

Sé que aquellos lares están hechos de capas y capas de muchas gentes tristes y muchas de ellas frustradas, sedimentos de exenos de todas partes de la tierra y del país, que en todo caso no fueron yendo a algún lugar sino escapando de alguna parte, incluso de algunas partes de sí que se llevaron consigo y que allí están ahora porque ellos están allí y que ahora son también un poco parte de aquella tierra y del aire de aquellos lares. Sí, eso lo sé bien. Lo conozco muy bien. Pero siempre he dicho que el esfuerzo que significa persisitir allí, es como una compensación. El que persiste allí se ve como moldeado por el viento, que no solamente le da formas a las piedras y a la tierra. También le hace algo al corazón, sin que uno lo sepa o quiera. Y de tal suerte que lo primero que parece limar venteando y venteando el viento es la mezquindad y la pusilanimidad, si acaso las tuviera o las llevara consigo.

Es lugar de gente sola, más bien, eso sí. Pero no de gente egoísta. No se puede del todo. El viento no te deja. El frío no te deja.


A la mitad de la calle principal del pueblo, entre el desierto y el mar, hay un boliche nuevo, bastante simpático. Una casa vieja, no de las de chapa doble y madera, que son las típicas del lugar. Es una casa grande, de material, como de principios del siglo XX, medio estilo italiano, alta, de ventanas y puertas altas. Se toma algo allí, se come (comí pizza, en un almuerzo, no había mucho más), con un poco pinta de pub (botellas whiskies, de cervezas raras...), un poco ambientado a la nueva moda retronacional (guardas pampas, ponchos latinoamericanos...)

En las paredes, como se ve en otras partes, hay enmarcadas publicidades de cosas viejas argentinas. Y de cosas viejas en la Argentina.

Como el Gauchola de la foto.


No me escandaliza, vea. No soy de esa laya. No se me da por arrancar con un discurso de escándalo e indignación. Me quedo mirándolo, más bien. Quiero entender qué significa, de dónde sale, con qué se ha hecho. Con qué intención, para hacer qué, decir qué, para que pase qué. El dictamen es lo que es, de todos modos, y de allí se sigue toda la lamentación, toda la furia o su hermana la tristeza que haya para dar. Lo que no me sale hacer es indignarme por las dudas, indignarme por obediencia partidaria. Indignarme para complacer al Gran Animal, de derecha o de izquierda, que vigila todo el tiempo para ver si uno está a la altura. Si al final de cuentas con eso uno puede contar: la primera impresión no es inocente, de todas maneras. Viene con su guarnición.

Infeliz el nabo que piensa que su mirada es incolora, inodora e insípida, de modo que puede darse el lujo de ser un pescado frío y ascéptico; nabo que cree que la única forma de mirar como la gente es la de quien no tiene no solamente ojos, sino que no tiene ni oído, ni tacto, ni olfato, ni gusto. Nabos sin corazón, al fin de cuentas, porque si de algo están seguras las cosas es de que pueden contar con nuestra receptividad, pueden contar con que harán mella en nosotros y eso esperan ansiosas; como esperan y saben que esa mella será moldeada a su vez por nosotros, que para entenderlas en sinfonía debemos agregarle algo y de ese modo hacerlas sonar armónicamente con todo el universo, como saben que ese algo incluye nuestros afectos y nuestras concepciones de las cosas.

Infeliz este nabo sin sangre ni empatías, como infeliz el otro nabo que cree que sin su mirada crítica las cosas no son nada por sí mismas y él se puede dar el lujo de construirlas con su hermenéutica envasada, criterios de plástico para consumo de nabos suficientes, petulantes y condescendientes, que creen tener la llave de oro de todo, porque creen haber descubierto que todo es historia, que todo es lo que hagamos de ello, que todo es movimiento: nabos caminantes, nabos falsamente peregrinos que no van a ninguna parte porque no creen que haya algo al final, sino que lo que importa es caminar, andar, construir.


Y ahí están ahora. Allí los he visto pululantes y andariegos, infatigables, llevando sus palabras y esquemas de gabinete, nabos como mormones peregrinos, predicantes de jerga, de dos en dos por la estepa.


Desde hace algunos añitos, los constructivistas y otras tribus palabreras se lavan los dientes a la mañana y a la noche con su jerga de 'construir un espacio de ciudadanía social participativo y plural que nos contenga y que en un punto sea...' y cosas así. Y por eso tienen en la boca ese aliento mentolado después. Aliento a jerga. Y no abren la boca sino con ese aliento y no abren la boca sin haberse lavado los dientes concienzudamente con esas voces.

Miro la imagen del Gauchola, otra vez. Si es verdad que es auténtica y es tan vieja como parece -confieso que no la había visto antes-, me doy cuenta de que la pasta de dientes cambió la fórmula, pero tiene la misma intención y busca lo mismo.

Que lo haga Coca Cola o Flacso, me da igual. Que lo haga Bush o Chávez, me da igual. Que lo haga D'Elía o Blumberg, me da igual.

Porque no hace diferencia: una palabra, un signo, algo que se ponga en lugar de las cosas hasta que estas cosas desaparezcan o, lo que es peor, hasta que se deformen de tal modo que se vuelvan irreconocibles.


Y eso no es todo. Pero por ahora sí.