viernes, 21 de marzo de 2008

Pascua temprana

A principios de febrero, mate va y viene, muy de mañana charlábamos con mi madre, cerca del mar. Hablábamos de los tres temas habituales entre nosotros, en este orden: plantas, historia de la familia y religión. Y de esto último, poco, porque hay una especie de código familiar que obliga, más que a las palabras, a las señas y los signos en algunos asuntos. Hay sí un cuarto tema, cómo no: las recetas de cocina.

El caso es que la vieja arrancó por los agapantos que crecen como plaga en la costa y su color celeste, casi lila. Se había enamorado viéndolos por todas partes. Me decía que algunos los llaman "flores de navidad" por la fecha en que florecen en el campo y le llamaba la atención que hubiera tantos florecidos a esa altura por allá. Venía a cuento también porque nos cayó el Miercoles de Ceniza en esos días y le contaba yo de unos árboles que suelo ver en México que llaman "de Cuaresma", por lo mismo: un color como azul-morado de la flor que aparece para febrero. De allí pasamos a una discusión sobre un posible álamo de los que llaman Mussolini que estaba plantado alrededor de la casa y en la vereda (y yo que sí era, y ella que no era...) De donde fuimos a dar al tiempo que viene haciendo y qué le pasa a las plantas, y la seca y el crecimiento errático y desproporcionado de árboles y flores. Y cómo se siembra esto y cómo se poda aquello, y así. Ella enseña -habla, más bien- y yo anoto. Se morirá un día, que grande ya es, y pasará aquello que, en frase de otro, repetía Atahualpa: cada viejo que se nos muere es una biblioteca que se nos va pa'l olvido.

El eslabón con el capítulo de las historias familiares -que fue larguísimo y muy simpático- fue apenas un comentario.

ver

-Mi abuela Ángela, que era de Abruzzo, decía algo en dialecto que ahora no me acuerdo cómo sonaba, pero que quería decir que cuando la Pascua venía temprana, había que esperar algunos desastres...

-¿Qué? ¿Como si dijeras: "Con Pascua temprana, vienen macanas..."?, dije floreándome de módico verseador refranero, pero inmediatamente arrepentido porque hubiera sido mejor revolver en su baúl para ver si se acordaba del dictum.

- Y sí..., algo así. Pero en dialecto sonaba de otro modo, parecía como una amenaza..., pero ya no me acuerdo...

-¿Una profecía?

-Más o menos... Ellos decían que cuando la Pascua venía muy temprano había que esperar cosas raras y más bien duras, por ejemplo sequías (eso en el campo importa mucho...), animales que se morían, y cosas familiares, o terremotos, tormentas grandes, o guerras y pestes..., esas cosas...
Lo dijo al pasar. Pero me quedó repicando hasta ahora. Por cierto que me di cuenta de que no era frecuente una Pascua tan temprana. Y de hecho históricamente no lo es. A qué se refería mi bisabuela con el refrán en dialecto, no lo sé. Y de dónde salió el refrán, cómo lo sabía y por qué lo usaban, menos.

Me puse a ver. Y terminé viendo cálculos, historias, estadísticas, ciclos del sol y de la luna, los paganos, Arlés, el Concilio de Nicea, el calendario de Julio y aquel de Gregorio del siglo XVI, precisamente modificado para que la fiesta móvil de la Pascua no cayera a principios de marzo, como cayó un año de aquellos años.

Así, yendo por estas vías, creo que este año por primera vez pude ponerme a ver con los ojos y el corazón -diría, si no sonara cursi- ese asunto de la primera luna llena posterior al equinoccio. No sé si la habré visto antes. Esta vez sé que la vi en relación con la Pascua, tratando de imaginarme a qué se refieren todos esos cálculos que obligan a medir y mirar el cielo y la tierra para celebrar una fiesta grande, de la que depende todo el año. Y, en realidad, toda la vida.

Cómo todo el año mide distinto cuando se mide por fiestas, es algo que ya sabía; quiero decir que lo había leido, lo había estudiado y hasta enseñado en las clases, que no es para nada lo mismo que saberlo. Como conocía que están aquellos arrestos de legislador universal que le dan al hombre cuando hace de jalonador de los tiempos, poniéndole hitos cívicos, algunos hasta perversos. A veces para suplantar -sepultar, hay que decir- el tiempo humano preñado de tiempo divino. Siempre, sin embargo, confiando en que al jalonar establece, enseña, muestra, moldea la mirada y el corazón. No, eso no se puede evitar. Uno puede ponerle a una calle Don Bosco o Che Guevara: la razón para hacerlo es idéntica y el resultado parecido: habitualmente eso 'hace vida'. Y para eso se hace.

Sin embargo, parece que una cosa es disfrazarse de antiguo y hablar en lenguas muertas y pasadas por el rebozo de los días de la historia hasta hacérsenos familiares pero irreconocibles, y otra cosa es saber de qué trata el asunto del que se habla, e incluso saber por qué hay que hacerlo o decirlo así. Ver y pensar lo que veían, saber lo que sabían; sentir qué tiempo era, cómo, por qué, para qué; cosechas y florecimientos, inviernos y calores, nacimientos, bodas y muertes; labores y banquetes medidos mirando el aire, mirando el cielo, el sol, las estrellas, la luna, la tierra en ascuas, o reseca y helada, los brotes, las hojas secas.

Imposible. Nuestro modo de mirar las cosas, creo haber notado, por buena intención y mejor doctrina de las que uno blasone, nos impide hacer lo que hacían los antiguos. No digo que sea imposible. Ni digo que pueda ser repetible lo mismo automáticamente, lo cual podría dolerse de automatismos y mecanicismos que podrían tener cara de tradición. Cara, nomás. Pero si acaso hacemos lo mismo, resulta de tan otro modo que parecemos extranjeros hablando una lengua incomprensible. Pronunciando, más que hablando, una jerga que sonará bien en el mejor de los casos, pulida, con dicción perfecta en el mejor de los casos, pero casi por completo ininteligible para los que pronunciamos, casi sin hablar, esa lengua de misterios. Es como si tuviéramos el diccionario, la gramática, la sintaxis, pero no supiéramos traducir. O supiéramos traducir, peor aún, y lo que no entendemos es nuestra propia lengua: qué quiere decir en nuestra lengua lo que hemos traducido. Es como si no tuviéramos los mismos ojos, el mismo corazón, la misma cabeza. Hombres distintos, inconciliables, diría.

Claro, es más fácil decir algo que saber de qué se trata lo que acabamos de pronunciar, qué quiere decir, de dónde vienen las palabras que decimos.

Los mismos formulismos se me hicieron chocantes a primera vista, cuando me puse a ver cómo se hacen las cuentas y como se proyectan, sobre el tiempo y el cielo, para saber qué día caerá la Pascua en 2070 y pico o en un año determinado del siglo XXV. Uno de los cálculos, por ejemplo, me mostraba con qué frecuencia estadística habría Pascuas tempranas o tardías entre el año 1600 y el 3000...

Parece más matemática que liturgia, parece más teorema que teología. Y puede que para algunos lo sea, aunque no sepan -como yo- ni jota de números. Pero no lo es, no del todo, al menos. Me pareció ver al final que había algo más y había algo mejor en esa pretensión de fijar, de medir, de acompasar el tiempo humano con los tiempos divinos. Aunque para el siglo XVI esa intención ya estuviera inficionada de más medida que sentido, de más extensión que altura y profundidad.

Y entonces me di cuenta de que mi bisabuela no tuvo mucha ocasión de ver tanta Pascua temprana, en el curso de su vida; si acaso una que dicen que fue creo que en 1913 -antes de la Gran Guerra y de lo que eso significó, sí...- y que es la anterior a ésta de ahora, también casi al límite del tiempo canónico entre el 22 de marzo y el 25 de abril. Y pensé quién pudo haber tenido ocasión de ver tantas Pascuas tempraneras como para que el refrán siguiera vivo y operante, siendo que es cosa que no suele pasar.

Y esa es otra en mi contra: el refrán me llega por mi madre que no vio la Pascua temprana anterior y a ella por su bisabuela que vio una y no más. Y acá estoy yo que no lo conocía, en absoluto, y no importa si lo que dice el refrán es verdadero a rajatabla, sino que haya un refrán para eso.

Tal vez alguno dirá que, precisamente, eso se arregla hablando con la madre menos de plantas, familia y cocina y más de religión.

No creo.

En primer lugar, dije que hablamos poco de religión. Pero poco y malo no son sinónimos, aunque algunos crean que mucho y bueno sí lo son. Pero, en segundo lugar y en todo caso, estoy diciendo exactamente lo opuesto.

Hubo un tiempo en que hablar de plantas y de religión no era muy distinto, o al menos hacía pendant. Ni cocina y liturgia eran contradictorios o ajenos. Ni Dios y las tormentas. Hubo un tiempo en que la gente sabía que el año iba de tal fiesta a tal otra y no del primero de enero al 31 de diciembre, y que se sembraba o se pescaba a partir de tal otra fiesta y se cosechaba o se salaba para tal otra. Como sabían que la torta pascualina original tenía 33 capas de hojaldre (en algunas partes de Italia todavía así se hace...), una por cada año de vida de Jesucristo, por meter un condimento peninsular.

Creo que es al revés, exactamente. Si me pongo a ver, creo que más bien la religión que me enseñaron me decía de chico cosas como eso de que esta planta se llama Cuaresma, por el color de las flores. O que a aquella paloma blanca le dicen "de la Virgen". O a través de tantos otros símbolos y de cosas como signos y flechas, que apuntan a algo que hasta no se alcanza a entender del todo, cosa que está bien al fin de cuentas porque sin Misterio no hay verdad. O como a través de algunos otros de estos mismos refranes inquietantes, que hacen ese matrimonio entre la liturgia y el tiempo y el cosmos y el año y el cielo, de un modo glorioso y terrible.

Nada de todo eso le servirá de argumento al que no quiera estudiar y saber las cosas que debe y puede, y que los cánones y los libros tan bien dicen, cuando dicen bien, claro.

Pero tal vez, de ese modo que digo que parece que hacían los antiguos, la religión -y junto con ella las artes y ciencias, además- era mucho más clara a todos los ojos del hombre, no solamente a los ojos que usa para leer tratados, y sutilezas y codicilos y rúbricas. Y así creo que se veían más cosas en todas las cosas, hasta sin saber del todo que se veían. Cosas que ahora parece que uno si quiere verlas tiene que leerlas en un manual o en un tomazo o en un tomito, con la ilusión de que porque las ve escritas las entiende. Y allí en los escritos las busca, en parte porque no las ve en otra parte, y no porque no estén.

Algo hemos perdido, es claro. Algo que no es fácil de rehacer y de restaurar. Y que dudo se pueda restaurar sólo con buenos libros o buenas recetas.

Creo que lo que se ha velado o perdido es algo que permitía entender mejor -aun sin saber del todo que se la entendía- aquella expresión magnífica de que Dios no descansa hasta que sea todo en todo. Que es además un magnífico plan y que tiene como centro y clave, temprana o no, a la Feliz Pascua.