jueves, 27 de marzo de 2008

Viento sur

Días atrás, durante la Cuaresma -la de este año y las de otros años-, he vuelto a preguntármelo, mirando sin mirar, sabiendo sin saber, lo que miro y sé de las liturgias y lo que creo que veo cuando veo a las gentes que participan de las liturgias y lo que hacen y dicen los celebrantes. Lo que uno se imagina que oyen los que oyen.

El mundo y las Pascuas. Los ritos y los días de los hombres.

Y me pasó que, retenido en la huella de las cosas de estas últimas horas, queriendo buscar las semillas de las cosas que pasan, y mientras picoteaba algunos otros asuntos ('picoteaba', dije, no 'piqueteaba'...), me encontré al pasar con unas citas que traían bajo el poncho algunas otras huellas, porque en todo hay algo, siempre.
ver

I
La Pascua del Señor es el motivo central de nuestra existencia como Iglesia. Si Cristo no hubiera resucitado, a lo mejor lo mencionaría algún documento del pasado, pero seguramente no hubiera tenido ninguna significación en la historia. Las culturas americana y europea serían totalmente diferentes, y también los otros continentes carecerían de lo que les proporcionó la modernidad, que se nutrió en los ideales evangélicos de la libertad y hermandad de todos los hombres.

La resurrección de Jesucristo produjo, primero, un cambio profundo en los apóstoles. Su testimonio, acreditado por muchos milagros y sellado por el martirio, fue lo que sembró la fe en Cristo y provocó el crecimiento constante de la Iglesia en todas partes. Somos herederos inmerecidos de una enorme labor evangelizadora. Gracias a esta tradición viva y permanente hemos recibido el bautismo, y fuimos incorporados en la Iglesia de Jesucristo. Somos hijos en el Hijo, quien nos liberó del pecado y nos sigue liberando, cada vez cuando con humildad acudimos a su misericordia. Jesús nos abrió el horizonte de un futuro esperanzador. Él ya venció al maligno quien trata de impresionarnos con el miedo a la muerte. Desde que Cristo resucitó, sabemos que Él nos está acompañando en nuestro viaje terrestre, y esperándonos cuando lleguemos al fin de esta peregrinación. Por eso, absolutamente nada puede quitarnos la esperanza y la alegría de vivir. Además, no estamos solos; como hermanos en la misma fe y compartiendo la vida en comunidad, nos acompañamos en las buenas y las malas. Nos pertenecemos el uno al otro. En esta comunión estamos unidos también con aquellos que ya nos han precedido y están más cerca del Señor. ¡Qué seguridad y paz nos da esta certeza!

Por eso, mis queridos hermanos, celebremos con alegría esta Fiesta, y trasmitamos el mensaje del Resucitado a nuestros familiares, amigos, vecinos y aún a la gente desconocida, invitándolos a participar en la vida de nuestras comunidades. Como discípulos hemos de ser misioneros; porque estos dos aspectos de nuestra condición de cristianos son, como decía nuestro Papa en Aparecida, como los dos lados de una misma medalla.

II
Un itinerario semejante sigue el cristiano que desea reeditar el encuentro con Cristo vivo y descubrirlo de nuevo en su real y actualísima presencia. Es preciso salir, correr, llegar, entrar; pero se trata de un movimiento espiritual que sacude la indiferencia, la rutina, la incapacidad sea inconsciente o sufrida, dolorosa, de comprender, de interpretar los signos que el Señor desliza en nuestra vida. Una palabra suya se insinúa en los sucesos fastos o nefastos, en el contacto con los que nos rodean a diario o en la súbita aparición de personas o circunstancias que derrumban todas las previsiones e imponen una decisión innovadora y arriesgada. Hace falta, sobre todo, saber mirar, aprender a ver. No se deberían descuidar las exigencias indicadas por San Atanasio: el valor de reconocer nuestros defectos con el propósito de superarlos y la lectura orante de la Sagrada Escritura, para meditar asiduamente, en la quietud del temor de Dios.

(...)

La renovación de la vida cristiana, que es posible augurar y debemos intentar en cada Pascua, puede producir capilarmente una renovación de las relaciones y estructuras temporales; la ciudadanía celestial es capaz de transformar a los ciudadanos de esta tierra si la fe y la caridad se hacen cultura, vida vivida, e impregnan poco a poco todas las articulaciones sociales. Entre las energías de la resurrección y un cambio que mejore al mundo se requiere una mediación: la de una cultura cristiana.

¿Cómo renunciar a este propósito, a esta ambición santa, en un pueblo que, a pesar de todo, está constituido, en su mayoría, por gente bautizada? Reconversión de los bautizados, creación o recreación de una cultura cristiana, recuperación de un país deshilachado, sin quicio y sin destino, como es la Argentina de hoy; he aquí un itinerario, un proyecto posible de carácter pascual. Como diría San Atanasio, la genuina celebración de la gran solemnidad.

(...)

Hay que reparar con urgencia los cimientos: reeducar a varias generaciones en los valores grandes, superiores; salvar a muchos jóvenes de hoy de la alienación del sinsentido; recuperar una civilidad activa, que no rehúse el compromiso político honesto, desinteresado, servicial; promover la concordia y despertar una pasión dormida por todo lo grande, noble y bello. No se obtendrá la justicia tan largamente anhelada atizando el odio, mientras la riqueza pasa a nuevas manos, siempre pocas, para frustración de los pobres, los de siempre y los nuevos, que no faltan.

La primera cita es casi íntegro un saludo pascual del obispo de Quilmes, monseñor Luis Stöckler. La segunda, son fragmentos de la homilía del Domingo de Pascua, del arzobispo de La Plata, monseñor Héctor Aguer.

Muy bien.

¿Y la pregunta, don...?

Creo que si uno se fija, en ambas piezas hay algo en común y más o menos explícito, más o menos latente, que precisamente coincide con la pregunta. Y que hasta cierto punto -quieras que no y no importa de dónde venga- o es una especie de respuesta a la vez, o es una especie de demarcación de los límites de la pregunta, lo que orienta de algún modo la respuesta.

De acuerdo, pero... ¿y la pregunta, buen hombre?

Me doy cuenta de que hay distintos modos de considerar la cuestión. Por una parte, uno sabe que las cosas tienen un orden dado y que en sí mismas, por lo mismo, tienen una jerarquía, diríamos ontológica. Por otro lado, sin embargo, uno sabe también que más allá de esa jerarquía propia, no siempre se puede elegir hacer primero lo más importante, sino que en ocasiones hay que hacer primero lo menos importante, lo subsidiario, la añadidura. Para que las cosas vuelvan a ordenarse, por ejemplo, según su ser. Y, precisamente pensando en lo más alto.

Me acuerdo ahora de que, no hace mucho tiempo, como algunas otras varias veces pasó, encontraron en la selva india a un muchacho que se había perdido cuando era poco más que un bebé. Criado por animales salvajes, tal vez cuadrúpedos o simios, al tipo de unos probables 14 ó 16 años cuando lo encontraron, hubo que enseñarle por lo pronto a pararse, ni que hablar de ponerlo en una cama o mesa, o usar las manos para comer. Murió no mucho después, sin que hubiese sido posible enseñarle a hablar. Lo estudiaron y entre las cosas que dicen haber descubierto es que las relaciones de las neuronas en su cuerpo calloso cerebral habían enlazado pocos axones, signo de que tenía poca actividad inteligente, lo cual -y por eso me interesé en el caso- atribuyeron a su casi nula actividad lingüística, es así que uno recuerda que el mismísimo Aristóteles decía que el hombre habla porque con el lenguaje puede volverse el zoon politikón que es por naturaleza.

Mire, mi amigo, perdóneme y no se me vaya a ofender, pero me cierran la panadería, ¿vio? y si no vuelvo a casa con medio kilo de miñones, la patrona se me subleva, ¿sabe?

Precisamente, y hablando de pan, creo que hay que cocinar un poco más este asunto. Medio crudo, sabe mal y cae peor.

Provisionalmente, y apurado, diría que la cuestión es si para tener una cultura, primero hay que tener culto, o si la falta de una cultura hace poco menos que imposible el culto. Como si uno dijera que para poder erigir y sostener un culto, uno debería hacerle mínimamente una cultura alrededor, o si el culto mismo es el que erige a su alrededor una cultura. O si lo hacen mutuamente y cómo y en qué orden y si las circunstancias de un tiempo determinado mueven la relación en un sentido u otro, de modo que en ocasiones haga falta tener mínimamente un hombre para poder volverlo un feligrés. Mundos naturales, mundos sobrenaturales.

No estoy precisando ahora ni culto ni cultura, me doy cuenta. Como parece claro también que estoy pensando en las relaciones entre la cultura por una parte y la religión por otra. Cultura que significa varias cosas no solamente libros, arte o ciencia; religión que ciertamente incluye liturgia y culto, sacramentos incluidos, además de teología, doctrina, moral.

Como también es verdad que la pregunta supone otra forma más de ver cuáles son los caminos de la tradición, cuando se la identifica con una civilización cristiana o con la vida cristiana, esa tradición de la que monseñor Stöckler dice que somos herederos inmerecidos y que debemos continuar, tal vez la misma que monseñor Aguer dice que hay que reparar y continuar.

Pero habrá que verlo en otro momento, porque este buen hombre tiene que ir a la panadería.

Tiene razón: Primum vivere.