jueves, 18 de enero de 2007

Cartoneando pelusitas

Una de las cosas que vi en estos tiempos fue este artículo que se intitula Mujer, varón frustrado, y otros absurdos que su autor, Enrique T. Bianchi, dizque escribiólo para La Nación. Dice allí también que es como si uno dijera secretario letrado de la Corte Suprema de Justicia de la Nación.

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El 7 de diciembre de 2006 se conoció un informe anual del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo que, redactado por un equipo de expertos árabes, hace de la promoción de las mujeres "una condición sine qua non del renacimiento árabe" y pide a los países del área que tomen medidas de "discriminación positiva" en favor de éstas. Después de analizar la situación en economía, educación y salud pública y de diferenciar según regiones y países del mundo árabe, estima que la religión musulmana no es responsable directa de la desigualdad, sino que los conflictos, las ocupaciones extranjeras, el terrorismo y la dominación de las sociedades por "fuerzas políticas conservadoras e inflexibles" que protegen "las culturas y valores masculinos" son los obstáculos para la liberación de las mujeres.

Sin embargo, el informe aboga por una revisión de la "jurisprudencia islámica", o sea, la interpretación del Corán, para que ésta tome más en cuenta la evolución de las sociedades.

Veamos algunos ejemplos de lo que decían eximios pensadores -llamados por eso "doctores de la Iglesia"- en el área que llamamos Occidente y en lo concerniente a la mujer. Nos permitirá apreciar cuál era el estado de cosas que nos antecedió. Todos ellos se inspiraban en el apóstol Pablo, que afirmaba, sin vueltas, la jerarquía entre los sexos: "Las mujeres deben respetar a su marido como al Señor, porque el varón es la cabeza de la mujer" (Ef. 5, 22/33); "Cristo es la cabeza del hombre, la cabeza de la mujer es el hombre" (1 Cor. 11, 3). San Agustín no dudaba: la mujer no es imagen de Dios. "Ella no lo es, porque le está prescripto cubrirse la cabeza, cosa prohibida al hombre porque él es imagen de Dios" (De Trinitate, XII, V, 5). El hombre, él sólo, representa a lo divino. La mujer, en cambio, solamente cuando está asociada a su marido (íd., XII, VII , 10). El varón es la ratio superior, la mujer la ratio inferior.

San Alberto Magno, introductor del aristotelismo: "La mujer es menos apta para la moralidad [que el varón] porque ella contiene más líquido que el varón y propiedad del líquido es la de recibir con facilidad y retener mal.[...] Cuando la mujer hace el acto sexual con un varón, desearía yacer en ese mismo instante bajo otro varón, si ello fuera posible. La mujer no tiene ni idea de lo que es la fidelidad. ¡Créeme! Si depositas tu fe en ella, te sentirás defraudado [...] sus sentimientos empujan a la mujer a todo lo malo, como la inteligencia mueve al hombre hacia todo lo bueno" (Quaestiones super de animalibus XV, q. 11).

Santo Tomás de Aquino, discípulo del anterior y el más grande filósofo y teólogo de la alta Escolástica, también seguía a Aristóteles y a su idea de que la mujer es un varón frustrado; sostenía que la mujer está en el mundo, no para complementar en general al varón -pues "para otras obras podían prestarle mejor ayuda los otros varones"- sino sólo para ayudarle en la procreación (S.Th., I q. 92 a.1). En relación a la naturaleza particular, o sea, respecto de la naturaleza del varón, la mujer es algo deficiente y ocasional. Está sometida al varón en el orden doméstico y civil pues con esta sujeción, la mujer fue puesta bajo el marido ya por el orden natural, puesto que la misma naturaleza dio al hombre más discreción en su razón. La mujer es más débil que el varón y, por tanto, más apta para ser seducida (S. Th. I q. 92 a.1 y II-II, q. 165, a.2). La sobriedad es más necesaria en la mujer, pues no hay vigor mental suficiente en ella para resistir a la concupiscencia (S. Th. II-II, q. 149, a.4). Ya San Isidoro de Sevilla había explicado que la voz fémina deriva "de la fuerza del fuego, porque su concupiscencia es muy apasionada: se afirma que las hembras son más libidinosas" (Etymologiarum, XI, 2, 24).

Mucho tardó Europa en desembarazarse de estos prejuicios. Hoy podemos ver cómo dependían de atavismos culturales de los que ni siquiera quienes los enunciaban eran conscientes, inmersos en sociedades patriarcales donde la primacía masculina era casi un dogma que encubría un oscuro temor frente a lo femenino. Algo así puede estar pasando -dicen los que saben- en una parte (no en la totalidad) del mundo de fieles sujetos al Corán (o, quizás, a una cierta lectura arcaica de éste). En todo caso, podemos anhelar que otras interpretaciones florezcan.

Habrá que decir algo al respecto. Pero, vayamos con paciencia. Por lo pronto, estas líneas parecen mostrar que si la Corte es Honorable en algún sentido, eso no tiene por qué venirle del acierto intelectual de sus empleados, casi como decir que hay aquí una transferencia algo indebida de prestigio, pues el título habilitante para dirimir cuestiones jurídicas acaso no habilite per se para otro tanto en cosas bastante más importantes.

(Mientras escribo, suena a mi lado un Balletto a tre de Domenico -no Giovanni- Gabrielli. Este boloñés componía mejor que lo que Bianchi opina...)

El mismo día hubo que toparse con un pudoroso alegato sobre el peligro del pudor que hace juego de perlas con lo anterior (no, no con la joya de Domenico...)

Entretanto, y con debate ético y todo, el domingo 14 de enero aparecía una nota que nos amenazaba con borrar los malos recuerdos. Sirve para el caso, por ejemplo digo yo, de que haya leído uno algo que preferiría haber olvidado incluso antes de haber leído. Pero no hay tal cosa en mi botiquín, así que tendré que volver a ella.

(Pero.

Dejo ahora que María Callas destile
amorosamente Casta diva; y mejor me voy a cortar el pasto si se nubla un poco la canícula o a mimar el descangallado roble de la mesa del comedor con un poco de clavos y cola vinílica.

Todo lo demás puede esperar.

Empieza el año, sí, pero no tanto...)