domingo, 21 de mayo de 2006

Sobre la causa 'cristiana' del Anticristo (V)


La amabilidad del cristianismo (I)



La cuestión que venía tratando parece requerir que abra aquí un capítulo para tratar este asunto de la 'amabilidad' del cristianismo.

Creo que una aproximación fenomenológica a esta expresión no vendría mal.

Se oponen habitualmente y en tensión dos como versiones del cristianismo. No sólo vulgarmente, sino también en ámbitos más refinados, incluso más refinados intelectualmente.

Veamos la primera.

Entre sus varias características se la describe como violenta, cruel, sanguinaria. Pero también activa, fundadora o descontructiva (que levanta civilizaciones o corrientes históricas tanto como las combate para destruirlas), y hasta 'comprometida' y política (o politizante).

Diríase que es el cristianismo que sale del costado más 'violento' de Cristo. Un cristianismo que nació en la explanada del templo frente a los cambistas y mercaderes o en la maldición de la higuera. O que procede del modo según el cual Cristo cumple o no cumple con la ley y el pago de los impuestos. Un cristianismo tronante al estilo de los sermones y parábolas parusíacas de los últimos días de la vida pública. Profético suelen llamar al estilo denunciador.

Podría decirse por esto mismo también que es un cristianismo judaizante, en lo que tiene de vindicativo y militar. Por lo menos, de estilo veterotestamentario. Un cristianismo que considera tener enemigos. Y los trata en consecuencia. Y los quiere como escabel para sus plantas. Y considera que tiene a Dios de su lado para ello.

Hay izquierda y derecha para esta versión, podría decirse. Es ese cristianismo detrás de los liberadores y restauradores.

Nada amable parece. Más bien guerrero y encendido. Irascible y severo.

A este cristianismo puede -y suele- achacársele casi todo lo 'malo' que se le endilga al cristianismo habitualmente. El espíritu de cruzada tanto como el espirítu de guerrilla, según el lado de la barda.

Pero no sólo es el hijo de la espada de Pedro en el Huerto.

Su dureza no le viene solamente del látigo. Su falta de 'amabilidad' viene también de la ley que blande y del rigor en la ley, tanto como del garrote.

Es lo que se llamaría el espíritu inquisidor. Una velada o no tan velada sujeción que se tiene por soberbia doctrinal, canónica. Este cristianismo custodia la Fe y las formas de la Fe. Custodia la moral. Custodia la liturgia y los sacramentos. Pero básicamente custodia. Y su acción se entiende siempre como custodia férrea, no solamente por lo que pudiera tener de violenta, sino por lo que tiene de intransigencia, lo que ya es entendido como violento por si mismo.

Es comandante, escriba, sumo sacerdote y comisario político, todo a un tiempo.

En algún tiempo, las figuras 'fuertes' del miles o del rey o del gran sacerdote, estuvieron recubiertas de un halo y de una expectativa que las volvía gloriosas a los ojos que las observaban. No es así hoy y no es así desde hace mucho.

Esos arquetipos no tienen ya vigencia. Y sus figuras generan ahora más bien lo opuesto a aquello que produjeron otrora: desprecio, espanto y temor. Rechazo, en suma.

Pero si hay alguna posibilidad de que tales figuras tengan siquiera algo de aceptación -parcial, al menos-, en modo alguno la tendrán asociada al cristianismo.

No tiene por qué ser el mejor ejemplo el que voy a dar. Es el que me viene ahora a la mente, simplemente.

Vayamos al cine, por ejemplo.

Películas como El Señor de los Anillos o Narnia atrajeron muchedumbres. Y las respectivas obras escritas no menos, sino más. Y no lo han hecho en un mundo distinto del nuestro, ni con la vigencia de arquetipos distintos de los que hoy rigen.

Sin embargo.

El mundo que exhiben es un mundo violento. Es un mundo antagonizado. Hay bien y mal. Y el mal guerrea.

Y el bien, también.

Y lo que es más: el bien gana también guerreando.

Y campean intransigencias de variada índole, tanto como inmolaciones en aras de intransigencias y posiciones inclaudicables.

Ahora bien. Al mismo tiempo casi apareció La Pasión. Taquillera también, claro.

Pero.

Aquello que no sólo se tolera sino que se admira y aplaude en las dos primeras, no se le admite a la segunda o, al menos, no se le aplaude.

Y me refiero al clima de intenso antagonismo que destila la representación de la Pasión, en la versión de Gibson. A su 'violencia', a eso que muchos tomaron como la exacerbación de lo peor y, mejor aún, como la deformación de la naturaleza del cristianismo, representada en la profusión de sangre, la innecesaria exhibición de torturas asociadas a la Redención, violencias verbales, odios farisaicos y religiosos y cosas así. Y no solamente todo esto considerado doctrinariamente, sino siquiera visualmente: qué necesidad de mostrar que en 'esos' términos y en 'esas' circunstancias ocurre algo que tiene que ser tenido como un 'mensaje de amor'.

Me figuro que esto podría responder a una especie de contradicción flagrante en la sensibilidad de mis contemporáneos.

Pero no lo menciono por eso. Creo que es un ejemplo apropiado para mostrar qué es lo que no se asocia ni debe asociarse con el cristianismo.

Resulta así escandalosa la parte final de la vida de Cristo. Una locura y un escándalo.

Esa locura y ese escándalo han movido -en todas las épocas pero peculiarmente en los últimos trescientos años- a reinterpretar y hasta a modificar los pasos de Cristo y su sentido.

Es verdad que Kant le tenía una marcada aversión a la guerra. Como es verdad que Kant era el emblema del burgués.

Sin embargo -y aunque esto último que dije importe mucho- no se trata solamente de señalar la belicosidad de un cristianismo más religioso que racional, según la terminología del propio Kant. Ni siquiera de si tiene o no una insana pasión por la sangre.

Aunque haya infinidad de caricaturas o deformaciones que lleven a la conclusión de que puede asociarse a un modo de cristianismo con un lado siniestro, oscuro, enloquecido y visceral, en realidad el aspecto que resulta más repugnante en esa visión es lo poco plástico o maleable, lo poco dúctil que se vuelve ante las contradicciones.

En esta visión, lo que se le echa en cara es la incapacidad del cristianismo para la tolerancia y la complacencia de 360º, pero más claramente dicho es la incapacidad para la indiferencia. El empecinamiento en que las cosas deban ser de un modo y no de otros.

Y que parezca no tener maneras amables para condescender, sino, por el contrario, que parezca complacerse en la negativa a condescender, a veces bajo la apariencia de virtud humilde.

Esa ha sido, por otro lado, una de las acusaciones recurrentes que le han lanzado a muchos de los que han muerto mártires: con obedecer, con aceptar, con rendirse y someterse, salvaban su vida e incluso muchas veces las de otros. Por no hacerlo, por no contradecirse, por aferrarse a las palabras de otros hombres como ellos, o peor aún a voces aéreas que nadie oye, son capaces de hundirse y arrastar a otros con ellos.

Esa ha sido para ellos mismos también una de las torturas interiores recurrentes: ¿cuándo es mi obcecación y mi orgullo y cuándo es genuina obediencia?, ¿cuándo es mi posición y cuándo la verdad que digo profesar?, ¿cuándo es mi desesperación que quiere terminar rápidamente y cuándo mi esperanza que no teme el castigo por permanecer fiel?

En sus caricaturas o deformaciones, tanto como cuando no lo es, esta posición recibe el nombre de 'fanatismo'.