miércoles, 24 de mayo de 2006

Claras oscuridades

Ahora que lo pienso, etiam peccata...

También el pecado le paga algún tributo a este asunto de la nostalgia frente a la presencia.

Me parece que la mayoría de los pecados son imposibles sin nuestra voluntad de pasar a través de aquello sobre lo cual pecamos o de aquello por lo cual pecamos.

Hay una aspiración más o menos oscura a algo que está representado en aquello que nos sirve de tropiezo o de desvío, algo que está como detrás de lo que tenemos ante nosotros.

La amartía (ruptura, sepración, división) que supone el pecado está también en que dividimos, separamos, partimos y elegimos algo de algo: y en el caso que planteo lo que partimos es esa nostalgia de la presencia. Y absorbemos la presencia para, más que aplacar, eliminar esto que aquí llamo (no es un hallazgo mío, claro) la nostalgia.

Esa nostalgia no se despierta ante las cosas, sin más. Está siempre y ante las cosas crece.

En este caso del pecado y la nostalgia en la presencia, creo que la nostalgia de un bien, la nostalgia de la fruición de un bien, nos hace como vampiros de las cosas.

Les chupamos a las cosas la sangre de bien (sangre incluso de verdad o de belleza, o de ser mismo) del que tenemos nostalgia y arrojamos la cosa, ya no nos importa ni nos vale, cuando nos parece que hemos calmado en algo la nostalgia que se nos hacía insoportable.

Tal vez sea en parte a esto a lo que se refiere san Pablo en la Carta a los Romanos. Incluso en aquellos pasajes algo oscuros acerca de la 'ley' como ocasión de pecado:
¿Pero es posible que lo bueno me cause la muerte? ¡De ningún modo! Lo que pasa es que el pecado, a fin de mostrarse como tal, se valió de algo bueno para causarme la muerte, y así el pecado, por medio del precepto, llega a la plenitud de su malicia. (7,13)
Ciertamente que la cuestión de la nostalgia le traerá a más de uno un dolor de cabeza.

Consuélense pensando que no están solos, en todo caso.

Sin embargo, podría uno empezar a considerar el asunto por ejemplo con las expresiones de San Juan de la Cruz:
¿Adónde te escondiste,
Amado, y me dejaste con gemido?
Como el ciervo huiste,
habiéndome herido;
salí tras ti clamando, y eras ido.
O aún antes, con aquella famosa de San Agustín:
Nos hiciste, ¡oh Señor!, para Ti, y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en Ti.

De todas maneras, se me hace claro que pretender los hombres separar a la nostalgia de la presencia es la ocasión del pecado.

Curiosamente, tal vez, si amáramos las cosas tales y cuales son para nosotros, especialmente con la cuota de nostalgia que nos despiertan, sin la pretensión de saciar completamente con ellas esa nostalgia a como dé lugar y a toda costa -y, en primer lugar, a costa de las propias cosas que decimos amar-, sería más difícil pecar.

Se sabe que el pecado es preferir las cosas y a uno mismo, antes que a Dios.

Lo que digo, en cualquier caso, es que, bajo este aspecto, es en ellas y frente a ellas que pretendemos saciar nuestra nostalgia. Y, así las cosas y por ello mismo, las despreciamos al fin también a ellas, porque en realidad comenzamos no apreciándolas.