martes, 1 de noviembre de 2005

De cælo et terra

Marte y Venus ya no correteaban anoche por el cielo, cuando abandoné mi refugio. En realidad, Marte aparecía triunfante. Venus, púdicamene, se había retirado. ¿Sumisamente? No. Venus no es una santa. Ni una mujer a secas. Es una diosa, una de "aquellas divinidades". Nada de sumisión.

En sus vagancias inmortales, estos dioses tienen tiempo para la displicencia, creo. Pero, por encima de todo, parecen tener todo el tiempo del mundo.

Con todo, sus devaneos cíclicos son un remedo de infinitud, de eternidad. Al fin de cuentas, en el campo estelar del astrónomo, tanto como en los mitos, están atados a la repetición: "hace tantos miles de años que esto no pasa, y recién volverá a pasar...", dicen con cierta complacencia suficiente los ojos que miran los asuntos del cielo y de la tierra. Y un poco de gracia me hace esa cosa de sacar a pasear a los planetas -y a cualquier otra cosa- de la mano de las previsiones de los científicos, ese cuentaporotismo que llaman previsión y que por eso llaman ciencia....

Hay que recordar el mito de Afrodita para entender acaso algo del brillo. Como para entender la asociación de lo que representa con la luna, en el cielo de los mortales y en la vida de los mortales. Y aquella espuma del mar. Y la divinidad lacerada hasta fecundar el mundo.

Sí. Detalles míticos hay en los mitos, y una hermenéutica que los puede catapultar al infinito, también. Hasta que se pierda uno en laberintos simbólicos que pueden devenir tan y más absurdos que las leyes científicas de las ciencias cuando resultan iconoclastas. Y aun contando con que son quizás más abismales las cosas que sabían los antiguos -los Reyes sabios de oriente mirando las estrellas, por decir algo-, que lo que 'entiende' un ojo de las revoluciones del cosmos, visto con un ojo telescópico.

Sin embargo, precisamente en lo que tienen de inmóviles en sus fórmulaciones míticas, y por espléndidas que resultaren, aun las palabras paganas sobre el cielo y la tierra se me hace que son una traducción balbuceante de lo que los hombres ven y saben de las cosas de este mundo y del otro, si es que realmente saben aun cuando no vean. Magnificente balbuceo pagano, estoy de acuerdo. Pero una jerga defectuosa, al fin y al cabo. No creo que sea imputable, después de todo.

Tan balbuceante es, y bastante menos, como aquella con la que los hombres de este tiempo tenemos que enfrentarnos a lo sacro. A lo separado de este mundo en este mundo porque es prenda del otro. Prenda, envío, aviso, embajada, signo.

* * *

Así las cosas, me quedé viendo anoche -después de los lances celestes- una edición del italiano Porta a Porta. Esta vez el programa estaba dedicado a los santos. Imagino, claro, que en ocasión de la fiesta de Todos los Santos. Sí, muy oportuna la producción de Vespa. Avispada.

No alcancé a verlo entero, así que no puedo saber si Halloween tuvo su bloque. Aunque no lo creo. Y no porque el "texto" del programa tuviera trazas de ser íntrínsecamente refractario a las superposiciones y sincretismos. A las supercherías científicas o pseudo tanto como a las supercherías teológicas o pseudo.

Cada tanto lo sigo y me trago una tanda de temas, para ver en qué andan. Es "necesario", tanto como mirar si lloverá o si refrescó.

A veces me parece que me sorprende, por ejemplo, el tiempo que le dedican a la "finanziaria" (el presupuesto, digamos) y a los asuntos políticos de cabotaje. A veces pienso si de verdad Italia heredó de Roma esa pasión forense, de foro político. Y viendo sus espléndidos discursos y ambages dialécticos, pienso si realmente Roma distingue ahora el Coliseo del Foro.

Y ahí vuelvo por un momento a pensar en Marte y Venus y me doy cuenta de que eran terriblemente más serios entonces. Hasta los 'falsos' dioses, por supuesto.

* * *

Me imagino. Habrá quien se queje de esta queja. Y me diga, por caso, que el mundo es cíclico o algo por el estilo. Que buenos y malos, mediocres inteligentes y tontos geniales, ha habido siempre y que este tiempo nuestro no es otro tiempo distinto substancialmente que los otros tiempos de otros, antes.

Pues, no sé. Es decir, sí sé que los inmovilismos no me seducen para nada. Sé que hay dinamismo y linealidad en la historia. Y lo celebro. Eso quiere decir, entre otras cosas, que vamos hacia alguna parte. Como sé también que los hombres podemos espiralar nuestras experiencias y repetirnos en cierto sentido. Pero en cierto modo, no de todos modos.

Me parece hasta mezquino pensar en un mar de aceite histórico, apenas oleado por la fulgurante presencia de los santos. O de los inicuos. Pero en cualquier caso aceitoso y circular. Que es un modo de desesperanza. Y en lo que la esperanza tiene de relación con la fortaleza, eso es un modo de cobardía. Porque no es la presencia de los santos lo que importa allí, en ese planteo bífido como una cascabel, sino el aceitoso mar de la historia, creo.

Estoy seguro de no ser un santo. Y me consuelo pensando que no soy inicuo. Es decir, en suma, creo que tengo esperanza.

Pero eso es una cosa y otra muy distinta es no admitir ningún deterioro, nada más que para no darle la razón a un tradicionalista pacato. No me parece preferible -y me parece del todo deshonesto- que me confundan con un progresista o modernoso, con tal de que no me confundan con un tradicionalista de tomo y lomo.

Uno aspira a que no lo confundan, en realidad.

Pero a veces pasa que no solamente uno lleva las huellas del barro por donde ha venido caminando. Y a eso se suma que sea más fácil dividir el mundo en dos y que uno quede en una de las dos partes resultantes.

A veces pasa también que el que mira no ve otra cosa que lo que sus ojos le permiten ver.

Ser funcional es uno de los estigmas difíciles de evadir y una de las vergüenzas de este mundo y de este tiempo. Como si dijera que si no me gusta Franco, se me vería de tal modo que termino siendo funcional a los llamados 'nacionalismos' españoles. O como si dijera que me resulta antipático Kirchner y su épica de estudiante secundario en lucha por el boleto estudiantil, y de ese modo resulto funcional a la derecha de pelaje vario que se apelmasa enfrente.

* * *

Oía por estas horas las denuncias de monseñor Héctor Rubén Aguer sobre la repartija de condones y de 'consejitos' sexuales a los niños y adolescentes en los colegios, todo promovido por las autoridades oficiales, así como su advertencia respectiva a los padres. Y oía en paralelo la consecuente respuesta del encargado del edificio de la Salud, Ginés González García.

Ginés lo trató de fanático y es comprensible. Y lo trató de elitista por no permitir que el estado vaya en socorro de los pobres, que sin anticonceptivos y profilácticos están condenados a la pobreza y a la promiscuidad, no como los ricos que pueden comprarse las pastillas que quieran. Extraño argumento este último, más que el de fanático. Insisto, por mi parte, en que, además de llevar cierta intención artera, ese argumento es gorila.

Pero finalmente dijo una cosa cierta, enteramente cierta: el arzobispo de La Plata va en contra de la tendencia del mundo; es decir, contradice la marcha del mundo, va en dirección contraria, se opone a la historia. Y no digo si el obispo se merece esas palabras o no. Digo que Ginés González García dijo eso.

Y allí me detuve. Porque pensé si no era eso lo que hacían los santos. Esto es, ir en contra de la tendencia del mundo, contradecir la marcha del mundo. Y esto ya no tiene nada que ver con el obispo, que no estoy en posición de mandar a nadie a los altares, ni mucho menos al cielo.

Recordé que en Porta a Porta había un impugnador de los milagros. Un profesor de filosofía, sofisticado, sereno. Decía que si los santos habían hecho algo era por los demás y que lo que mostraban más que nada era una excepcional solidaridad. Así como propuso modelos como palabra y concepto intercambiable por santos, lo que ampliaba el rango desde Cassius Clay al Che Guevara, a quien nombró como uno de ellos, como posible paradigma elegible por algunos. Además, impugnó la creencia absoluta en milagros. Se supone que un milagro, dijo, es algo cuya explicación 'ahora' no sabemos ni entendemos, pero que alguna vez entenderemos y allí veremos, racional y científicamente -cuando lleguemos a ese estado-, que era algo natural y no lo sabíamos entonces, cuando creíamos que era un milagro.

Me pareció poco feliz que no se le respondiera con solvencia, sino con argumentos de cuasiautoridad o gazmoñadas, incluso con civilizadas palabras de condescencia frente a este plácido ateo. Vittorio Messori, allí presente, sacó a relucir el milagro de Miguel Juan, el de Calanda. Y poco más hubo.

Nada sacro me pareció que había en el asunto, nada sacro en juego. Era una controversia circular. Hay santos, no hay santos. Hay milagros, no hay milagros. Y así. El antipático era el filósofo iconoclasta, guevarista, escéptico.

Pero los iconoclastas pueden serlo sin ser profesores de filosofía, incluso defendiendo la santità, aunque como quien defiende una propiedad familiar. Unos hablaban de la suspicacia de la 'jerarquía' al canonizar -como prueba de su 'buena fe' y de su seriedad-, otros de sus propias labores como postuladores de causas, otros de 'amor'. Y cosas de ese jaez. En fin, no sé si cayeron en Halloween, pero si no cayeron, igual había algo bastante de spettacolo en la exhibición de Madre Teresa, Padre Pío y Papa Giovanni Paolo Secondo o de la Mamma Santa, Gianna Beretta Molla.

No tuve la impresión de que se tratara de algo serio. Al fin de cuentas, resultaba una 'peculiaridad' del culto católico. Una más. Inexplicable por todos lados. Como los milagros. Y si se habló de fe, parecía estarse hablando de un requisito parecido a un examen médico obligatorio, antes de poder disfrutar de la pileta de natación del club..., supuesto que uno tuviera el carnet de socio al día, claro...

* * *

Pasé al fin, más en protesta que por interés, a otro programa -uno de 'nuevos detectives', ésos de Discovery- que no tenía nada que ver con el de los santos, salvo por el horario.

Un investigador forense estaba explicando que habían llegado a la conclusión de que muchas piezas de investigación policial, especialmente, ofrecían más información que la que el ojo puede ver. Por ejemplo, una radiografía. Apenas nos muestra lo que podemos ver en materia de blancos y negros y, sobre todo, de grises. Más allá de cierto límite, el ojo se satura y ya no le entran los datos. Y los datos están. Para sacarle todo el jugo posible a tales piezas, el buen hombre había ingeniado un bonito programa que pasaba a líneas con alturas diversas las diferencias en la escala de grises, como un mapa con relieve que dejaba al descubierto tangible y visible la orografía indubitable de las formas y los colores. Muy bien.

Ahora, me pregunto si en realidad este asunto no tiene nada que ver con los otros asuntos.

* * *

Habrá que ver.