miércoles, 12 de octubre de 2005

Pelo y distancia

El 27 de octubre de 1950, en una vieja revista, Presencia (que dirigía el P. Meinvielle), Augusto Falciola publicó este soneto:
Soneto Nº 39

Este cielo y su azul convaleciente,
esta rosa y su tibia arquitectura,
este cielo, esta rosa y esta pura
pensativa pureza de tu frente.

Este día litúrgico y doliente,
esta rosa perdida en su hermosura,
este día, esta rosa, esta amargura
y este mi corazón adolescente.

Voy fundando arreboles de dolencia
en los puertos del mar que nos separa,
imperio al que tu amor me provocara.

Y arrimarme procuro a tu querencia,
llevando a tu salobre geografía
este cielo, esta rosa y este día.

Lo releí ayer, acomodando un artículo para publicar. No lo recordaba (mi memoria, para esos recuerdos de citas y textos de memoria, es espantosa) y nomás verlo, me vino a los ojos otro soneto, el del miércoles pasado.

Pero había otro más del mismo autor en aquel trabajo. Viene de la misma revista, pero en el número del 14 de enero de 1949:
Soneto Nº 2

Aquí vengo con todo mi desvelo
a velarlo en la noche que circunda
tu acariciable sien meditabunda
con la zozobra obscura de tu pelo.

Aquí traigo el atento desconsuelo
de mi flagrante corazón que funda
cada empujón de sangre en la rotunda
melena que lo trenza con tu cielo.

Aquí planto el clavel de mi bandera
en este disputado y memorable
cabello que te sirve de frontera.

Aquí surco por fin la despreciable
onda de tu inclemente cabellera
y la dejo transida y navegable.

Es curioso, pero Falciola numeraba, por todo título, algunos de sus sonetos publicados.

Los compuestos no pasan de 45. Una obra breve, como dije alguna vez. Pero terriblemente condensada.

Tal vez, su mayor trabajo haya sido -y me consta- una infatigable, casi obsesiva, pasión por el buril, por la lima, por el acopio en reserva y la elección posterior y apropiada de las palabras, los ritmos y cadencias. Un esfuerzo notable -y exitoso- por aparecer sencillo, llano.

Es difícil imaginar, viendo la tersura de estos versos, el trabajo de años (sí: años...) que hay detrás. Incluso después de publicados volvía a pulirlos y acumulaba de algunos versiones y versiones.

Claro que, si uno quisiera decir el simple gesto de pasar la mano por el pelo de su amada, si uno hiciera ese alarde de coiffeur lírico, mejor que lo haga así.

Después de todo, algo de alarde tiene -queriéndolo o no- la poesía. Algunos juegan con clavas y bolas en el aire, sin que ninguna se le caiga de las manos.

No cualquiera acierta a burilar siquiera. No cualquiera acierta, sin más. Acierta el que sabe, el que puede. Y el que no, no.

A veces, da la impresión de que el que acierta se complace en acertar. Que lo hace por el ejercicio de hacerlo y para que le salga bien, con una mínima línea de sentido, de substancia, por debajo y por detrás.

Imagínense acariciar solamente una vez apenas una onda del cabello de la amada y con eso levantar el edificio de todo un soneto impecable.

O, en vez de musitar, a solas, lejos, un potente "te extraño...", medir la distancia lírica, con la cabeza baja, las manos en los bolsillos, el paso lerdo y pesaroso, y así pesar el dolor de la ausencia, saborear el regreso imposible o difícil o lejano, y al fin disparar un:
Voy fundando arreboles de dolencia
en los puertos del mar que nos separa,
imperio al que tu amor me provocara.

Y arrimarme procuro a tu querencia,
llevando a tu salobre geografía
este cielo, esta rosa y este día.

Definitivamente, la poesía es síntesis. Nadie sabe ni entiende del todo síntesis de qué. El poeta no necesita entender demasiado. Pero sabe. Lo hace.

Puede pasar, como a veces en el caso de mi admirado Falciola, que sea incluso síntesis de sus propias palabras, hasta destilar gotas de sonidos, unas pocas gotas.

Igual, aunque no sea éste el caso del todo, me parece que el excesivo dominio de sí, de la propia voz y de la propia dicción, es en desmedro de la theiamanía, del entheousiasmós.

Dios está en las cosas, a su modo. Como está en nosotros, a su modo. Es verdad.

Pero.

Riesgo por riesgo, si es cuestión de elegir, entre endiosar lo otro y endiosarse uno, elegiría lo primero.

El éxtasis. El no reconocer del todo sus propios versos, su propia voz.

La sorpresa -entre feliz y nostálgica- de que tales palabras las hubiera pronunciado él.