sábado, 29 de octubre de 2005

Celulitis

Volvíamos anteayer tarde en la noche de Buenos Aires al pueblo. En tren, claro. Veníamos en alegre compañía. Éramos cuatro y, salvo Juan Martín, había entre los demás tres generaciones de los de mi sangre.

Mi madre -nos encontrábamos en la ciudad y volvíamos juntos- me había llevado un viejo y empaquetado aparato de teléfono, italiano, ya antiguo (¡del año 2000! ay, qué rápido envejece todo...). Es que el teléfono -fijo- de mi cueva hace unos ruidos espantables y por esa razón me ofreció uno suyo en desuso.

En realidad, es verdad: un teléfono 'fijo' hay que decir, porque si uno habla de teléfonos y es en la calle seguro que es móvil...

El caso es que allí veníamos alborotando, comiendo viandas de paso, bebiendo brebajes inocentes, conversando en asientos enfrentados. Como un aparecido, enfiló por el pasillo del vagón mi hijo mayor y ocupó -como en un acto ensayado- el asiento vacío. Con lo que se completaron las tres generaciones.

Ahora bien.

Ocurre que no hay hora mala o lugar inconveniente para que la música celular atruene el aire. Y así fue que entre mensajitos de texto que van y vienen, llamadas para decir que 'estoy en el tren' y asuntos de gran calado similares a estos, varios cowboys y amazonas desenfundaron sus temibles y luciflamantes motorlas, nokias y ericssones, en brutal competencia.

Como estaba muy cansado y de aceptable humor, me pareció que podía aportar algo al huracán comunicativo.

Así fue que tomé la bolsa del regazo materno, una coqueta portacalzado de 'papel-madera', hurgué la caja del 'fijo', lo saqué de su sarcófago y de su sueños de silencio y finalmente lo exhibí en toda su aparatosidad impúdica. Levanté el tubo y el cable enrrollado se irguió como una cobra hindú hipnotizada en el mercado al son de mi voz.

Y me puse a hablar por teléfono... 'fijo'. Sí, finalmente también mi voz anduvo junto a la de los otros parroquianos telefonados, flotando ruidosa por el aire del vagón nocturno; en desventaja, cierto, porque no iba a ninguna parte lejos; pero allí estaba, con todo, compitiendo sin desmerecer mi amarfilado tubo cableado frente a las pequeñeces plateadas y huérfanas, que por supuesto obligaban a comprimir los brazos moviadictos. Entretanto, mi brazo podía desplazarse con una amplitud que más de uno no podía sino añorar.

Un par de veces repetimos la escena, porque Juan Martín, llevando la comedia al grotesco aleccionador -corrige ridendo mores-, también tomó el tubo no bien una chiquilla imperturbablemente masticante, nos escupía trivialidades en la nuca, como lluvia furiosa.

Un justiciero solitario, desde el 'descanso' del vagón y antes de bajar, miraba la 'llamada' desopilante que Juan Martín prolongaba en competencia desigual hasta exasperar, y se reía complacido mientras levantaba el pulgar imperial, en sentencia inapelable y aprobatoria. Un alma inocente y libre de prejuicios había entendido la parodia.

Disparates aparte, una cosa resultó cierta para mí.

Sin contar las justificadas -y mínimas- ocasiones, habitualmente las conversaciones por celular parecen tener dos vertientes.

Una, la inconfesable. Es la que obliga al portador del aparatejo a bajar la voz, abocinar la mano, apartarse del concurso de los mortales, profanos o inconvenientes en potencia. Allí va pues el celular automarginado, tan sólo a unos pasos fugitivos de la vida corriente, a susurrar quien sabe qué crímenes, qué estafas de toda laya, qué números secretos de caballos o quinielas, qué nombres ocultos o interdictos...

Pero está la otra vertiente, la más opresiva y frecuente. Es aquella que, por el contrario, parecería que azuza el narcisismo y obliga a vociferar. Allí es donde nos enteramos todos (dije t o d o s) de zonceras sin cuento, allí es donde esas trivialidades de neuróticos, que pensarán los están filmando para una telenovela, inundan el aire y nos invaden con prepotencia de decibeles indiscretos.

¡Qué remedio! Interrumpe uno la lectura, el sueño o la demorada meditación y espera que pase el monzón de boberías de la noche anterior, de la próxima noche, que se agoten los pormenores de ninguna cosa, de exámenes que no se dieron, de que el café estaba feo en la oficina o te dejé una cajita arriba de la mesa de la cocina, feteados todos en lonjas infinitas de detalles insulsos (que si fueran esos dramas humanísimos, historias lacrimógenas de veras, truculencias, heroicidades, bomberos que rescatan niños de árboles y gatos de incendios, secuestros frustrados, operaciones en plena calle, rencores que finalmente se olvidaron, devoluciones de bienes incalculables, tristezas que no terminan de pasar, amores demorados a primera vista..., en fin, cosas que pasan, pero no, de eso ni un solo rastro...): es decir, nada de nada, literaliter loquendo.

Y muy poco más nos trae esta celulitis al teatro de este mundo. La gente habla, habla por la calle, habla oquedades en soledad o casi, arriesgando el ridículo y el exhibicionismo por una paga pobre, insuficiente, decepcionante creo.

Y finalmente -palabrero y gritón- el balbuceante y alucinado trashumante no ha dicho lo mejor de si mismo, ni siquiera ha dicho algo relevante de si mismo y lo ha dicho en voz alta, a los gritos, pidiendo ser observado -queriéndolo o no-, pidiendo ser tenido en cuenta por cosas que no cuentan.

Cuando las células se comportan en el cuerpo de un modo anómalo, sobreviene el cáncer. Demasiadas células inútiles, dañinas, malvivientes, malvividas. Comunicándose entre sí su propia anomalía unas a otras.Ocupan un lugar, pero lo ahogan de nada, una nada voluminosa y vociferante, densa.

Así es como impiden el flujo de la sangre y de la vida. Entorpecen la salud, no por menos, sino por más. Pero allí más es inarmónico, feo, enfermo.

Porque allí más es nada.