El espacio abierto tiene, inicialmente, un sentido de
expansión y alcanza, llegado el caso, una dimensión que podríamos considerar
cósmica. La mera ausencia de límites, que clausuran esa implícita extensión en
el espacio cerrado, le da también al espacio abierto una significación de universalidad.
Más allá de la connotación subjetiva, o de la percepción
particular, de por sí el espacio abierto prefigura un alcance ilimitado. Ese
mismo alcance, en ocasiones, puede imponerse como una amenaza terrible o ineludible
y empujarnos al ámbito protector de un espacio cerrado.
Por su parte, el espacio cerrado asegura los límites de
modo manifiesto, los vuelve alcanzables, manejables, reconocibles. Y con ello
nos ofrece cobijo y seguridad. Su cualidad separativa también puede ser
agridulce. En un sentido, el límite nos resultará seguro, la cobertura será protectora.
En otro sentido, la limitación será una coerción y la sensación subjetiva de la
ablación de una posibilidad o deseo de expansión, posibilidad o deseo que el
espacio cerrado puede impedir o coartar.
Sin embargo, lo separativo del espacio cerrado puede
permitir otra especie de expansión. Hay circunstancias en que solamente en el
apartamiento o en la intimidad puede darse una manifestación de lo sublime, una
manifestación de lo más hondo o lo más alto, que el espacio abierto podría
diluir, condicionar o, por extraño que parezca, impedir. Y es claro que esa
misma condición separativa puede ser el requisito de aquello que debe ser
preservado y, precisamente, no profanado.
Agorafobias, claustrofobias, son patologías del alma ante
lo abierto o lo cerrado. Ambas, dicho en general, cercenan una nota real y
objetiva de lo abierto o lo cerrado, deformando la naturaleza de ambos,
magnificando en la percepción una nota también presente de algún modo en ambos
del espacio. Siempre reteniendo lo agrio de cada caso e ignorando lo dulce de
cada caso.
Lo cierto es que, hay que insistir en esto, tanto el
espacio abierto como el espacio cerrado pueden por su propia naturaleza ser el
ámbito de realidades contrapuestas.
Pero, y por lo mismo, puede que un hombre, ante lo
abierto o lo cerrado, confunda una significación con su opuesta y al momento de
obrar se vea condicionado por esa confusión.
En el relato de los días que he tomado como referencia,
el primer espacio abierto es el de la entrada de Jesús en Jerusalén aclamado
como un rey y aún como el Rey Mesías que muchos esperaban.
Los judíos venían de los tiempos de los Macabeos, un
viento épico apenas unos 160 años antes de la Encarnación. En el seno mismo de
esa "restauración" también había aparecido la disputa entre seguir
luchando por razones políticas y por la liberación de Israel o detenerse ante
la restauración religiosa que Matatías y sus hijos habían conseguido. Más bien
triunfó la primera opción. Hasta que llegó Pompeyo unos 30 años antes de la
Encarnación del Verbo. Mientras, Herodes había finalmente terminado con los
asmoneos y la dinastía macabea y, maniobrando políticamente ante Roma, reinó
más de 35 años. Murió, probablemente y como sabemos, apenas después de que
Jesús naciera. Antes había restaurado el segundo Templo con una magnificencia
no vista. Los judíos tenían a la vez y nuevamente la condición de pueblo
sojuzgado, clamaban por su liberación con las palabras de los profetas y de los
Salmos, ansiaban la instauración de un reino dominante, autónomo, libre y
superior. Trabajaban para ello de diversas maneras, pacíficas o violentas, no
solamente con preces y sacrificios, no sólo con súplicas y el cumplimiento de
una ley que ya no se parecía demasiado a la Ley, una Ley impresa en piedra para
la cual se había hecho el Arca de la Alianza. Esa Ley impresa en piedra -las
palabras en piedra del pacto de Dios con Moisés, que habían sido rehechas,
después de haberse quebrado las primeras- ya no estaba entre ellos, no estaba
tras el velo del Templo en el Santo de los Santos. ¿Dónde estaba el objeto más
reverenciado por los judíos, el signo de la presencia de Dios entre ellos?
Según el segundo libro de los Macabeos (2, 1-8): "Se encuentra en los
documentos que el profeta Jeremías mandó a los deportados que tomaran fuego
como ya se ha indicado; y cómo el profeta, después de darles la Ley, ordenó a
los deportados que no se olvidaran de los preceptos del Señor ni se desviaran
en sus pensamientos al ver ídolos de oro y plata y las galas que los envolvían.
Entre otras cosas, les exhortaba a no apartar la Ley de sus corazones. Se decía
también en el escrito cómo el profeta, después de una revelación, mandó llevar
consigo la Tienda y el arca; y cómo salió hacia el monte donde Moisés había
subido para contemplar la heredad de Dios. Y cuando llegó Jeremías, encontró
una estancia en forma de cueva; allí metió la Tienda, el arca y el altar del
incienso, y tapó la entrada. Volvieron algunos de sus acompañantes para marcar
el camino, pero no pudieron encontrarlo. En cuanto Jeremías lo supo, les
reprendió diciéndoles: «Este lugar quedará desconocido hasta que Dios vuelva a
reunir a su pueblo y le sea propicio. El Señor entonces mostrará todo esto; y
aparecerá la gloria del Señor y la Nube, como se mostraba en tiempo de Moisés,
cuando Salomón rogó que el Lugar fuera solemnemente consagrado.»"
Nada más sabemos de aquel objeto axial en la vida del
pueblo judío, salvo lo que se dice que dijo Jeremías, que tiene sabor
mesiánico, sin duda.
Pero lo cierto es que, en aquellos días de la entrada
triunfal de Jesús en Jerusalén, había una nueva Arca de la Alianza y ella había
resguardado en sus entrañas una nueva Ley que no vieron. Una nueva Ley y una
antigua Promesa que ahora entraba aclamada por las calles de Jerusalén, sin que lo supieran.
Esa manifestación tiene claramente un sentido distinto
para Jesús que el que tiene para quienes lo aclaman. No es la única vez que
Jesús es el protagonista de un suceso que proclama su naturaleza. Lo vimos en
el comienzo de sus días cuando recibe el homenaje de los sabios de Oriente, lo
vimos en el bautismo en el río Jordán, lo vimos en el Monte Tabor en su
Transfiguración. Todos momentos en los que Jesús asume su naturaleza divina y
su naturaleza regia, como Señor del Universo y recibe el debido homenaje por
ello.
La entrada en Jerusalén es consistente con esas otras
manifestaciones. Pero, como ya se ha dicho aquí, quienes rodean a Jesús aclaman
en Él una manifestación distinta. Y la diferencia mayor está en el hecho de que
en el testimonio de los Evangelios no se menciona la creencia de que el Rey
Mesías, el Hijo de David, sea visto derechamente como el Redentor, en el
sentido en que Jesús lo es. Lo que ese testimonio nos dice es otra cosa, no que
estuvieran saludando con alivio al Cordero de Dios, que quita los pecados del
mundo, reconociendo en Él la sangre del cordero que el sumo sacerdote como
único autorizado derramaba sobre sí cuando cruzaba el Velo del Templo y se
ponía en la presencia de Dios. Casi ninguno, excepto el Bautista, su primo, que
lo proclamó derechamente. Y tal vez otras palabras que no venían ciertamente de
la carne y la sangre, como Él mismo le había dicho a Pedro.
Cuando lleguemos al proceso contra Él, veremos que se
substancia sobre dos acusaciones: se ha hecho rey y se ha dicho Dios. Por una
vía distinta se confirma la expectativa de los judíos y en buena medida la de
sus discípulos. El hecho mismo de que esa proclamación que Jesús permite se dé
a la luz del día y a la vista de todos, la tiñe de universalidad. El título que
le conceden le es propio en todos los sentidos. Su majestad sobrenatural, su
ascendencia davídica. No está en discusión su realeza, no está en discusión la nota
política de esa dignidad: es el Rey de Israel, el dueño y señor de ese pueblo
místico y elegido, la más alta autoridad entre ellos. Como es también Señor del
Universo y de la Historia. Se lo dijo al sumo sacerdote cuando lo interrogaba,
se lo dijo a Pilato cuando se lo preguntó. Y aun allí le aclaró que su Reino no
era de este mundo.
La cuestión no está allí en lo que se afirma de Él en esa
proclamación del Domingo de Ramos, a cielo abierto y con el alcance universal
que ello le da. La cuestión está en lo que no se afirma de Él, algo que con
mucha más razón ha de proclamarse a cielo abierto y que se estaba manifestando
en ese mismo acto sin que pudieran verlo o interpretarlo. O soportarlo.
En lo resguardado del Templo, muchos años atrás, Simeón y
Ana habían reconocido al Niño. Simeón, dice san Lucas, varón justo y piadoso
que esperaba la restauración de Israel, alzó un canto que la Iglesia ha
recogido:
Ahora, Señor, tu promesa está cumplida:ya puedes dejar que tu siervo muera en paz.Porque he visto la salvaciónque has comenzado a realizarante los ojos de todas las naciones,la luz que alumbrará a los paganosy que será la honra de tu pueblo Israel.
Pero a la vez, dirigiéndose a la Virgen le auguró la
espada que le atravesaría el corazón.
Otro tanto proclamó la anciana profetisa que, no bien
haber visto al Niño que venía a ser presentado por sus padres al Templo, fue a
su encuentro y les hablaba de Él a todos los que esperaban la liberación de
Israel.
La mención dolorosa de Simeón a María permite saber qué
había visto él en aquel Niño. Y no era sólo la majestad terrena de un Rey
Mesías, que también él esperaba ver antes de morir. Ha visto la salvación, dice
el apóstol que dijo Simeón. Una salvación que Dios ha comenzado a realizar,
dice, ante los ojos de todas las naciones, un espacio abierto de la mayor
dimensión, en el cual Jesús habrá de mostrar el derecho que tiene por ser quien
es.
Pero quién es, aun a la vista de todas las naciones y a
la vista de los suyos, no parece que lo hayan entendido todos, ni la mayor
parte. Sólo unos pocos y tal vez no del todo.
Por un momento, volvamos al episodio que ya mencioné.
Aquel en el que o la madre de Santiago y Juan o ellos mismos, piden un lugar a
la derecha y a la izquierda de Jesús cuando llegue a su reino o a su gloria. La
respuesta inmediata de Jesús, según san Marcos, deslinda lageografía de aquel reino:
«No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber la copa que yo voy a beber, o ser bautizados con el bautismo con que yo voy a ser bautizado?»Ellos le dijeron: «Sí, podemos.» Jesús les dijo: «La copa que yo voy a beber, sí la beberéis y también seréis bautizados con el bautismo con que yo voy a ser bautizado; pero, sentarse a mi derecha o a mi izquierda no es cosa mía el concederlo, sino que es para quienes está preparado.
Curiosa es la sucesión de estos hechos, porque apenas
inmediatamente antes, según el testimonio de los Sinópticos, Él les habló
claramente:
Cuando iba subiendo Jesús a Jerusalén, tomó aparte a los Doce, y les dijo por el camino: «Mirad que subimos a Jerusalén, y el Hijo del hombre será entregado a los sumos sacerdotes y escribas; le condenarán a muerte y le entregarán a los gentiles, para burlarse de él, azotarle y crucificarle, y al tercer día resucitará.
El segundo espacio abierto, como dije, tiene su epicentro
en el Gólgota.
Allí, elevado por encima de los hombres, como puente
entre el cielo y la tierra, también a cielo abierto y ante la vista de todos,
Jesús se sienta en un trono nuevo, extraño. Y en una acción inédita y creativa,
padece y muere para redimir a los hombres del pecado y la muerte, para que ellos
ya no mueran eternamente. Un ejército de un sólo hombre, un combate personal,
singular, cruento tanto como glorioso. Un triunfo paradojal a la vista de
todos, que están viendo una aparente derrota decepcionante, desconsoladora.
Apresado, maltratado, torturado, juzgado inicuamente,
condenado, derrotado. Una vía dolorosa que lo conduce al trono desde el cual,
exhausto primero, muerto después, comienza un nuevo Reino.
He dicho antes que el trámite de los juicios y la condena
de Jesús se da en una sucesión alternada de espacios abiertos y cerrados. Tanto
desde la salida de la casa de la Última Cena como en el Huerto de los Olivos,
la procesión a la casa de Anás y Caifás, el envío a Herodes en medio de su
estancia en el Pretorio y allí las sucesivas entradas y salidas de Poncio
Pilato, para exhibir a Jesús, para hablar en privado con Él. Junto con ello,
también hay que señalarlo, el ritualismo judío de no entrar en el Pretorio y
acusar a Jesús ante Pilato desde afuera, para no contaminarse. Y el contrasentido
de proclamar que su sangre caiga sobre ellos y su descendencia, cuando el
procurador de Judea se desentiende de esa misma sangre.
Pero el tono dominante de este momento es el del Gólgota.Entonces Pilato entró de nuevo al pretorio y llamó a Jesús y le dijo: «¿Eres tú el Rey de los judíos?»Respondió Jesús: «¿Dices eso por tu cuenta, o es que otros te lo han dicho de mí?»Pilato respondió: «¿Es que yo soy judío? Tu pueblo y los sumos sacerdotes te han entregado a mí. ¿Qué has hecho?»Respondió Jesús: «Mi Reino no es de este mundo. Si mi Reino fuese de este mundo, mi gente habría combatido para que no fuese entregado a los judíos: pero mi Reino no es de aquí.»Entonces Pilato le dijo: «¿Luego tú eres Rey?» Respondió Jesús: «Sí, como dices, soy Rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz.»
Y allí el contraste sabido y tantas veces visto. Una
semana apenas entre una manifestación cósmica y la otra. Una semana apenas
entre un trono a cielo abierto y el otro igual, distintos ambos, pero, en
realidad, el mismo trono.
El día de los Ramos, Jesús no habló, que sepamos, y de
todas maneras fue aclamado. Ahora, afirmando dos veces su majestad y su realeza,
ante judíos y romanos, y su más alta majestad que es la de ser el Cristo, el
Mesías, y el Hijo del Bendito, es juzgado, apaleado, azotado y condenado a muerte.
* * *
Antes de pasar al tercer espacio abierto que he elegido
como representación simbólica, hay que hacer un alto para confrontar estos dos
anteriores.
¿Cuánto de aquellas expectativas y anhelos respecto de
Jesús tiene valor simbólico? ¿Cuánto de aquello es tipológico y en qué sentido
lo es?
Hay dos manifestaciones de Jesús a la vista de todos ante
las cuales los que ven no ven más allá de lo que están viendo.
Por los relatos del Nuevo Testamento, casi todos están
esperando lo primero y no están esperando en modo alguno lo segundo y no porque
no les haya sido dicho una y otra vez. Esperan la majestad de un Rey Mesías y
su triunfo inarrugable y no esperan para nada su derrota. El texto de los
Evangelios es duro: inmediatamente después de la afirmación rotunda de que es
el Mesías, Pedro lo niega.
Dicho en términos corrientes, la entrada de Jesús en
Jerusalén el Domingo de Ramos, resultaba así para la mayoría de sus seguidores
el plan A.
Cuando recorrimos antes sucintamente los afectos y
sentimientos de los discípulos, vimos lo mismo. Su perplejidad, su temor, su
espanto, su decepción ante la muerte de Jesús, parece a las claras indicar eso.
El plan A ha fracasado y no lo esperaban. Jesús podía ser críptico a veces, misterioso,
incomprensible de a ratos, pero no podían engañarse cuando veían a las
multitudes seguirlo incondicionalmente. Pudieron no haber tomado en cuenta lo
que tantas veces dijera o aludiera o se aplicara a Sí mismo. Pudo haberles
parecido reservado en exceso respecto de sus planes futuros, pero si fue así,
la entrada en Jerusalén al grito de aclamación por la llegada del Hijo de
David, coronaba las expectativas.
Judas era ladrón, dice san Juan, en el episodio del
perfume carísimo derramado a los pies de Jesús, por la que fue perdonada (12,
4-6). No le interesaban los pobres, dice san Juan. Era ladrón y manejaba la
bolsa. Pero su argumento fue social y político y sus expectativas mundanas tenían
algo en común con las de otros, como se ve en varios pasajes que ya he citado.
Y es curioso también el hecho de que los mismos apóstoles tuvieran quienes se
ocuparan de atender necesidades, diríamos, sociales, inmediatas. Y que lo
hicieran para mejor servir como discípulos a su Maestro.
El caso es que, en breve lapso, las circunstancias
cambiaron y las que eran multitudes de aclamadores se volvieron turbas furiosas
de indignados que le reclamaban a los gritos al procurador ¡Crucifícalo! Era la
misma persona, ya sabemos. Aclamada y denostada por lo mismo: se llamó Rey y de
los dos reinos.
La respuesta de los discípulos fue la que ya vimos: la
casa cerrada.
Para que esa casa cerrada cambie de significación habrá
que esperar todavía.
En términos corrientes también, podría decirse que con el
tiempo apareció una especie de plan B.
En substancia, lo que vino más adelante no es sino la
comprensión asistida por la Gracia, no es sino el fortalecimiento de la fe, una
luz nueva y más potente para ver y entender el único plan, el plan de la
Redención.
Entonces, ¿en qué sentido hay que entender eso que llamé
el plan B?
Aquí me aparto un tanto de las Escrituras y no las cargo
con el peso de lo que sigue. Propongo una interpretación tipológica personal.
Hay a lo largo de la historia circunstancias similares a
estos dos momentos. Por lo pronto, tiempos en los que Cristo entra
triunfalmente por entre los hombres y a cielo abierto. Y esto equivale a
períodos históricos en los que el cristianismo se vuelve Cristiandad, una
extensión espacial y temporal que expresa la primacía y la centralidad -también
temporal e histórica- del Hijo de Dios. Hay un Rey y tiene su primacía. Una
primacía que se hace leyes, modos sociales y hasta económicos, cultura, arte,
ciencia. Y todo ello se derrama en un tipo de bienestar para los hombres que
reciben los beneficios de esa concreción temporal -y por cierto también
espiritual- inspirada en el cristianismo. Y es claro que eso no es extraño al
cristianismo, ni le está vedado. De hecho, los mismos textos del Nuevo
Testamento dicen el modo cómo vivían los seguidores de Jesús después de
Pentecostés en las comunidades cristianas. Y la misma historia atestigua cómo
el cristianismo fue inspirando leyes y costumbres civiles, cómo desterró o
suplantó o se superpuso a las costumbres y creencias paganas. En muchas ocasiones
fue enhebrando los hilos sueltos del paganismo, algunos de ellos muy valiosos,
en beneficio de la vida del hombre sobre la tierra y no excluyentemente
respecto de su destino eterno. Y lo bien que hizo. Porque estaba bien que el
cristianismo se derramara y corriera por los grandes mares de los asuntos del mundo,
como por los ríos caudalosos, por los arroyos menores y hasta por las acequias
familiares. No puede ser de otro modo: el bien es de suyo difusivo. Y puesto a
fluir, el mayor bien para el hombre fertiliza sus tierras, mejora sus cosechas,
alimenta a más gentes, ordena y bonifica sus leyes, enaltece sus artes. Pero,
antes y mejor, restaña la herida en sus corazones y limpia la fuente de la que
manan sus pensamientos, sus palabras y sus obras. Y todo ello, digo, no está en
discusión. El bien que el cristianismo puede hacer -y que, repito,
efectivamente ha hecho- en el valle de este mundo, es indiscutible. También en
la vida civil, también en la comunidad de los hombres.
Es claro que los cristianos que vivieron en esos tiempos
o que gozaron de tales beneficios tuvieron que admirar el edificio de la
Cristiandad y aclamar su grandeza, como los apóstoles admiraron el Templo,
caminando con Jesús a través de aquella magnificencia. Lo quieran reconocer o lo
puedan entender los detractores del cristianismo, la Cristiandad estableció
infinidad de costumbres en el tiempo y en el espacio humanos. Y de ello no se
beneficiaron sólo los cristianos. No hay
aspecto de la vida humana que no haya resultado afectado por la concepción
cristiana del hombre y del mundo. Del este mundo y del mundo futuro. Y lo
atestiguan así las historias honestas de cuanta disciplina o acción humana
quiera considerarse.
Es decir, nada fue igual entre los hombres -cristianos o
no- después del cristianismo. Y después de la Cristiandad.
Suelo mencionar al respecto un episodio en realidad
trivial, pero que estimo significativo. A fines del siglo XX, cundió el terror
en un mundo tecnificado e informatizado. El efecto 2K ponía los pelos de punta
al entero planeta. Había que prever si los componentes de las computadoras y algunos
otros adminículos electrónicos iban a reconocer el 1 de enero del año 2000. Y
parecía que no había forma de saberlo. Suspenso y terror. Las máquinas ya
omnipresentes llegarían al 31 de diciembre de 1999, eso sí. ¿Y después? El
comportamiento de los componentes era impredecible y un aire helado de escatología
tecnológica corría por la espina dorsal
de todas y cada una de las torres de Babel que el hombre había levantado con
sus manos y de las que se sentía orgulloso. Ya sabemos que no pasó nada de lo
que se esperaba con pavor. Un sólo ejemplo: ¿qué hubiera pasado con el mundo
del dinero si las máquinas que lo cuantifican y administran, de pronto y
literalmente de un segundo para otro, volvían al 1 de enero pero de 1900, o al
0, o quien sabe adónde pero no iban al 2000?
¿Cuánta riqueza se hubiera evaporado como si nunca hubiera
existido? ¿Qué descalabro global en toda documentación, registro o memoria en
toda clase de asuntos, habría puesto al mundo de cabeza, confundiendo las venas
de información que se traman bajo la piel del planeta y que dependen de un
simple número?
¿Cuál era la razón y causa de ese problema global que no
respetaba regiones geopolíticas, idiomas, religiones? Una tontera, en realidad.
La cuenta de los años era la cuenta cristiana. Dos mil es un número cristiano.
Rémora, diré también, de un reloj espiritual que tasaba la vida en el mundo no
sólo cronológicamente. Un mundo que ya no era el de Cristiandad, pero cuya
existencia, en aquellas venas ocultas del silicio y de los componentes
electrónicos y en las mentes de los que programaban su funcionamiento, se regía
por el nacimiento de Cristo. Podría haber pasado con la cuenta de los judíos,
de los musulmanes, de los ortodoxos, de los pigmeos, de los maoríes, de los
aztecas o de cualquier tribu o conglomerado de existencia milenaria. Pero pasó
con la cuenta de los años según el cristianismo. ¿Una formalidad?
Supongamos que sí. Pero era una formalidad consistente
con las miles de formalidades que se pasean por el mundo sin saber o sin
reconocer su origen cristiano o la influencia del cristianismo en lo que son y
en cómo llegaron a ser.
Puesta la vista en la historia del mundo tal como ocurrió
desde el nacimiento de Cristo, no es descabellado suponer que un cristiano
sintiera que el destino de la Cristiandad era como el destino de un Rey Mesías
que, entrando triunfalmente en la historia, pusiera ¿al cristianismo o a la Cristiandad?
por encima de todas las naciones del orbe y consumara en la historia el reino
de la paz y de la justicia.
Como dije, esos siglos de esplendor cristiano pueden ser
-al menos subjetivamente- percibidos con una emoción similar a la de quienes
vieron a su Maestro entrar triunfante por las calles de Jerusalén. Y más.
Pueden algunos pensar aun hoy que la "derrota" de la Cristiandad y la
creciente desfiguración del cristianismo (en éste o en otros tiempos anteriores),
no son sino un motivo de tristeza y desolación que clama al Cielo, por lo que
se frustró con ello. No necesariamente por las razones que las profecías
anticipan. No tampoco o solamente por una tristeza justificada por el
envilecimiento o la destrucción de lo bueno o aun de lo sublime. Sino por el
fracaso del que pudo haberse considerado como el plan A. Lo que tendría que
haber sido y resultó que no fue. No prosperó aquí en este mundo, no ahora en
este tiempo de la historia.
En palabras de los discípulos de Emaús: «¡Tú eres el
único forastero en Jerusalén que ignora lo que pasó en estos días!»
Es curioso que lo digan. ¿Jesús, el único extranjero en
Jerusalén que no sabe lo que pasó en estos días? Hay una sola verdad en esa
frase: era galileo, efectivamente, y en ese sentido extranjero en Jerusalén.
¿Y qué es lo que Jesús no sabe, según aquellos que somos
sus discípulos?
«Lo referente a Jesús, el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y en palabras delante de Dios y de todo el pueblo, y cómo nuestros sumos sacerdotes y nuestros jefes lo entregaron para ser condenado a muerte y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que fuera él quien librara a Israel. Pero a todo esto ya van tres días que sucedieron estas cosas. Es verdad que algunas mujeres que están con nosotros nos han desconcertado: ellas fueron de madrugada al sepulcro y al no hallar el cuerpo de Jesús, volvieron diciendo que se les habían aparecido unos ángeles, asegurándoles que él está vivo. Algunos de los nuestros fueron al sepulcro y encontraron todo como las mujeres habían dicho. Pero a él no lo vieron».
Hay más de una verdad en lo que dicen. Sobre todo, la
última oración: a Él no lo vieron.
El plan A, había fracasado. Nosotros esperábamos que
fuera Él quien librara a Israel.
¿Y el plan B?
Arriesgo a decir que, para algunos, la Cruz es el plan B.
Es aquello que ocurre y a lo que hay que atenerse cuando el plan A ha caído y
se ha frustrado.
Es lo único que puede hacerse; es el momento de la
resignación y el dolor, que debemos padecer porque el enemigo ha cimbrado las
columnas del reino, y se han resquebrajado y partido al fin, cayendo sobre los
mismos que habitaban al amparo de su majestad, universalmente reconocida. La
Cruz es aquella bandera a la que hay que aferrarse cuando se ve con decepción
que la Cristiandad ya ni siquiera cruje o se tambalea sino que yace
vilipendiada, escupida, torturada, burlada, juzgada injustamente, condenada y,
llegado el caso, muerta. Se espera, claro, con una esperanza agridulce, su
restauración y su resurrección en la historia, más potente si acaso que antes.
Mientras eso no ocurra, se vive el tiempo de la
desolación y de la angustia. Se sufre el mismo terror ante la desaparición
súbita del reino y su rey, tal como lo padecieron otros antes, viendo la muerte
de Jesús.
En sentido tipológico, se vive ese tiempo angustioso como
el tiempo de la Pasión y la Muerte. El tiempo de la Cruz. Lo que nos toca, una
vez caída la majestad del trono y despedazado el reino que apenas no hace mucho
caminaba entre vítores por las calles del tiempo de la historia. La Cruz, así,
es el plan B. Es, si acaso, el consuelo que nos queda, sabido el fracaso el
plan A. Es la circunstancia que nos sume en la tristeza, la que nos obliga con
un sentimiento ambivalente y difuso a enclaustrarnos, a encerrarnos en una casa
cerrada -y con doble llave- bien lejos del transcurso de la historia, por temor
a los judíos, no importa cuáles sean las amenazas que lleven ese nombre en un
tiempo determinado.
Y entonces comenzarán los recuentos, las elucubraciones,
las suposiciones y los alegatos. ¿Qué pasó? ¿Cómo pasó? ¿Cómo nos pasó? ¿Por
qué se perdió lo que perdimos? ¿Cuáles enemigos frustraron la gloria de la
Cristiandad? ¿Por qué no prosperó la liberación de Israel?
Y a ello seguirán las propuestas para paliar los tiempos
terribles del plan B. Los tiempos que laceran, los de la persecución, los que
nadie quiere y que sobrevienen como un castigo a la humanidad por su defección
de la Cristiandad. ¿Qué hacer mientras nos toca esta Cruz? ¿Cómo preservar
aquello que brilló sin medida cuando el plan A parecía el pináculo de la
historia? ¿Cómo resguardarlo para cuando sea preciso colocarlo otra vez en el
sitial que esperamos vuelva a fulgir sobre las naciones?
Y entonces, visto así todo, habrá las miradas al horizonte
de la historia, a su disolución y desintegración. Y, con eso, los tiempos de
otear la llegada de quien vengará la frustración de la Cristiandad, del plan A.
Y, el que venga, aun vengará a quienes burlaron siquiera la expectativa de los
que se refugiaron en esa espera angustiosa, que significó para ellos el plan B,
tras las puertas con llave de la casa cerrada.
* * *
El tercer espacio abierto es el del tiempo que va desde
la Ascensión a Pentecostés. Es un engarzamiento de momentos.
Los apóstoles y discípulos van recobrando un ánimo que
habían perdido. Ahora sobre bases bien distintas, que son las bases que se
establecen sobre hechos cada vez más extraordinarios. Y la palabra
extraordinarios resuelve bien el carácter de esos días. La Muerte no parece haber
sido el primer suceso extraordinario, visto tal como pudieron haberlo visto
muchos. Fue desastroso y angustiante para ellos.
Pero la mirada, si fue ésa, fue incompleta, porque
también fue extraordinario, en orden al plan maestro de la Redención, tal y
como se los había dicho claramente Jesús.
De modo que la Resurrección fue entonces a sus ojos lo
primero extraordinario y se confirmó lo inusitado del hecho con las sucesivas
apariciones de Jesús, en esos cuarenta días que siguieron a la Crucifixión
hasta llegar a la Ascensión. De haber incluido desde el primer momento en sentido
recto la Muerte en esa sucesión extraordinaria, tal vez las cosas hubieran sido
distintas en algo fundamental: la casa cerrada, precisamente. Pero no ocurrió
así hasta que no pasaron los días. La iniciativa la tiene Jesús, por supuesto.
Él, manifestándose, va poniendo las cosas en su sitio. Y a medida que Jesús
interviene, los discípulos van tomando valor. Un valor que se manifiesta
también en la historia.
A tres días de la Muerte, sucede el episodio de Emaús, al
que vuelvo por su rico valor tipológico. Entiendo que los elementos se ven allí
condensadamente claros. El espacio abierto del camino con una doble
significación, que se modifica por la intervención de Jesús, y el episodio que ocurre
en una casa cerrada que también se trasmuta por su intervención. Es el espacio
abierto del camino y llegada la noche, el mismo espacio abierto del camino con
la noche ya entrada. Del primero -todo viento inclemente y oscuridad- han huido
los discípulos para refugiarse; al segundo se lanzan sin temor y sin esperar la
luz del día, después de que Jesús resucitado les ha mostrado el sentido de las
cosas que ocurren. La misma casa es, como digo, refugio en una primera
instancia. Pero, ya con Jesús adentro, ese espacio de resguardo se vuelve el
espacio de la manifestación, especialmente en torno a la partición del Pan y a
la explicación de las Escrituras.
Más y más Jesús se asegura de que quienes lo siguen,
efectivamente lo sigan. Y así se va retirando la agorafobia perpleja y angustiada
para ir dejando paso a nuevas manifestaciones a cielo abierto, universales.
Como ya he dicho, la elección de quien reemplazará a
Judas es un indicio de que la cerrazón de la casa cerrada se ha ido retirando
también del ánimo de los discípulos, para dejar paso a una perspectiva
distinta. Tomar esa decisión recluidos no significa que la reclusión provenga
del temor. El hecho mismo de esa continuidad buscada con la elección de Matías
es contradictoria con la desesperación o el agobio. Quien huye deja cosas y aun
las deja por el camino, descuidadamente, aligera su paso para escapar. Pero
aquí los apóstoles completan su número, crecen con determinación, no decrecen
con desesperación.
Jesús, como vemos, va apareciendo una y otra vez, en
espacios tanto abiertos como cerrados. Un punto alto de la expresión de aquella
nota universal podríamos encontrarlo en la segunda pesca milagrosa, a orillas
del lago de Genesareth, y la subsiguiente caminata por la playa de Jesús con
Pedro, y a la distancia Juan, que nos hace volver la mirada hacia una misión
universal para la que Pedro, en primer lugar, pero no solamente, debe ser
preparado. Una misión que acaba de ser prefigurada en la cantidad de peces que
llenaron las redes.
La Ascensión nos pone de nuevo a cielo abierto. Es la
tercera vez en estos episodios que Jesús se eleva por sobre el valle de este
mundo. Y es la última. A Jerusalén entró montado en un pollino, en la Cruz
pendió de un madero. Ahora, a la vista de todos, se eleva por sí mismo hasta llegar
a la altura mística en la que quedará sentado a la derecha del Padre. Esto
último es algo que no vemos pero creemos. Como creemos en la advertencia con la
que los ángeles nos reconvienen por quedarnos mirando al cielo. Volverá, nos
dicen, y reinará, agrega el Apocalipsis, recibiendo en herencia todo lo creado,
las naciones de los hombres incluidas.
Finalmente, Pentecostés. En los altos de la casa que
suelen ocupar en Jerusalén en esos días. Ya no aparecen encerrados, están allí
porque Jesús se los ha indicado para que esperen la venida del Espíritu Santo.
Un espacio cerrado distinto, nuevamente el de la manifestación, una vez más el
espacio cerrado de la teofanía, el espacio sacro.
Y la primera acción de los discípulos, ya con los Dones
recibidos, es salir a la plaza pública, temprano por la mañana, y anunciar sin
temor y con una luz nueva lo que ha ocurrido con Jesús. Dones recibidos que han
fornido tanto la inteligencia y el corazón como el coraje y que les permiten
ver y decir lo que es el Reino y en qué sentido el Rey se ha ocupado de
él.
* * *
Dejé para el final el tratamiento del espacio cerrado
porque, como se dijo al comienzo, es al parecer el que mejor se adecua a
nuestros tiempos.
Para un buen número de los cristianos, son tiempos
inclementes en todos los órdenes. No hay asunto de la vida civil o religiosa
que no nos enfrente a la cuestión de adónde ir o qué hacer.
Por cierto, la inclinación más espontánea no es la de
salir a cielo abierto, no es la de ir al encuentro de aquellos que tememos.
Afuera, todo resulta hostil y peligroso.
Son escasas o nulas las posibilidades de ver bajo el
cielo una entrada triunfal en la ciudad de los hombres, la de acompañar al Rey
por las calles aun de la ciudad de Dios, la del Reino incoado.
No hay posibilidad a la vista de que el plan A esté
vigente.
No pocos cristianos tienen la sensación de que de algún
modo han caído no solamente en desuso, sino que son perseguidos. La ley, las
costumbres, la cultura, la política, la economía: todos territorios ocupados
por el enemigo. Pronto, será todavía más acuciante: vendrán muy probablemente
casa por casa, a requisar costumbres, creencias, la Fe, la Gracia, la
Esperanza, el Amor. Y ya vienen por nuestros hijos en la educación y en el
entretenimiento, y vienen por los varones y mujeres, por los ancianos, vienen
por los enfermos y los dolientes, y por la misma naturaleza. Todo ha de ser
resignificado y el cristiano que busque bajo el cielo dónde reclinar sus ojos
para encontrarse con la verdad o el bien o la belleza, no encontrará ruinas
siquiera de la Cristiandad. Hallará en su lugar, y en toda cosa, algo nuevo y
monstruoso que con una nueva lengua y una nueva gramática, pervertidas ambas,
lo inste bajo la presión de una tiranía perversa y omnipresente, a pronunciar
palabras inmundas para expresar ideas inmundas de cosas inmundas.
Es probable, entonces, que muchos crean y sientan en la
hondura de su corazón que no queda más remedio que refugiarse en la Cruz. En el
plan B. Y que consideren que de ese modo preservarán las reliquias de la
Cristiandad, ese plan A que se ha esfumado de los ojos.
Aquel temor a los judíos que empujaba a los discípulos y
a los apóstoles a encerrarse en una casa cerrada, a transitar caminos infrecuentes
en medio de la noche para no ser vistos, ha vuelto. Ese temor a los judíos es
el signo a la vez del temor de nuestros días, como aquella persecución es el
signo de la de hoy. Y la persecución tanto sisea como un ofidio como grita como
un energúmeno. En el sanedrín reunido como en el Pretorio.
Porque es claro que es una persecución.
En otras partes lo he dicho ya. El cristianismo, en
nuestros días, no necesita sobreactuar sus diferencias con el mundo que lo
rodea. No necesita siquiera plantear agonalmente sus creencias, volverlas
dialécticas en una disputa apologética con el mundo. Basta con que formule su
credo para resultar intolerable. El Credo. Simplemente. Porque todas las
verdades allí contenidas son inadmisibles.
La única oración que Jesús nos enseñó cuando le pedimos
que nos enseñara a rezar, ya es inadmisible desde su nombre mismo,
políticamente incorrectísimo: Padre nuestro.
Y otro tanto con el Credo: Creo en un solo Dios, Padre
omnipotente...
Aquel Credo del incrédulo que formulara zumbona y certeramente el
padre Castellani ya es oficial en casi todos los ámbitos. Ya es un nuevo
paradigma establecido, ya es una nueva fe.
En muchas ocasiones en los últimos tiempos, he sido
testigo de la perplejidad de algunos que creo que con sinceridad dicen no
entender lo que está pasando, que no imaginan hasta dónde llegará el ataque y
que no conciben qué se propone el enemigo.
Un modo de perplejidad que, creo, a esta altura de estas
páginas, ya hemos visto más de una vez. No en nosotros, sino antes en los
primeros discípulos.
Pero, a la vez, un modo similar de incomprensión que ya
vimos en los discípulos y apóstoles. En la suya está figurada también la de
nuestros días y tal vez por motivos similares. Y creo, si me apuran, que sin
tal vez.
He dicho antes que un mismo espacio significa de modo
opuesto.
Aquel espacio cerrado de los altos de la casa de la
Última Cena, significa la sacralidad en cuyo ámbito la Transubstanciación
revela a la Víctima, a la Promesa Redentora.
De forma incruenta, el Señor anticipa su sacrificio y alimenta
a los suyos con la Carne y la Sangre de su Cuerpo. Porque el alimento da vida y
Él vino a dar vida a los que estábamos muertos por el pecado. Porque Él es la
Vida.
No están reunidos allí por temor, no los ha juntado el
espanto. Jesús confirma la sacralidad del templo, su carácter separativo, la
selección del espacio de una manifestación a los ojos de la Fe. Con ello no
establece una novedad, sino la plenitud de la teofanía en el espacio sagrado, separado.
Y el Templo está donde está Él.
Pero lo que parecería una contradicción, tal vez lo
resuelve la etimología de la palabra liturgia, que es la que propiamente se
refiere a los ritos sacramentales.
Es así. Leitos Ergía (érgon): una obra, un servicio en
público. Con ese significado, dicen los peritos, aparece también en Platón y Aristóteles.
Más allá del sentido inmediato de lo público, debe
entenderse más bien aquí el valor universal de aquellos ritos. Sacro y
universal no se oponen contradictoriamente. Y en ese caso, que es el caso
epónimo, menos aún.
Es otra paradoja más del cristianismo y quizás la más
notable. Lo que se consuma ritualmente en un espacio cerrado, separado, sacro,
tiene un valor universal que traspasa el espacio y traspasa el tiempo. Una
densidad inusitada que, quizá como la aparición de la primera luz que estalla
en la Creación y que es el inicio de la increíble expansión de toda creatura,
también ahora estalla alcanzando todos los rincones de lo creado. Y aun de lo
increado, en virtud de que es la misma Persona divina el origen de esta nueva
obra, de esta nueva creación.
En Emaús, como ya dije, aparece nuevamente la
resignificación del espacio cerrado. Y lo produce nuevamente el rito. Porque lo
reconocieron al partir el Pan.
Una nueva manifestación, como ya dije también, se da en
la casa de Jerusalén al llegar el Espíritu Santo sobre los discípulos y la
Virgen, allí presentes.
Esta vez bajo la forma de un fuego que es de la misma
naturaleza que aquel fuego que, como ya dijera Jesús, vino a traer a la tierra
y qué querrá sino que arda. Un nuevo estallido, una nueva expansión desde el
espacio sacramental al espacio abierto, como una consecuencia espontánea y natural. Salen inmediatamente a las calles
los apóstoles encabezados por Pedro, a hacer partícipes de esa luz y de ese
calor de la Caridad a todos cuantos andan por Jerusalén que, para mejor
significar tipológicamente, son de todas partes.
* * *
Sin embargo, tal vez haya que puntualizar un asunto
todavía.
Y es respecto de la liturgia, precisamente.
En su expresión más fulgente, densa y honda, podría
entenderse también ella como un "producto" de la Cristiandad.
Me resulta claro que la concreción de un rito es
ciertamente -y es deseable que así sea- el resultado de una inteligencia que,
como en este caso, se volvió con el tiempo y hasta cierto punto del tiempo cada
vez más aguda y ello principalmente por haberse vuelto, más y más, dócil a la Gracia.
Y, por eso mismo, también es el reflejo de una comprensión teológica que, a la
vez que recibe y contempla los misterios, plasma esa contemplación en signos
sensibles que permitan a otros contemplarlos en la magnificencia que les es
propia.
Sin duda la Cristiandad es aquel espacio abierto cuya
expansión ya mencioné y cuyo valor ya estimé más arriba. En su seno se
formularon las expresiones cada vez más certeras de lo divino, de lo humano,
del mundo y de la naturaleza de la historia y del plan divino. Un impulso por conocer
toda la verdad posible del Cielo y la tierra con el objeto de dar con eso
gloria a su Creador. La liturgia que plasmaron aquellos siglos traduce aquellas
expresiones y las transforma en alabanza y en oración. Y mueve una disposición
particular del corazón humano que, dócil a la Gracia, insisto, también contempla
el orden del universo creado y a su Creador y eleva al hombre a la
contemplación de los misterios que son la raíz de ese orden. Un camino tan
interior al corazón humano que reza como el publicano de la parábola, como
exterior al imitar con signos humanos la reverencia debida al Padre por las
creaturas espirituales, de la primera a la última, asociadas con todas las
demás creaturas que les fueran dadas en custodia y don. Y de ello se sigue
también la acción de gracias que, en esos ritos, reconoce la deuda doble que el
hombre tiene con Dios: haberlo creado y haberlo redimido. Y al final, la
petición que condensa con potencia el Padre nuestro.
Entre otros excelentes, la Commedia de Dante podría ser
un ejemplo del andamiaje que sostiene la piedad de los hombres y que a la vez
expresa las columnas invisibles que sostienen la historia y su fin, cuyos
cimientos están en lo más alto.
En un sentido parecido, y hablando de santo Tomás de
Aquino, dice Chesterton que el Angélico plantea al comienzo de la Suma
Teológica la cuestión acerca de si Dios existe. Santo Tomás, sostiene el
inglés, contestó que sí y así se fueron desgranando las restantes cuestiones.
De haber contestado que no, la Suma habría terminado allí.
Visto así, es natural que un cristiano vuelva su mirada a
aquellos siglos y la vuelva con admiración y, desde hace bastante, con una nostalgia
honda y lacerante.
Pero haría mal un cristiano en enfocar su nostalgia
simplemente en el momento histórico en que el cristianismo hizo florecer una
civilización e insufló con sus respuestas acerca de Dios, el hombre, el mundo y
la historia, la vida entera de una civilización, de una cultura.
Entre ambas cosas, el cristianismo y la Cristiandad, sólo
el primero tiene asegurada en este valle y en el tiempo de la historia su
permanencia hasta el fin de los días.
La liturgia que exprese la manifestación de Dios a los
hombres y oriente su piedad hacia Él, es antes que nada la expresión del
cristianismo. Es una secuela de la manifestación de quien fue para el hombre el
Sacerdote epónimo y el centro mismo de esa liturgia es su sacrifico redentor y su
Resurrección, la máxima obra de Dios para y entre los hombres. Sus ricas
variantes, sus resonancias profundas de misterios insondables, su educación de
los ojos, la mente y el corazón, su acompañamiento excelente de la vida del hombre
terreno de camino a la alabanza eterna en el Cielo, su reverencia consonante
con la alabanza de los ángeles, es antes que nada expresión del cristianismo.
Es, por así decirlo, una extensión de la respuesta a la demanda de los hombres:
Señor, enséñanos a orar.
Y eso es antes que nada. Y eso es mucho antes de ser la
expresión destilada en un tiempo determinado, sin que ello signifique mengua
alguna para la excelencia de ese tiempo. Y por esa misma razón, la concreción
de una liturgia nacida al calor de un tiempo determinado, aun en variedades
todas ellas significativas y valiosas desde todo punto de vista, ha de ser
preservada en razón de que es una cumbre excelente de la piedad debida al
Creador.
Tal vez podrá el cristiano que aprecie y entienda de este
modo las cosas, atribuir todo ello de tal manera a la Cristiandad que llegue a
sostener aquellos ritos más que por ser una expresión sublime del cristianismo,
por ser una expresión sublime de la Cristiandad, con todo lo espléndida, admirable
y deseable en tantos aspectos que fue aquella edad del mundo.
Confundir una cosa con la otra, podría parecerse mucho a
posar la mirada en la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén y congelar la
historia de la Redención en ese momento refulgente, a la vista entera del
espacio abierto de la historia.
Aunque admito que esta advertencia se posa sobre una
sutileza, no creo verdaderamente que sea una sutileza fútil. Después de todo,
no sería la primera vez que los hombres nos confundimos respecto de Jesús, de
su Encarnación, y de su acción redentora.
Así visto, podría ocurrir que -por excelente que fuere-
el refugio en la liturgia se volviera un refugio en la casa cerrada a la que
fuimos a dar cuando lo que entendimos era el plan A, cayó.
Y, aunque redundante, vuelvo al sentido de esta
proposición, porque es parte substancial de estas reflexiones.
* * *
En estas páginas, he planteado una cuestión que surge de
lo que entiendo hiere la vida de un cristiano en los tiempos presentes. Fui a
buscar al tiempo paradigmático del cristianismo, que es el tiempo mismo de la
vida de Jesús y de su Muerte y Resurrección. Miré a los discípulos y apóstoles. Traté de ver allí qué era de nosotros en
relación con ellos y, principalmente, con perspectiva tipológica, qué había
allí respecto de la comprensión que se haya tenido de Jesús como Mesías y de la
naturaleza misma del cristianismo. Los parámetros que me parecieron los más
significativos en esa búsqueda fueron los que me ofrecía la mención evangélica
y el entendimiento propio de los espacios abiertos y cerrados.
Así llegué hasta aquí.
No fue la intención de estas páginas resolver concretas e
inmediatas cuestiones hodiernas que inquietan al cristiano. Cuestiones que veo
y que entiendo en muchos casos como importantes. No hay, en ese sentido,
ninguna receta en este escrito.
Salvo lo que entiendo es la antigua receta del
cristianismo para todo tiempo. Tanto la tipología como la profecía, hablan en
las Sagradas Escrituras para los hombres de todos los tiempos. También, algunos
de los pasajes de las Escrituras se refieren a tiempos específicos y queda a la
intelección de quienes los leen e interpretan aplicarlos a un tiempo
determinado o ver si corresponde a su tiempo cada mención en general o algún
aspecto particular de ellas.
Doctores hay que entiendan estas cosas mejor que un
servidor, y esto dicho a modo de reconocimiento. Pero también es verdad que
hablo aquí de asuntos que veo reflejados en los Evangelios y los Hechos de los
Apóstoles, porque tales asuntos se refieren a momentos y situaciones por los
que atraviesan los discípulos, por sus reacciones, que tienen según entiendo un
lazo con lo de nuestros días.
La tensión entre los sentidos contrapuestos de los
espacios abiertos y cerrados, significa algo que nos es reconocible. Y más: tan
difícilmente comprensible y soluble a la vista de nuestros ojos históricos,
como pudo haberlo sido para los discípulos que vivieron aquellos últimos días
de Jesús en el reino de este mundo.
Meditar estas cosas en nuestro corazón es el ejercicio
mismo de la oración del cristiano en todo tiempo. Obrar conforme a lo que hemos
visto y entendido, con aquellos días como emblema, es lo que se sigue, o
debería seguirse, espontáneamente. De allí es de donde obtiene el cristiano luz
e impulso.
Las obras que se sigan de esta contemplación de los
misterios de Dios en la historia de los hombres, no pueden ni ignorar ni
desmentir lo que hemos recibido a través de la Revelación. El cristiano, por
encima de toda contingencia histórica, tiene un guión raigal de los hechos y, a
la vez que con acuidad y prudencia los entiende, busca ver en los signos que ha
recibido también, el sentido y el fin de su acción en el tiempo.
Es muy importante considerar el modo como el propio Jesús
ve el decurso de la historia de los hombres y eso es algo que también
manifiestan las propias Escrituras Sagradas. Y, de este modo, hay un sentido de
lo abierto y de lo cerrado que al parecer queda clausurado para el cristiano en
su paso por este mundo. No es que no se
arroje a ello una y otra vez, es que no debería.
Las razones por las que el cristiano obra en la historia
pueden tener motivos temporales inmediatos. Y esto no es algo ajeno al
cristianismo, como ya he dicho antes. Pero la razón última de sus acciones,
repito, no puede ni ignorar ni desmentir el único plan divino para el hombre.
El cristiano ha de tasar la historia siempre con la medida que ha recibido y lo
prudencial, en tiempos determinados, debe mantener en alto esas únicas
consignas, siempre por encima de las que cada tiempo y circunstancia piden o
parecen pedir.
Un número innúmero de acciones posibles rodean al
cristiano en ámbitos de lo más diversos. Todas ellas no pueden tener otra guía
ni otra condición que las que el propio Jesús estableció. Y la primera es la
aceptación de que Él es el Mesías, el Enviado, la Promesa. Y que ha sido
enviado para cumplir la promesa del Padre de que enviaría un Redentor y rescataría
al hombre de la muerte y le abriría las puertas del Cielo.
El alcance de esto que digo tal vez se vea en un ejemplo,
final y conclusivo, y está en el sentido de un episodio que narra el capítulo 9
(1-7) del evangelio de san Juan:
Y al pasar Jesús, vio un hombre ciego de nacimiento, y le preguntaron sus discípulos: "Maestro, ¿quién pecó, éste o sus padres, para haber nacido ciego?" Respondió Jesús: "Ni éste pecó ni sus padres: mas para que las obras de Dios se manifiesten en él. Es necesario que yo obre las obras de Aquél que me envió, mientras es de día. Vendrá la noche cuando nadie podrá obrar. Mientras que estoy en el mundo, luz soy del mundo". Cuando esto hubo dicho, escupió en tierra, e hizo lodo con la saliva, y ungió con el lodo sobre los ojos del ciego: Y le dijo: "Ve, lávate en la piscina de Siloé" (que quiere decir Enviado). Se fue, pues, y se lavó y volvió con vista.
El episodio continúa y su lectura extensa ocupa todo el
capítulo. Hay allí nuevamente algo que mirar para entender quién es Jesús. Con
ir a ello, se verá.
Pero, ya al final de estas páginas, me detengo en la
interpretación de los Padres que trae la Catena Aurea de santo Tomás de Aquino,
especialmente en el comentario a una línea del pasaje que transcribí.
Dice san Juan Crisóstomo:
Prosigue el texto sagrado: "mientras es de día", es decir, mientras es permitido a los hombres creer en mí, o mientras dure esta vida, "conviene que yo obre". Y esto mismo da a entender en las palabras siguientes: "Vendrá la noche cuando nadie podrá obrar". Se dice noche, según aquellas palabras de San Mateo (22,13): "Arrojadle en las tinieblas exteriores". Allí será noche en la que nadie podrá obrar, sino recibir el merecido de sus obras. Si has de hacer alguna cosa, hazla mientras te dura la vida, pues concluida ésta no habrá ya ni fe, ni trabajos, ni arrepentimiento. (In Joan., Hom. 55)
Y finalmente, dice San Agustín:
Si nosotros trabajamos durante esta vida, éste es el día, éste es Cristo. Por eso añade: "Mientras que estoy en el mundo". He aquí que Él es el día mismo. Este día, que acaba con una vuelta del sol, tiene pocas horas. El día de la presencia de Cristo dura hasta la consumación de los siglos; porque Él mismo dijo (Mt. 28,20): "He aquí que yo estaré con vosotros hasta la consumación de los siglos". (In Joanem, Tract. 44)