domingo, 3 de noviembre de 2019

La casa cerrada (VI)



El espacio abierto tiene, inicialmente, un sentido de expansión y alcanza, llegado el caso, una dimensión que podríamos considerar cósmica. La mera ausencia de límites, que clausuran esa implícita extensión en el espacio cerrado, le da también al espacio abierto una significación de universalidad.

Más allá de la connotación subjetiva, o de la percepción particular, de por sí el espacio abierto prefigura un alcance ilimitado. Ese mismo alcance, en ocasiones, puede imponerse como una amenaza terrible o ineludible y empujarnos al ámbito protector de un espacio cerrado.

Por su parte, el espacio cerrado asegura los límites de modo manifiesto, los vuelve alcanzables, manejables, reconocibles. Y con ello nos ofrece cobijo y seguridad. Su cualidad separativa también puede ser agridulce. En un sentido, el límite nos resultará seguro, la cobertura será protectora. En otro sentido, la limitación será una coerción y la sensación subjetiva de la ablación de una posibilidad o deseo de expansión, posibilidad o deseo que el espacio cerrado puede impedir o coartar.

Sin embargo, lo separativo del espacio cerrado puede permitir otra especie de expansión. Hay circunstancias en que solamente en el apartamiento o en la intimidad puede darse una manifestación de lo sublime, una manifestación de lo más hondo o lo más alto, que el espacio abierto podría diluir, condicionar o, por extraño que parezca, impedir. Y es claro que esa misma condición separativa puede ser el requisito de aquello que debe ser preservado y, precisamente, no profanado.

Agorafobias, claustrofobias, son patologías del alma ante lo abierto o lo cerrado. Ambas, dicho en general, cercenan una nota real y objetiva de lo abierto o lo cerrado, deformando la naturaleza de ambos, magnificando en la percepción una nota también presente de algún modo en ambos del espacio. Siempre reteniendo lo agrio de cada caso e ignorando lo dulce de cada caso.

Lo cierto es que, hay que insistir en esto, tanto el espacio abierto como el espacio cerrado pueden por su propia naturaleza ser el ámbito de realidades contrapuestas.

Pero, y por lo mismo, puede que un hombre, ante lo abierto o lo cerrado, confunda una significación con su opuesta y al momento de obrar se vea condicionado por esa confusión.


En el relato de los días que he tomado como referencia, el primer espacio abierto es el de la entrada de Jesús en Jerusalén aclamado como un rey y aún como el Rey Mesías que muchos esperaban.

Los judíos venían de los tiempos de los Macabeos, un viento épico apenas unos 160 años antes de la Encarnación. En el seno mismo de esa "restauración" también había aparecido la disputa entre seguir luchando por razones políticas y por la liberación de Israel o detenerse ante la restauración religiosa que Matatías y sus hijos habían conseguido. Más bien triunfó la primera opción. Hasta que llegó Pompeyo unos 30 años antes de la Encarnación del Verbo. Mientras, Herodes había finalmente terminado con los asmoneos y la dinastía macabea y, maniobrando políticamente ante Roma, reinó más de 35 años. Murió, probablemente y como sabemos, apenas después de que Jesús naciera. Antes había restaurado el segundo Templo con una magnificencia no vista. Los judíos tenían a la vez y nuevamente la condición de pueblo sojuzgado, clamaban por su liberación con las palabras de los profetas y de los Salmos, ansiaban la instauración de un reino dominante, autónomo, libre y superior. Trabajaban para ello de diversas maneras, pacíficas o violentas, no solamente con preces y sacrificios, no sólo con súplicas y el cumplimiento de una ley que ya no se parecía demasiado a la Ley, una Ley impresa en piedra para la cual se había hecho el Arca de la Alianza. Esa Ley impresa en piedra -las palabras en piedra del pacto de Dios con Moisés, que habían sido rehechas, después de haberse quebrado las primeras- ya no estaba entre ellos, no estaba tras el velo del Templo en el Santo de los Santos. ¿Dónde estaba el objeto más reverenciado por los judíos, el signo de la presencia de Dios entre ellos? Según el segundo libro de los Macabeos (2, 1-8): "Se encuentra en los documentos que el profeta Jeremías mandó a los deportados que tomaran fuego como ya se ha indicado; y cómo el profeta, después de darles la Ley, ordenó a los deportados que no se olvidaran de los preceptos del Señor ni se desviaran en sus pensamientos al ver ídolos de oro y plata y las galas que los envolvían. Entre otras cosas, les exhortaba a no apartar la Ley de sus corazones. Se decía también en el escrito cómo el profeta, después de una revelación, mandó llevar consigo la Tienda y el arca; y cómo salió hacia el monte donde Moisés había subido para contemplar la heredad de Dios. Y cuando llegó Jeremías, encontró una estancia en forma de cueva; allí metió la Tienda, el arca y el altar del incienso, y tapó la entrada. Volvieron algunos de sus acompañantes para marcar el camino, pero no pudieron encontrarlo. En cuanto Jeremías lo supo, les reprendió diciéndoles: «Este lugar quedará desconocido hasta que Dios vuelva a reunir a su pueblo y le sea propicio. El Señor entonces mostrará todo esto; y aparecerá la gloria del Señor y la Nube, como se mostraba en tiempo de Moisés, cuando Salomón rogó que el Lugar fuera solemnemente consagrado.»"

Nada más sabemos de aquel objeto axial en la vida del pueblo judío, salvo lo que se dice que dijo Jeremías, que tiene sabor mesiánico, sin duda.

Pero lo cierto es que, en aquellos días de la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, había una nueva Arca de la Alianza y ella había resguardado en sus entrañas una nueva Ley que no vieron. Una nueva Ley y una antigua Promesa que ahora entraba aclamada por las calles de Jerusalén, sin que lo supieran.

Esa manifestación tiene claramente un sentido distinto para Jesús que el que tiene para quienes lo aclaman. No es la única vez que Jesús es el protagonista de un suceso que proclama su naturaleza. Lo vimos en el comienzo de sus días cuando recibe el homenaje de los sabios de Oriente, lo vimos en el bautismo en el río Jordán, lo vimos en el Monte Tabor en su Transfiguración. Todos momentos en los que Jesús asume su naturaleza divina y su naturaleza regia, como Señor del Universo y recibe el debido homenaje por ello.

La entrada en Jerusalén es consistente con esas otras manifestaciones. Pero, como ya se ha dicho aquí, quienes rodean a Jesús aclaman en Él una manifestación distinta. Y la diferencia mayor está en el hecho de que en el testimonio de los Evangelios no se menciona la creencia de que el Rey Mesías, el Hijo de David, sea visto derechamente como el Redentor, en el sentido en que Jesús lo es. Lo que ese testimonio nos dice es otra cosa, no que estuvieran saludando con alivio al Cordero de Dios, que quita los pecados del mundo, reconociendo en Él la sangre del cordero que el sumo sacerdote como único autorizado derramaba sobre sí cuando cruzaba el Velo del Templo y se ponía en la presencia de Dios. Casi ninguno, excepto el Bautista, su primo, que lo proclamó derechamente. Y tal vez otras palabras que no venían ciertamente de la carne y la sangre, como Él mismo le había dicho a Pedro.

Cuando lleguemos al proceso contra Él, veremos que se substancia sobre dos acusaciones: se ha hecho rey y se ha dicho Dios. Por una vía distinta se confirma la expectativa de los judíos y en buena medida la de sus discípulos. El hecho mismo de que esa proclamación que Jesús permite se dé a la luz del día y a la vista de todos, la tiñe de universalidad. El título que le conceden le es propio en todos los sentidos. Su majestad sobrenatural, su ascendencia davídica. No está en discusión su realeza, no está en discusión la nota política de esa dignidad: es el Rey de Israel, el dueño y señor de ese pueblo místico y elegido, la más alta autoridad entre ellos. Como es también Señor del Universo y de la Historia. Se lo dijo al sumo sacerdote cuando lo interrogaba, se lo dijo a Pilato cuando se lo preguntó. Y aun allí le aclaró que su Reino no era de este mundo.

La cuestión no está allí en lo que se afirma de Él en esa proclamación del Domingo de Ramos, a cielo abierto y con el alcance universal que ello le da. La cuestión está en lo que no se afirma de Él, algo que con mucha más razón ha de proclamarse a cielo abierto y que se estaba manifestando en ese mismo acto sin que pudieran verlo o interpretarlo. O soportarlo.

En lo resguardado del Templo, muchos años atrás, Simeón y Ana habían reconocido al Niño. Simeón, dice san Lucas, varón justo y piadoso que esperaba la restauración de Israel, alzó un canto que la Iglesia ha recogido:

Ahora, Señor, tu promesa está cumplida:
ya puedes dejar que tu siervo muera en paz.
Porque he visto la salvación
que has comenzado a realizar
ante los ojos de todas las naciones,
la luz que alumbrará a los paganos
y que será la honra de tu pueblo Israel.

Pero a la vez, dirigiéndose a la Virgen le auguró la espada que le atravesaría el corazón.

Otro tanto proclamó la anciana profetisa que, no bien haber visto al Niño que venía a ser presentado por sus padres al Templo, fue a su encuentro y les hablaba de Él a todos los que esperaban la liberación de Israel.

La mención dolorosa de Simeón a María permite saber qué había visto él en aquel Niño. Y no era sólo la majestad terrena de un Rey Mesías, que también él esperaba ver antes de morir. Ha visto la salvación, dice el apóstol que dijo Simeón. Una salvación que Dios ha comenzado a realizar, dice, ante los ojos de todas las naciones, un espacio abierto de la mayor dimensión, en el cual Jesús habrá de mostrar el derecho que tiene por ser quien es.

Pero quién es, aun a la vista de todas las naciones y a la vista de los suyos, no parece que lo hayan entendido todos, ni la mayor parte. Sólo unos pocos y tal vez no del todo.

Por un momento, volvamos al episodio que ya mencioné. Aquel en el que o la madre de Santiago y Juan o ellos mismos, piden un lugar a la derecha y a la izquierda de Jesús cuando llegue a su reino o a su gloria. La respuesta inmediata de Jesús, según san Marcos, deslinda lageografía de aquel reino:

«No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber la copa que yo voy a beber, o ser bautizados con el bautismo con que yo voy a ser bautizado?»
Ellos le dijeron: «Sí, podemos.» Jesús les dijo: «La copa que yo voy a beber, sí la beberéis y también seréis bautizados con el bautismo con que yo voy a ser bautizado; pero, sentarse a mi derecha o a mi izquierda no es cosa mía el concederlo, sino que es para quienes está preparado.

Curiosa es la sucesión de estos hechos, porque apenas inmediatamente antes, según el testimonio de los Sinópticos, Él les habló claramente:

Cuando iba subiendo Jesús a Jerusalén, tomó aparte a los Doce, y les dijo por el camino: «Mirad que subimos a Jerusalén, y el Hijo del hombre será entregado a los sumos sacerdotes y escribas; le condenarán a muerte y le entregarán a los gentiles, para burlarse de él, azotarle y crucificarle, y al tercer día resucitará.

El segundo espacio abierto, como dije, tiene su epicentro en el Gólgota.

Allí, elevado por encima de los hombres, como puente entre el cielo y la tierra, también a cielo abierto y ante la vista de todos, Jesús se sienta en un trono nuevo, extraño. Y en una acción inédita y creativa, padece y muere para redimir a los hombres del pecado y la muerte, para que ellos ya no mueran eternamente. Un ejército de un sólo hombre, un combate personal, singular, cruento tanto como glorioso. Un triunfo paradojal a la vista de todos, que están viendo una aparente derrota decepcionante, desconsoladora.

Apresado, maltratado, torturado, juzgado inicuamente, condenado, derrotado. Una vía dolorosa que lo conduce al trono desde el cual, exhausto primero, muerto después, comienza un nuevo Reino.

He dicho antes que el trámite de los juicios y la condena de Jesús se da en una sucesión alternada de espacios abiertos y cerrados. Tanto desde la salida de la casa de la Última Cena como en el Huerto de los Olivos, la procesión a la casa de Anás y Caifás, el envío a Herodes en medio de su estancia en el Pretorio y allí las sucesivas entradas y salidas de Poncio Pilato, para exhibir a Jesús, para hablar en privado con Él. Junto con ello, también hay que señalarlo, el ritualismo judío de no entrar en el Pretorio y acusar a Jesús ante Pilato desde afuera, para no contaminarse. Y el contrasentido de proclamar que su sangre caiga sobre ellos y su descendencia, cuando el procurador de Judea se desentiende de esa misma sangre.

Fue ante el sumo sacerdote, en su palacio y ante el sanedrín, que Jesús afirmó ser el Cristo, el Hijo del Bendito: «Sí, yo soy, y veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y venir entre las nubes del cielo.» Es de notar también el hecho de que Jesús afirma su realeza ante Pilato que entrando al Pretorio vuelve a interrogarlo arteramente:

Entonces Pilato entró de nuevo al pretorio y llamó a Jesús y le dijo: «¿Eres tú el Rey de los judíos?»
Respondió Jesús: «¿Dices eso por tu cuenta, o es que otros te lo han dicho de mí?»
Pilato respondió: «¿Es que yo soy judío? Tu pueblo y los sumos sacerdotes te han entregado a mí. ¿Qué has hecho?»
Respondió Jesús: «Mi Reino no es de este mundo. Si mi Reino fuese de este mundo, mi gente habría combatido para que no fuese entregado a los judíos: pero mi Reino no es de aquí.»
Entonces Pilato le dijo: «¿Luego tú eres Rey?» Respondió Jesús: «Sí, como dices, soy Rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz.»
Pero el tono dominante de este momento es el del Gólgota.

Y allí el contraste sabido y tantas veces visto. Una semana apenas entre una manifestación cósmica y la otra. Una semana apenas entre un trono a cielo abierto y el otro igual, distintos ambos, pero, en realidad, el mismo trono.

El día de los Ramos, Jesús no habló, que sepamos, y de todas maneras fue aclamado. Ahora, afirmando dos veces su majestad y su realeza, ante judíos y romanos, y su más alta majestad que es la de ser el Cristo, el Mesías, y el Hijo del Bendito, es juzgado, apaleado, azotado y condenado a  muerte.


*   *   *

Antes de pasar al tercer espacio abierto que he elegido como representación simbólica, hay que hacer un alto para confrontar estos dos anteriores.

¿Cuánto de aquellas expectativas y anhelos respecto de Jesús tiene valor simbólico? ¿Cuánto de aquello es tipológico y en qué sentido lo es?

Hay dos manifestaciones de Jesús a la vista de todos ante las cuales los que ven no ven más allá de lo que están viendo.

Por los relatos del Nuevo Testamento, casi todos están esperando lo primero y no están esperando en modo alguno lo segundo y no porque no les haya sido dicho una y otra vez. Esperan la majestad de un Rey Mesías y su triunfo inarrugable y no esperan para nada su derrota. El texto de los Evangelios es duro: inmediatamente después de la afirmación rotunda de que es el Mesías, Pedro lo niega.

Dicho en términos corrientes, la entrada de Jesús en Jerusalén el Domingo de Ramos, resultaba así para la mayoría de sus seguidores el plan A.

Cuando recorrimos antes sucintamente los afectos y sentimientos de los discípulos, vimos lo mismo. Su perplejidad, su temor, su espanto, su decepción ante la muerte de Jesús, parece a las claras indicar eso. El plan A ha fracasado y no lo esperaban. Jesús podía ser críptico a veces, misterioso, incomprensible de a ratos, pero no podían engañarse cuando veían a las multitudes seguirlo incondicionalmente. Pudieron no haber tomado en cuenta lo que tantas veces dijera o aludiera o se aplicara a Sí mismo. Pudo haberles parecido reservado en exceso respecto de sus planes futuros, pero si fue así, la entrada en Jerusalén al grito de aclamación por la llegada del Hijo de David, coronaba las expectativas.

Judas era ladrón, dice san Juan, en el episodio del perfume carísimo derramado a los pies de Jesús, por la que fue perdonada (12, 4-6). No le interesaban los pobres, dice san Juan. Era ladrón y manejaba la bolsa. Pero su argumento fue social y político y sus expectativas mundanas tenían algo en común con las de otros, como se ve en varios pasajes que ya he citado. Y es curioso también el hecho de que los mismos apóstoles tuvieran quienes se ocuparan de atender necesidades, diríamos, sociales, inmediatas. Y que lo hicieran para mejor servir como discípulos a su Maestro.

El caso es que, en breve lapso, las circunstancias cambiaron y las que eran multitudes de aclamadores se volvieron turbas furiosas de indignados que le reclamaban a los gritos al procurador ¡Crucifícalo! Era la misma persona, ya sabemos. Aclamada y denostada por lo mismo: se llamó Rey y de los dos reinos.

La respuesta de los discípulos fue la que ya vimos: la casa cerrada.

Para que esa casa cerrada cambie de significación habrá que esperar todavía.

En términos corrientes también, podría decirse que con el tiempo apareció una especie de plan B.

En substancia, lo que vino más adelante no es sino la comprensión asistida por la Gracia, no es sino el fortalecimiento de la fe, una luz nueva y más potente para ver y entender el único plan, el plan de la Redención.

Entonces, ¿en qué sentido hay que entender eso que llamé el plan B?

Aquí me aparto un tanto de las Escrituras y no las cargo con el peso de lo que sigue. Propongo una interpretación tipológica personal.

Hay a lo largo de la historia circunstancias similares a estos dos momentos. Por lo pronto, tiempos en los que Cristo entra triunfalmente por entre los hombres y a cielo abierto. Y esto equivale a períodos históricos en los que el cristianismo se vuelve Cristiandad, una extensión espacial y temporal que expresa la primacía y la centralidad -también temporal e histórica- del Hijo de Dios. Hay un Rey y tiene su primacía. Una primacía que se hace leyes, modos sociales y hasta económicos, cultura, arte, ciencia. Y todo ello se derrama en un tipo de bienestar para los hombres que reciben los beneficios de esa concreción temporal -y por cierto también espiritual- inspirada en el cristianismo. Y es claro que eso no es extraño al cristianismo, ni le está vedado. De hecho, los mismos textos del Nuevo Testamento dicen el modo cómo vivían los seguidores de Jesús después de Pentecostés en las comunidades cristianas. Y la misma historia atestigua cómo el cristianismo fue inspirando leyes y costumbres civiles, cómo desterró o suplantó o se superpuso a las costumbres y creencias paganas. En muchas ocasiones fue enhebrando los hilos sueltos del paganismo, algunos de ellos muy valiosos, en beneficio de la vida del hombre sobre la tierra y no excluyentemente respecto de su destino eterno. Y lo bien que hizo. Porque estaba bien que el cristianismo se derramara y corriera por los grandes mares de los asuntos del mundo, como por los ríos caudalosos, por los arroyos menores y hasta por las acequias familiares. No puede ser de otro modo: el bien es de suyo difusivo. Y puesto a fluir, el mayor bien para el hombre fertiliza sus tierras, mejora sus cosechas, alimenta a más gentes, ordena y bonifica sus leyes, enaltece sus artes. Pero, antes y mejor, restaña la herida en sus corazones y limpia la fuente de la que manan sus pensamientos, sus palabras y sus obras. Y todo ello, digo, no está en discusión. El bien que el cristianismo puede hacer -y que, repito, efectivamente ha hecho- en el valle de este mundo, es indiscutible. También en la vida civil, también en la comunidad de los hombres.

Es claro que los cristianos que vivieron en esos tiempos o que gozaron de tales beneficios tuvieron que admirar el edificio de la Cristiandad y aclamar su grandeza, como los apóstoles admiraron el Templo, caminando con Jesús a través de aquella magnificencia. Lo quieran reconocer o lo puedan entender los detractores del cristianismo, la Cristiandad estableció infinidad de costumbres en el tiempo y en el espacio humanos. Y de ello no se beneficiaron sólo los cristianos.  No hay aspecto de la vida humana que no haya resultado afectado por la concepción cristiana del hombre y del mundo. Del este mundo y del mundo futuro. Y lo atestiguan así las historias honestas de cuanta disciplina o acción humana quiera considerarse.

Es decir, nada fue igual entre los hombres -cristianos o no- después del cristianismo. Y después de la Cristiandad.

Suelo mencionar al respecto un episodio en realidad trivial, pero que estimo significativo. A fines del siglo XX, cundió el terror en un mundo tecnificado e informatizado. El efecto 2K ponía los pelos de punta al entero planeta. Había que prever si los componentes de las computadoras y algunos otros adminículos electrónicos iban a reconocer el 1 de enero del año 2000. Y parecía que no había forma de saberlo. Suspenso y terror. Las máquinas ya omnipresentes llegarían al 31 de diciembre de 1999, eso sí. ¿Y después? El comportamiento de los componentes era impredecible y un aire helado de escatología tecnológica corría por la  espina dorsal de todas y cada una de las torres de Babel que el hombre había levantado con sus manos y de las que se sentía orgulloso. Ya sabemos que no pasó nada de lo que se esperaba con pavor. Un sólo ejemplo: ¿qué hubiera pasado con el mundo del dinero si las máquinas que lo cuantifican y administran, de pronto y literalmente de un segundo para otro, volvían al 1 de enero pero de 1900, o al 0, o quien sabe adónde pero no iban al 2000?
 
¿Cuánta riqueza se hubiera evaporado como si nunca hubiera existido? ¿Qué descalabro global en toda documentación, registro o memoria en toda clase de asuntos, habría puesto al mundo de cabeza, confundiendo las venas de información que se traman bajo la piel del planeta y que dependen de un simple número? 

¿Cuál era la razón y causa de ese problema global que no respetaba regiones geopolíticas, idiomas, religiones? Una tontera, en realidad. La cuenta de los años era la cuenta cristiana. Dos mil es un número cristiano. Rémora, diré también, de un reloj espiritual que tasaba la vida en el mundo no sólo cronológicamente. Un mundo que ya no era el de Cristiandad, pero cuya existencia, en aquellas venas ocultas del silicio y de los componentes electrónicos y en las mentes de los que programaban su funcionamiento, se regía por el nacimiento de Cristo. Podría haber pasado con la cuenta de los judíos, de los musulmanes, de los ortodoxos, de los pigmeos, de los maoríes, de los aztecas o de cualquier tribu o conglomerado de existencia milenaria. Pero pasó con la cuenta de los años según el cristianismo. ¿Una formalidad? 

Supongamos que sí. Pero era una formalidad consistente con las miles de formalidades que se pasean por el mundo sin saber o sin reconocer su origen cristiano o la influencia del cristianismo en lo que son y en cómo llegaron a ser.

Puesta la vista en la historia del mundo tal como ocurrió desde el nacimiento de Cristo, no es descabellado suponer que un cristiano sintiera que el destino de la Cristiandad era como el destino de un Rey Mesías que, entrando triunfalmente en la historia, pusiera ¿al cristianismo o a la Cristiandad? por encima de todas las naciones del orbe y consumara en la historia el reino de la paz y de la justicia.

Como dije, esos siglos de esplendor cristiano pueden ser -al menos subjetivamente- percibidos con una emoción similar a la de quienes vieron a su Maestro entrar triunfante por las calles de Jerusalén. Y más. Pueden algunos pensar aun hoy que la "derrota" de la Cristiandad y la creciente desfiguración del cristianismo (en éste o en otros tiempos anteriores), no son sino un motivo de tristeza y desolación que clama al Cielo, por lo que se frustró con ello. No necesariamente por las razones que las profecías anticipan. No tampoco o solamente por una tristeza justificada por el envilecimiento o la destrucción de lo bueno o aun de lo sublime. Sino por el fracaso del que pudo haberse considerado como el plan A. Lo que tendría que haber sido y resultó que no fue. No prosperó aquí en este mundo, no ahora en este tiempo de la historia.

En palabras de los discípulos de Emaús: «¡Tú eres el único forastero en Jerusalén que ignora lo que pasó en estos días!»

Es curioso que lo digan. ¿Jesús, el único extranjero en Jerusalén que no sabe lo que pasó en estos días? Hay una sola verdad en esa frase: era galileo, efectivamente, y en ese sentido extranjero en Jerusalén.

¿Y qué es lo que Jesús no sabe, según aquellos que somos sus discípulos?

 «Lo referente a Jesús, el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y en palabras delante de Dios y de todo el pueblo, y cómo nuestros sumos sacerdotes y nuestros jefes lo entregaron para ser condenado a muerte y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que fuera él quien librara a Israel. Pero a todo esto ya van tres días que sucedieron estas cosas. Es verdad que algunas mujeres que están con nosotros nos han desconcertado: ellas fueron de madrugada al sepulcro y al no hallar el cuerpo de Jesús, volvieron diciendo que se les habían aparecido unos ángeles, asegurándoles que él está vivo. Algunos de los nuestros fueron al sepulcro y encontraron todo como las mujeres habían dicho. Pero a él no lo vieron».

Hay más de una verdad en lo que dicen. Sobre todo, la última oración: a Él no lo vieron.

El plan A, había fracasado. Nosotros esperábamos que fuera Él quien librara a Israel.

¿Y el plan B?

Arriesgo a decir que, para algunos, la Cruz es el plan B. Es aquello que ocurre y a lo que hay que atenerse cuando el plan A ha caído y se ha frustrado. 

Es lo único que puede hacerse; es el momento de la resignación y el dolor, que debemos padecer porque el enemigo ha cimbrado las columnas del reino, y se han resquebrajado y partido al fin, cayendo sobre los mismos que habitaban al amparo de su majestad, universalmente reconocida. La Cruz es aquella bandera a la que hay que aferrarse cuando se ve con decepción que la Cristiandad ya ni siquiera cruje o se tambalea sino que yace vilipendiada, escupida, torturada, burlada, juzgada injustamente, condenada y, llegado el caso, muerta. Se espera, claro, con una esperanza agridulce, su restauración y su resurrección en la historia, más potente si acaso que antes.

Mientras eso no ocurra, se vive el tiempo de la desolación y de la angustia. Se sufre el mismo terror ante la desaparición súbita del reino y su rey, tal como lo padecieron otros antes, viendo la muerte de Jesús.

En sentido tipológico, se vive ese tiempo angustioso como el tiempo de la Pasión y la Muerte. El tiempo de la Cruz. Lo que nos toca, una vez caída la majestad del trono y despedazado el reino que apenas no hace mucho caminaba entre vítores por las calles del tiempo de la historia. La Cruz, así, es el plan B. Es, si acaso, el consuelo que nos queda, sabido el fracaso el plan A. Es la circunstancia que nos sume en la tristeza, la que nos obliga con un sentimiento ambivalente y difuso a enclaustrarnos, a encerrarnos en una casa cerrada -y con doble llave- bien lejos del transcurso de la historia, por temor a los judíos, no importa cuáles sean las amenazas que lleven ese nombre en un tiempo determinado.

Y entonces comenzarán los recuentos, las elucubraciones, las suposiciones y los alegatos. ¿Qué pasó? ¿Cómo pasó? ¿Cómo nos pasó? ¿Por qué se perdió lo que perdimos? ¿Cuáles enemigos frustraron la gloria de la Cristiandad? ¿Por qué no prosperó la liberación de Israel?

Y a ello seguirán las propuestas para paliar los tiempos terribles del plan B. Los tiempos que laceran, los de la persecución, los que nadie quiere y que sobrevienen como un castigo a la humanidad por su defección de la Cristiandad. ¿Qué hacer mientras nos toca esta Cruz? ¿Cómo preservar aquello que brilló sin medida cuando el plan A parecía el pináculo de la historia? ¿Cómo resguardarlo para cuando sea preciso colocarlo otra vez en el sitial que esperamos vuelva a fulgir sobre las naciones?

Y entonces, visto así todo, habrá las miradas al horizonte de la historia, a su disolución y desintegración. Y, con eso, los tiempos de otear la llegada de quien vengará la frustración de la Cristiandad, del plan A. Y, el que venga, aun vengará a quienes burlaron siquiera la expectativa de los que se refugiaron en esa espera angustiosa, que significó para ellos el plan B, tras las puertas con llave de la casa cerrada.


*   *   *  


El tercer espacio abierto es el del tiempo que va desde la Ascensión a Pentecostés. Es un engarzamiento de momentos.

Los apóstoles y discípulos van recobrando un ánimo que habían perdido. Ahora sobre bases bien distintas, que son las bases que se establecen sobre hechos cada vez más extraordinarios. Y la palabra extraordinarios resuelve bien el carácter de esos días. La Muerte no parece haber sido el primer suceso extraordinario, visto tal como pudieron haberlo visto muchos. Fue desastroso y angustiante para ellos.

Pero la mirada, si fue ésa, fue incompleta, porque también fue extraordinario, en orden al plan maestro de la Redención, tal y como se los había dicho claramente Jesús.

De modo que la Resurrección fue entonces a sus ojos lo primero extraordinario y se confirmó lo inusitado del hecho con las sucesivas apariciones de Jesús, en esos cuarenta días que siguieron a la Crucifixión hasta llegar a la Ascensión. De haber incluido desde el primer momento en sentido recto la Muerte en esa sucesión extraordinaria, tal vez las cosas hubieran sido distintas en algo fundamental: la casa cerrada, precisamente. Pero no ocurrió así hasta que no pasaron los días. La iniciativa la tiene Jesús, por supuesto. Él, manifestándose, va poniendo las cosas en su sitio. Y a medida que Jesús interviene, los discípulos van tomando valor. Un valor que se manifiesta también en la historia.

A tres días de la Muerte, sucede el episodio de Emaús, al que vuelvo por su rico valor tipológico. Entiendo que los elementos se ven allí condensadamente claros. El espacio abierto del camino con una doble significación, que se modifica por la intervención de Jesús, y el episodio que ocurre en una casa cerrada que también se trasmuta por su intervención. Es el espacio abierto del camino y llegada la noche, el mismo espacio abierto del camino con la noche ya entrada. Del primero -todo viento inclemente y oscuridad- han huido los discípulos para refugiarse; al segundo se lanzan sin temor y sin esperar la luz del día, después de que Jesús resucitado les ha mostrado el sentido de las cosas que ocurren. La misma casa es, como digo, refugio en una primera instancia. Pero, ya con Jesús adentro, ese espacio de resguardo se vuelve el espacio de la manifestación, especialmente en torno a la partición del Pan y a la explicación de las Escrituras.

Más y más Jesús se asegura de que quienes lo siguen, efectivamente lo sigan. Y así se va retirando la agorafobia perpleja y angustiada para ir dejando paso a nuevas manifestaciones a cielo abierto, universales.

Como ya he dicho, la elección de quien reemplazará a Judas es un indicio de que la cerrazón de la casa cerrada se ha ido retirando también del ánimo de los discípulos, para dejar paso a una perspectiva distinta. Tomar esa decisión recluidos no significa que la reclusión provenga del temor. El hecho mismo de esa continuidad buscada con la elección de Matías es contradictoria con la desesperación o el agobio. Quien huye deja cosas y aun las deja por el camino, descuidadamente, aligera su paso para escapar. Pero aquí los apóstoles completan su número, crecen con determinación, no decrecen con desesperación.

Jesús, como vemos, va apareciendo una y otra vez, en espacios tanto abiertos como cerrados. Un punto alto de la expresión de aquella nota universal podríamos encontrarlo en la segunda pesca milagrosa, a orillas del lago de Genesareth, y la subsiguiente caminata por la playa de Jesús con Pedro, y a la distancia Juan, que nos hace volver la mirada hacia una misión universal para la que Pedro, en primer lugar, pero no solamente, debe ser preparado. Una misión que acaba de ser prefigurada en la cantidad de peces que llenaron las redes.

La Ascensión nos pone de nuevo a cielo abierto. Es la tercera vez en estos episodios que Jesús se eleva por sobre el valle de este mundo. Y es la última. A Jerusalén entró montado en un pollino, en la Cruz pendió de un madero. Ahora, a la vista de todos, se eleva por sí mismo hasta llegar a la altura mística en la que quedará sentado a la derecha del Padre. Esto último es algo que no vemos pero creemos. Como creemos en la advertencia con la que los ángeles nos reconvienen por quedarnos mirando al cielo. Volverá, nos dicen, y reinará, agrega el Apocalipsis, recibiendo en herencia todo lo creado, las naciones de los hombres incluidas.

Finalmente, Pentecostés. En los altos de la casa que suelen ocupar en Jerusalén en esos días. Ya no aparecen encerrados, están allí porque Jesús se los ha indicado para que esperen la venida del Espíritu Santo. Un espacio cerrado distinto, nuevamente el de la manifestación, una vez más el espacio cerrado de la teofanía, el espacio sacro.

Y la primera acción de los discípulos, ya con los Dones recibidos, es salir a la plaza pública, temprano por la mañana, y anunciar sin temor y con una luz nueva lo que ha ocurrido con Jesús. Dones recibidos que han fornido tanto la inteligencia y el corazón como el coraje y que les permiten ver y decir lo que es el Reino y en qué sentido el Rey se ha ocupado de él. 


*   *   *

Dejé para el final el tratamiento del espacio cerrado porque, como se dijo al comienzo, es al parecer el que mejor se adecua a nuestros tiempos.

Para un buen número de los cristianos, son tiempos inclementes en todos los órdenes. No hay asunto de la vida civil o religiosa que no nos enfrente a la cuestión de adónde ir o qué hacer.

Por cierto, la inclinación más espontánea no es la de salir a cielo abierto, no es la de ir al encuentro de aquellos que tememos. Afuera, todo resulta hostil y peligroso.

Son escasas o nulas las posibilidades de ver bajo el cielo una entrada triunfal en la ciudad de los hombres, la de acompañar al Rey por las calles aun de la ciudad de Dios, la del Reino incoado.

No hay posibilidad a la vista de que el plan A esté vigente.

No pocos cristianos tienen la sensación de que de algún modo han caído no solamente en desuso, sino que son perseguidos. La ley, las costumbres, la cultura, la política, la economía: todos territorios ocupados por el enemigo. Pronto, será todavía más acuciante: vendrán muy probablemente casa por casa, a requisar costumbres, creencias, la Fe, la Gracia, la Esperanza, el Amor. Y ya vienen por nuestros hijos en la educación y en el entretenimiento, y vienen por los varones y mujeres, por los ancianos, vienen por los enfermos y los dolientes, y por la misma naturaleza. Todo ha de ser resignificado y el cristiano que busque bajo el cielo dónde reclinar sus ojos para encontrarse con la verdad o el bien o la belleza, no encontrará ruinas siquiera de la Cristiandad. Hallará en su lugar, y en toda cosa, algo nuevo y monstruoso que con una nueva lengua y una nueva gramática, pervertidas ambas, lo inste bajo la presión de una tiranía perversa y omnipresente, a pronunciar palabras inmundas para expresar ideas inmundas de cosas inmundas.

Es probable, entonces, que muchos crean y sientan en la hondura de su corazón que no queda más remedio que refugiarse en la Cruz. En el plan B. Y que consideren que de ese modo preservarán las reliquias de la Cristiandad, ese plan A que se ha esfumado de los ojos.

Aquel temor a los judíos que empujaba a los discípulos y a los apóstoles a encerrarse en una casa cerrada, a transitar caminos infrecuentes en medio de la noche para no ser vistos, ha vuelto. Ese temor a los judíos es el signo a la vez del temor de nuestros días, como aquella persecución es el signo de la de hoy. Y la persecución tanto sisea como un ofidio como grita como un energúmeno. En el sanedrín reunido como en el Pretorio.

Porque es claro que es una persecución.

En otras partes lo he dicho ya. El cristianismo, en nuestros días, no necesita sobreactuar sus diferencias con el mundo que lo rodea. No necesita siquiera plantear agonalmente sus creencias, volverlas dialécticas en una disputa apologética con el mundo. Basta con que formule su credo para resultar intolerable. El Credo. Simplemente. Porque todas las verdades allí contenidas son inadmisibles.

La única oración que Jesús nos enseñó cuando le pedimos que nos enseñara a rezar, ya es inadmisible desde su nombre mismo, políticamente incorrectísimo: Padre nuestro.

Y otro tanto con el Credo: Creo en un solo Dios, Padre omnipotente...

Aquel Credo del incrédulo que formulara zumbona y certeramente el padre Castellani ya es oficial en casi todos los ámbitos. Ya es un nuevo paradigma establecido, ya es una nueva fe.

En muchas ocasiones en los últimos tiempos, he sido testigo de la perplejidad de algunos que creo que con sinceridad dicen no entender lo que está pasando, que no imaginan hasta dónde llegará el ataque y que no conciben qué se propone el enemigo.

Un modo de perplejidad que, creo, a esta altura de estas páginas, ya hemos visto más de una vez. No en nosotros, sino antes en los primeros discípulos.

Pero, a la vez, un modo similar de incomprensión que ya vimos en los discípulos y apóstoles. En la suya está figurada también la de nuestros días y tal vez por motivos similares. Y creo, si me apuran, que sin tal vez.

He dicho antes que un mismo espacio significa de modo opuesto.

Aquel espacio cerrado de los altos de la casa de la Última Cena, significa la sacralidad en cuyo ámbito la Transubstanciación revela a la Víctima, a la Promesa Redentora.

De forma incruenta, el Señor anticipa su sacrificio y alimenta a los suyos con la Carne y la Sangre de su Cuerpo. Porque el alimento da vida y Él vino a dar vida a los que estábamos muertos por el pecado. Porque Él es la Vida.

No están reunidos allí por temor, no los ha juntado el espanto. Jesús confirma la sacralidad del templo, su carácter separativo, la selección del espacio de una manifestación a los ojos de la Fe. Con ello no establece una novedad, sino la plenitud de la teofanía en el espacio sagrado, separado. Y el Templo está donde está Él.

Pero lo que parecería una contradicción, tal vez lo resuelve la etimología de la palabra liturgia, que es la que propiamente se refiere a los ritos sacramentales.

Es así. Leitos Ergía (érgon): una obra, un servicio en público. Con ese significado, dicen los peritos, aparece también en Platón y Aristóteles.

Más allá del sentido inmediato de lo público, debe entenderse más bien aquí el valor universal de aquellos ritos. Sacro y universal no se oponen contradictoriamente. Y en ese caso, que es el caso epónimo, menos aún. 

Es otra paradoja más del cristianismo y quizás la más notable. Lo que se consuma ritualmente en un espacio cerrado, separado, sacro, tiene un valor universal que traspasa el espacio y traspasa el tiempo. Una densidad inusitada que, quizá como la aparición de la primera luz que estalla en la Creación y que es el inicio de la increíble expansión de toda creatura, también ahora estalla alcanzando todos los rincones de lo creado. Y aun de lo increado, en virtud de que es la misma Persona divina el origen de esta nueva obra, de esta nueva creación.

En Emaús, como ya dije, aparece nuevamente la resignificación del espacio cerrado. Y lo produce nuevamente el rito. Porque lo reconocieron al partir el Pan.

Una nueva manifestación, como ya dije también, se da en la casa de Jerusalén al llegar el Espíritu Santo sobre los discípulos y la Virgen, allí presentes.

Esta vez bajo la forma de un fuego que es de la misma naturaleza que aquel fuego que, como ya dijera Jesús, vino a traer a la tierra y qué querrá sino que arda. Un nuevo estallido, una nueva expansión desde el espacio sacramental al espacio abierto, como una consecuencia espontánea y natural. Salen inmediatamente a las calles los apóstoles encabezados por Pedro, a hacer partícipes de esa luz y de ese calor de la Caridad a todos cuantos andan por Jerusalén que, para mejor significar tipológicamente, son de todas partes.


*   *   *

Sin embargo, tal vez haya que puntualizar un asunto todavía.

Y es respecto de la liturgia, precisamente.

En su expresión más fulgente, densa y honda, podría entenderse también ella como un "producto" de la Cristiandad. 

Me resulta claro que la concreción de un rito es ciertamente -y es deseable que así sea- el resultado de una inteligencia que, como en este caso, se volvió con el tiempo y hasta cierto punto del tiempo cada vez más aguda y ello principalmente por haberse vuelto, más y más, dócil a la Gracia. Y, por eso mismo, también es el reflejo de una comprensión teológica que, a la vez que recibe y contempla los misterios, plasma esa contemplación en signos sensibles que permitan a otros contemplarlos en la magnificencia que les es propia.

Sin duda la Cristiandad es aquel espacio abierto cuya expansión ya mencioné y cuyo valor ya estimé más arriba. En su seno se formularon las expresiones cada vez más certeras de lo divino, de lo humano, del mundo y de la naturaleza de la historia y del plan divino. Un impulso por conocer toda la verdad posible del Cielo y la tierra con el objeto de dar con eso gloria a su Creador. La liturgia que plasmaron aquellos siglos traduce aquellas expresiones y las transforma en alabanza y en oración. Y mueve una disposición particular del corazón humano que, dócil a la Gracia, insisto, también contempla el orden del universo creado y a su Creador y eleva al hombre a la contemplación de los misterios que son la raíz de ese orden. Un camino tan interior al corazón humano que reza como el publicano de la parábola, como exterior al imitar con signos humanos la reverencia debida al Padre por las creaturas espirituales, de la primera a la última, asociadas con todas las demás creaturas que les fueran dadas en custodia y don. Y de ello se sigue también la acción de gracias que, en esos ritos, reconoce la deuda doble que el hombre tiene con Dios: haberlo creado y haberlo redimido. Y al final, la petición que condensa con potencia el Padre nuestro.

Entre otros excelentes, la Commedia de Dante podría ser un ejemplo del andamiaje que sostiene la piedad de los hombres y que a la vez expresa las columnas invisibles que sostienen la historia y su fin, cuyos cimientos están en lo más alto.

En un sentido parecido, y hablando de santo Tomás de Aquino, dice Chesterton que el Angélico plantea al comienzo de la Suma Teológica la cuestión acerca de si Dios existe. Santo Tomás, sostiene el inglés, contestó que sí y así se fueron desgranando las restantes cuestiones. De haber contestado que no, la Suma habría terminado allí.

Visto así, es natural que un cristiano vuelva su mirada a aquellos siglos y la vuelva con admiración y, desde hace bastante, con una nostalgia honda y lacerante.

Pero haría mal un cristiano en enfocar su nostalgia simplemente en el momento histórico en que el cristianismo hizo florecer una civilización e insufló con sus respuestas acerca de Dios, el hombre, el mundo y la historia, la vida entera de una civilización, de una cultura.

Entre ambas cosas, el cristianismo y la Cristiandad, sólo el primero tiene asegurada en este valle y en el tiempo de la historia su permanencia hasta el fin de los días.

La liturgia que exprese la manifestación de Dios a los hombres y oriente su piedad hacia Él, es antes que nada la expresión del cristianismo. Es una secuela de la manifestación de quien fue para el hombre el Sacerdote epónimo y el centro mismo de esa liturgia es su sacrifico redentor y su Resurrección, la máxima obra de Dios para y entre los hombres. Sus ricas variantes, sus resonancias profundas de misterios insondables, su educación de los ojos, la mente y el corazón, su acompañamiento excelente de la vida del hombre terreno de camino a la alabanza eterna en el Cielo, su reverencia consonante con la alabanza de los ángeles, es antes que nada expresión del cristianismo. Es, por así decirlo, una extensión de la respuesta a la demanda de los hombres: Señor, enséñanos a orar.

Y eso es antes que nada. Y eso es mucho antes de ser la expresión destilada en un tiempo determinado, sin que ello signifique mengua alguna para la excelencia de ese tiempo. Y por esa misma razón, la concreción de una liturgia nacida al calor de un tiempo determinado, aun en variedades todas ellas significativas y valiosas desde todo punto de vista, ha de ser preservada en razón de que es una cumbre excelente de la piedad debida al Creador.

Tal vez podrá el cristiano que aprecie y entienda de este modo las cosas, atribuir todo ello de tal manera a la Cristiandad que llegue a sostener aquellos ritos más que por ser una expresión sublime del cristianismo, por ser una expresión sublime de la Cristiandad, con todo lo espléndida, admirable y deseable en tantos aspectos que fue aquella edad del mundo.

Confundir una cosa con la otra, podría parecerse mucho a posar la mirada en la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén y congelar la historia de la Redención en ese momento refulgente, a la vista entera del espacio abierto de la historia. 

Aunque admito que esta advertencia se posa sobre una sutileza, no creo verdaderamente que sea una sutileza fútil. Después de todo, no sería la primera vez que los hombres nos confundimos respecto de Jesús, de su Encarnación, y de su acción redentora.

Así visto, podría ocurrir que -por excelente que fuere- el refugio en la liturgia se volviera un refugio en la casa cerrada a la que fuimos a dar cuando lo que entendimos era el plan A, cayó.

Y, aunque redundante, vuelvo al sentido de esta proposición, porque es parte substancial de estas reflexiones.


*   *   *

En estas páginas, he planteado una cuestión que surge de lo que entiendo hiere la vida de un cristiano en los tiempos presentes. Fui a buscar al tiempo paradigmático del cristianismo, que es el tiempo mismo de la vida de Jesús y de su Muerte y Resurrección. Miré a los discípulos y apóstoles. Traté de ver allí qué era de nosotros en relación con ellos y, principalmente, con perspectiva tipológica, qué había allí respecto de la comprensión que se haya tenido de Jesús como Mesías y de la naturaleza misma del cristianismo. Los parámetros que me parecieron los más significativos en esa búsqueda fueron los que me ofrecía la mención evangélica y el entendimiento propio de los espacios abiertos y cerrados.

Así llegué hasta aquí.

No fue la intención de estas páginas resolver concretas e inmediatas cuestiones hodiernas que inquietan al cristiano. Cuestiones que veo y que entiendo en muchos casos como importantes. No hay, en ese sentido, ninguna receta en este escrito.

Salvo lo que entiendo es la antigua receta del cristianismo para todo tiempo. Tanto la tipología como la profecía, hablan en las Sagradas Escrituras para los hombres de todos los tiempos. También, algunos de los pasajes de las Escrituras se refieren a tiempos específicos y queda a la intelección de quienes los leen e interpretan aplicarlos a un tiempo determinado o ver si corresponde a su tiempo cada mención en general o algún aspecto particular de ellas.

Doctores hay que entiendan estas cosas mejor que un servidor, y esto dicho a modo de reconocimiento. Pero también es verdad que hablo aquí de asuntos que veo reflejados en los Evangelios y los Hechos de los Apóstoles, porque tales asuntos se refieren a momentos y situaciones por los que atraviesan los discípulos, por sus reacciones, que tienen según entiendo un lazo con lo de nuestros días.

La tensión entre los sentidos contrapuestos de los espacios abiertos y cerrados, significa algo que nos es reconocible. Y más: tan difícilmente comprensible y soluble a la vista de nuestros ojos históricos, como pudo haberlo sido para los discípulos que vivieron aquellos últimos días de Jesús en el reino de este mundo.

Meditar estas cosas en nuestro corazón es el ejercicio mismo de la oración del cristiano en todo tiempo. Obrar conforme a lo que hemos visto y entendido, con aquellos días como emblema, es lo que se sigue, o debería seguirse, espontáneamente. De allí es de donde obtiene el cristiano luz e impulso.

Las obras que se sigan de esta contemplación de los misterios de Dios en la historia de los hombres, no pueden ni ignorar ni desmentir lo que hemos recibido a través de la Revelación. El cristiano, por encima de toda contingencia histórica, tiene un guión raigal de los hechos y, a la vez que con acuidad y prudencia los entiende, busca ver en los signos que ha recibido también, el sentido y el fin de su acción en el tiempo.

Es muy importante considerar el modo como el propio Jesús ve el decurso de la historia de los hombres y eso es algo que también manifiestan las propias Escrituras Sagradas. Y, de este modo, hay un sentido de lo abierto y de lo cerrado que al parecer queda clausurado para el cristiano en su paso por este mundo. No es que no se arroje a ello una y otra vez, es que no debería.

Las razones por las que el cristiano obra en la historia pueden tener motivos temporales inmediatos. Y esto no es algo ajeno al cristianismo, como ya he dicho antes. Pero la razón última de sus acciones, repito, no puede ni ignorar ni desmentir el único plan divino para el hombre. El cristiano ha de tasar la historia siempre con la medida que ha recibido y lo prudencial, en tiempos determinados, debe mantener en alto esas únicas consignas, siempre por encima de las que cada tiempo y circunstancia piden o parecen pedir.

Un número innúmero de acciones posibles rodean al cristiano en ámbitos de lo más diversos. Todas ellas no pueden tener otra guía ni otra condición que las que el propio Jesús estableció. Y la primera es la aceptación de que Él es el Mesías, el Enviado, la Promesa. Y que ha sido enviado para cumplir la promesa del Padre de que enviaría un Redentor y rescataría al hombre de la muerte y le abriría las puertas del Cielo.

El alcance de esto que digo tal vez se vea en un ejemplo, final y conclusivo, y está en el sentido de un episodio que narra el capítulo 9 (1-7) del evangelio de san Juan:
Y al pasar Jesús, vio un hombre ciego de nacimiento, y le preguntaron sus discípulos: "Maestro, ¿quién pecó, éste o sus padres, para haber nacido ciego?" Respondió Jesús: "Ni éste pecó ni sus padres: mas para que las obras de Dios se manifiesten en él. Es necesario que yo obre las obras de Aquél que me envió, mientras es de día. Vendrá la noche cuando nadie podrá obrar. Mientras que estoy en el mundo, luz soy del mundo". Cuando esto hubo dicho, escupió en tierra, e hizo lodo con la saliva, y ungió con el lodo sobre los ojos del ciego: Y le dijo: "Ve, lávate en la piscina de Siloé" (que quiere decir Enviado). Se fue, pues, y se lavó y volvió con vista.
El episodio continúa y su lectura extensa ocupa todo el capítulo. Hay allí nuevamente algo que mirar para entender quién es Jesús. Con ir a ello, se verá.

Pero, ya al final de estas páginas, me detengo en la interpretación de los Padres que trae la Catena Aurea de santo Tomás de Aquino, especialmente en el comentario a una línea del pasaje que transcribí.

Dice san Juan Crisóstomo:
Prosigue el texto sagrado: "mientras es de día", es decir, mientras es permitido a los hombres creer en mí, o mientras dure esta vida, "conviene que yo obre". Y esto mismo da a entender en las palabras siguientes: "Vendrá la noche cuando nadie podrá obrar". Se dice noche, según  aquellas palabras de San Mateo (22,13): "Arrojadle en las tinieblas exteriores". Allí será noche en la que nadie podrá obrar, sino recibir el merecido de sus obras. Si has de hacer alguna cosa, hazla mientras te dura la vida, pues concluida ésta no habrá ya ni fe, ni trabajos, ni arrepentimiento. (In Joan., Hom. 55)
Y finalmente, dice San Agustín:
Si nosotros trabajamos durante esta vida, éste es el día, éste es Cristo. Por eso añade: "Mientras que estoy en el mundo". He aquí que Él es el día mismo. Este día, que acaba con una vuelta del sol, tiene pocas horas. El día de la presencia de Cristo dura hasta la consumación de los siglos; porque Él mismo dijo (Mt. 28,20): "He aquí que yo estaré con vosotros hasta la consumación de los siglos". (In Joanem, Tract. 44)