viernes, 15 de noviembre de 2019

John Tolkien encuentra a Sam Gamgee


Yo quería que fueras, Sam, amigo,
el emblema de un mundo en el que los jardines
son como el mar y como el cielo.
Ondulantes de hierbas y transidos de aromas sutiles bajo las nubes,
florecidos en matas verdeazules enhiestas, manchadas de ponientes.
Hacedores de sombras frescas, como los arroyos de las montañas.

Y vi que era tu oficio: la mano que hace crecer el día entre las cosas.
El mismo sol en todo, la lluvia nutritiva.

La mirada sin tiempo tienen los jardineros en mi tierra.
La mirada sencilla, macerada en paciencia y regocijo.

Yo quería ser tú.

Me sorprendiste un día: eras también el paje, el escudero.

Y te miré otra vez.

Y eras el mismo.

Carpías el destino como a la tierra.
Abrías las acequias de una esperanza apenas tibia.
Podabas desalientos,

abonabas prados que el dolor desdibuja en la memoria,

aferrabas tutores junto a los humanos que desfallecen en lo oscuro,
velabas las semillas del coraje y del asombro.

Yo no lo sabía cuando te encontré,
en aquellos días primeros del último viaje.

Pero, cuando vuelva a encontrarte, 

mi gratitud hará que te llame Juan, como el amado.
Diré que eres Simón, el de Cirene;
quizá tal vez diga José, si es que me atrevo a tanto.

Mientras el siglo muere,
a tientas fui buscando las huellas que dejaste.

Y veo todavía el resplandor sin tiempo,
un suave resplandor que viene de occidente
y que me recuerda la luz
con que mirabas todo a tu regreso al jardín

de tu mundo de jardines.