domingo, 8 de septiembre de 2019

La casa cerrada


En tiempos turbulentos, los hombres, de cualquier extracción o condición, tenemos el reflejo espontáneo de guarecernos. Si se trata de las turbulencias climáticas, buscamos estar bajo techo y no quedar al aire libre, donde las inclemencias no pueden paliarse y hasta pueden ser fatales. Si las turbulencias son de otro orden más grave, más hondo y significativo, el reflejo es parecido.

Cuando un ejército se halla diezmado y desperdigado por el campo de batalla, rodeado por enemigos a los que no puede abatir, es de buena doctrina militar que retroceda, se reagrupe, se ponga a cobijo de sus propias líneas, se recuente y estudie la situación para decidir qué hará.

En ocasiones, del análisis de las condiciones, y también de las diferencias de número entre un ejército y otro, surge la modalidad celular, reducida, más fácilmente manejable, movilizable. Procurar la eficacia y los resultados, o la simple preservación y supervivencia, resignando el despliegue a toda bandera.

Cuando un grupo determinado es perseguido por cualquier razón y el espacio público y abierto le es hostil y es hostil a sus acciones, hace lo propio: se refugia, se aglutina, se retrae. Siempre a un espacio y a un ámbito en el que pueda subsistir y en el que pueda dar expansión a aquello que -fuera de ese cobijo- no es admitido o es combatido.

Esto cuenta tanto para un grupo de malvivientes, como para los simpatizantes de un club de fútbol, o para los miembros de una secta, o para una facción política, académica, cultural. Es, como creo, un reflejo espontáneo y, en ese sentido, natural. Y ocurre tanto con un hombre solo como con un grupo.

Este breve prólogo anuncia la aparición de un asunto que en algo, y en bastante, cumple con esas condiciones. Aunque, como espero exponer, con otras coordenadas que lo hacen distinto.

Para no hacer un párrafo fenomenológico interminable (que, por otra parte, es perfectamente posible en muchos ámbitos y aspectos), circunscribo la cuestión a la situación del cristianismo y de la Iglesia Católica. Y por cierto que me refiero a la situación de los cristianos en estos tiempos que, como es sentencia común, son turbulentos asaz en lo que a la Fe se refiere. Una turbulencia que ha llegado más allá de la vida común y que se instala en el corazón mismo de cada uno, que se enerva en la perplejidad, que se desorienta, que se abate y en algún caso bordea la desesperación.

Vivida a la vez como una derrota, y hasta como un descalabro cósmico, y por cierto como una persecución, esta situación angustia de tal modo que obliga a pensar agónicamente qué hacer con la Fe que se profesa y vive, no solamente en el ámbito público y civil, sino incluso en el ámbito eclesial mismo, ámbito en el que también se respira la misma turbulencia, a veces por efecto de las influencias exteriores, a veces por semillas de malezas que no vienen de afuera sino que son del propio almácigo. Dicho de otro modo, son muchos los cristianos católicos que sienten y perciben y entienden que una vida sostenida en la Fe es imposible -o poco menos- en el ámbito público y, a la vez, difícil y angustiante al interior de la misma Iglesia a la que pertenecen. Pero, como digo, no solamente en esos ámbitos campea la angustia y la desazón, también en el corazón mismo de un cristiano que no solamente se sienta fuera del mundo o incómodo tras los muros de su Iglesia, sino aun incómodo en la ciudadela interior misma de su corazón desgarrado.

Un discurso políticamente correcto diría sin más que el cristiano debe vivir su Fe con Esperanza, Alegría y Amor. Y, aunque lo dicho es verdadero, si ese discurso es políticamente correcto no diría qué son en realidad esas cosas o daría de ellas definiciones gelatinosas. Un discurso políticamente correcto diría también que al interior de la Iglesia no hay tales diferencias, etc. No vayamos por ese rumbo difuso que dice lo que no es. Si acaso fuera necesaria una verificación de que no es así, bastaría citar las innúmeras expresiones contemporáneas protagonistas de una guerra doctrinaria sobre asuntos graves en el seno de la Iglesia, no tanto entre los fieles, sino más bien entre sus dignatarios y príncipes y que alcanza al pontífice. De allí vienen la perplejidad y la desazón entre los fieles. Se ven categorizados según su visión y según la doctrina y liturgia que profesen. Ridiculizados muchas veces, fustigados a veces, no con manifiesta intención de corrección misericorde, sino con un lenguaje faccioso y excluyente, disciplinador. Pero hay otros motivos de mayor peso. Doctrinas difusas y ambiguas sobre asuntos graves, expresiones provocativas en ámbitos no solamente teológicos sino cultutales en general, o políticos, haciendo como establecidas doctrinas y pareceres que lejos de ser católicos se confunden con tópicas mundanas, no solamente arreligiosas o laicas, sino específicamente teológicas, en cuanto suponen una visión y una consideración que traspasan los límites de los asuntos meros de este mundo e intervienen en sentido trascendente. Esto es, el establecimiento de una fe y una práctica consecuente. Una nueva religión y una nueva religiosidad.

Son muchos los católicos que así enfrentados a esta edad del mundo sienten perplejidad y honda disconformidad. Algunos son laicos, otros sacerdotes, otros obispos. Unos sostenidos por una doctrina recibida y que la Iglesia ha establecido como verdadera. Otros como producto de sus estudios y meditaciones. Unos, confrontando unas doctrinas que se alzan y se afianzan, con otras que forman parte de la Tradición y en las que han abrevado; otros, experimentando la perplejidad y la molestia del disenso espontáneo cuando se enfrentan a definiciones intencionalmente indefinidas, cuando no opuestas a su catecismo básico.

Pero todo eso, en términos históricos, es una situación relativamente nueva en la experiencia del cristiano. Es verdad que tenemos una solidaridad con los siglos pasados, somos como de una misma familia, de tal manera que vemos los asuntos del mundo y de la historia del mundo, como los asuntos y avatares de nuestra propia familia. Y aun como etapas y momentos de nuestra propia vida personal, si acaso. Parafraseando a Chesterton, diríamos que uno ingresa a la Iglesia Catolica y de pronto tiene dos mil años. O como si dijéramos, más atrás todavía, que uno se entera de la existencia de Adán y de pronto advierte el parecido con uno mismo. Es decir, a veces da la impresión de que esas cosas cosas ya pasaron, que les han pasados a otros como nosotros antes, y que seguirán pasando, sin que nada de eso menoscabe al final una Fe que parece sobrevivir a los tiempos y a una Iglesia que, vacas más o menos flacas, pervive en la historia.

Ahora bien, mirando la historia hay muchos modos de establecer los períodos en que podría dividirse y las razones que los han generado. Y, según el criterio que utilicemos, los períodos serán tales o cuales. Y aun por eso mismo podría entenderse que la historia tiene tal o cual sentido, tal o cual dirección, tal o cual significado. Incluso, según el criterio que se aplique, podría resultarle a algunos otros que la historia no tuviera ninguna de las tres cosas: como una azarosa construcción temporal sin sentido, sin significado, sin dirección. Indefinida en todo sentido, incluso en su duración.

El cristiano tiene también sus propios criterios para juzgar los tiempos y hacer, fundado en ellos, una descriptio temporum que es no solamente denotativa de períodos temporales sino principalmente connotativa de la calidad de esos períodos. De modo que los años y los siglos son menos importantes que lo que en ellos ocurrió en relación con el cristianismo y, en conseuencia, con la Iglesia Católica.

Un cristiano que quiera conocer la historia de su Fe mirará la historia, en primer lugar, y en ella verá los avatares a los que las tormentas de los mares de este mundo la han sometido no una vez, sino muchas. Y esto dicho de la historia de la Fe, tanto como de la Iglesia. Pero hay algo más: no mirará esos fenómenos en sentido lineal y literal, solamente, sino también en sentido simbólico (su sentido mayor), de modo que concebirá la historia extendida en el tiempo de manera helicoidal, entendiendo que hay un valor simbólico en hechos que se repiten y que no son los mismos. Repetición que, además y precisamente, no está cerrada en sí misma sino que avanza desde el origen y se dirige a la consumación. Eso, bien entendido, hace que la entera historia de su Fe, en el tiempo, comience con Adán, al menos, aunque puede comenzar con la misma Creación.

Para ello, el cristiano cuenta no solamente con la historia, no solamente con las Escrituras Sagradas, sin más, no solamente con la interpretación de ellas que la Tradición y la Iglesia han hecho.

La clave de bóveda para la intelección de la historia de la Fe, de la historia de la Iglesia, y aun de la historia, sin más, es la profecía.

Una intención y acción positiva por la cual se nos devela en último término aquellas cosas sobre las cuales buscamos respuestas: qué significa la historia, cuál es su origen y hacia dónde va.

Respuestas que, a su vez, iluminan -deberían iluminar- nuestros pasos por la historia y nuestras acciones, mientras estemos en el tiempo de este mundo, mientras vemos todo como en un espejo y antes de que veamos todo cara a cara, Dios queriendo.


(Continúa)