lunes, 23 de septiembre de 2019

La casa cerrada (III)


Ese vórtice de la historia que es la Encarnación del Verbo, tiene en su centro lo ocurrido en estos casi dos meses finales de la presencia de Jesús entre los hombres, que son los que se han reseñado más arriba.

Respecto de ese tiempo, hay unas consideraciones afectivas o emocionales que me gustaría hacer antes que otras de otro tenor.

Que sean afectivas o emocionales entiendo que no las vuelve marginales, ni triviales, menos. Por el contrario, están presentes afectos y emociones que son parte de la actitud humana ante los hechos de esos días. Algo que se extiende en la historia y que puede hacerse más acuciante a medida que el tiempo va de más en más al encuentro de lo que vendrá desde afuera de la historia. Los hombres respondemos humanamente y pasiones, emociones y afectos son parte de nuestra humanidad. A tal punto que, como atestiguan las mismas Escrituras Sagradas, de emociones, pasiones y afectos vienen actitudes, inquietudes y respuestas que Dios debe rectificar, y rectificar con frecuencia, como se ve en los que, por aquellos días, fueron los discípulos más próximos a Jesús.

Hay tres momentos que sacuden a los seguidores de Jesús, empezando por los apóstoles mismos.

Un primer momento es la entrada triunfal en Jerusalén. Este momento parece haber sido entendido como el final de los años de vida pública del Maestro. Una apoteosis, al final de unos años que pudieron haberles parecido como nimbados de un aire crecientemente mesiánico. Aquella aclamación era un gesto que al fin parecía coronar al Maestro, lo que para muchos significaba inmediatamente la muestra y la realización de un mesianismo carnal, histórico. La liberación de los yugos mundanos y a la vez la restauración del reino de Israel. Y entre esos muchos estaban sus discípulos también. La entrada en Jerusalén parecía confirmar a sus ojos lo que en los años anteriores era una sospecha, una expectativa. Y esa expectativa, hay que decirlo, estaba también fundada en los pasajes mesiánicos de los profetas. Pero es claro a la vez que Jesús no ahorró referencias a la naturaleza redentora de su misión. Ni reproches o amonestaciones más o menos cordiales ante tales expectativas. Pero, con todo y eso, la expectativa no se desarraigó fácilmente de aquellos corazones, aun después de la Resurrección.

Un segundo momento sobreviene casi inmediatamente al primero y es completamente opuesto. La reacción de los discípulos a partir del clima denso y alarmante que sigue a aquella entrada es, primero, la perplejidad. Se suman los discursos de Jesús, sus parábolas y hasta gestos insólitos nunca antes vistos, tal como la maldición de la higuera. Una prédica urgida que habla crecientemente del final, de catástrofes, de resquebrajamientos. De muerte. Pero que a la vez habla del núcleo redentor de su misión. De su sacrificio y de la razón de su sacrificio, la Resurrección incluída, por cierto. ¿Lo entendían los discípulos? Todo parece decir que no. Ahora, un temor crecía. La agresividad de quienes buscaban matarlo se hacía mayor cada día, cada hora. Y, con eso, un clima de sospecha, de persecución, cubría el espacio rápidamente. Porque todo pasó muy rápido. Y esa sucesión de pasajes grises y tormentosos hicieron las veces de un anticlímax brutal, que comenzó a crecer apenas unas horas después de aquella expresión masiva y popular de reverencia y aclamaciones. Y se consolidaba hasta hacerse terror. Pero, si de emociones se trata, hay que considerar la impresión que tuvo que haber causado la expresión primero adusta y después reconcentrada y doliente del Maestro, no bien comida la Pascua con sus amigos y discípulos, camino del Huerto y ya después en la agonía de Getsemaní. Una agonía que no entendían y por eso dormían mientras Él agonizaba, para mejor pintar el cuadro de Su soledad absoluta, de su exclusividad como Víctima y Sacerdote a la vez. Pedro es el emblema de ese terror, de esa perplejidad. De ladero del Rey Mesías unos días antes, había pasado primero a revolverse furioso contra los que vienen a apresarlo, inmediatamente después al papel de cómplice necesario de un próximo condenado a muerte. Y lo invadió el terror. Y se apartó y negó. Y quedó después frente a sí mismo, mirándose en un espejo que lo asqueó. Salvo el discípulo amado, no parece que la acitud de los restantes discípulos haya sido distinta. ¿No hay algo parecido en Judas Iscariote? ¿Estaba junto a Jesús atraído por sus palabras de vida eterna, como alguna vez dijo por todos Pedro, creo que sin saber del todo lo que decía? Tal vez Judas sea la cara visible y sin otro aditamento de aquella expectativa, que en su caso prendió en un corazón codicioso, y en el de los restantes discípulos fue sólo la carnalidad de un signo que llegó a trasmutarse por acción de la Gracia que actuó sobre su docilidad, docilidad perpleja, paralizada o confundida. Pero docilidad al fin de cuentas. Mientras tanto, ¿habrá que dedicar un párrafo aparte para la Verónica y para el resto de las mujeres que mostraron a viva voz su desconsuelo y su piedad ante el Doliente, sin hacer mayores distingos, con lo cual se autoinculpaban a los ojos de todos? Claro que sí. Y tal vez a ellas les tocó presenciar primero y vocear después la noticia de la Resurrección, por esa consecuencia amorosa. Este momento se extiende más allá de la Crucifixión y la Muerte e incluso invade el tiempo de Cristo resucitado.

Un tercer momento se solapa con el segundo, inicialmente. Entre la Resurrección y Pentecostés los discípulos oscilan. Una comprensión paulatina de los hechos, que parte de un fondo de tristeza que se vuelve una aceptación asombrada de la Resurrección, de un remanente de escándalo y perplejidad ante la muerte, y que conserva todavía un temor que no cede. De distinto modo los discípulos de Jesús lo van reconociendo resucitado. En los de Emaús hay un ejemplo; en la segunda pesca milagrosa hay otro. Este último se destaca del resto porque es Juan el que al reconocerlo -y no se nos dice cómo en su relato- le dice a Pedro: "Es el Señor...", y Pedro se lanza al agua y nada unos cien metros para ir a su encuentro. Todavía no entienden la sucesión de hechos que han vivido y el sentido de esos hechos. Es presumible que en aquella caminata por la costa del lago de Genesareth, Jesús le haya dicho a Pedro cosas que lo ayudaron a entender. Juan siguiéndolos a distancia por la playa es otra muestra de que el corazón amante del más pequeño de los discípulos muestra una consecuencia que otros no tuvieron. Su presencia de ánimo es constante, desde la noche misma de los juicios a Jesús, tanto como en el Calvario a los pies de la Cruz, o corriendo más que los demás al sepulcro vacío. Este tercer momento, se encamina primero al de la Ascensión y más tarde al de Pentecostés. Estos cincuenta días son, como digo, emocionalmente tensos y oscilantes. El mismo día de la Ascensión, juntos en Monte de los Olivos, todavía preguntan por la restauración del reino de Israel. Y sobreviene allí mismo la Ascensión, y otra vez la perplejidad -bien que justificada por la maravilla del hecho-: quedan mirando al cielo donde ya no se ve a Jesús. Siguen unos diez días en los que parece que el ánimo de los discípulos se ha fortalecido. La prueba indirecta tal vez es la elección del reemplazante de Judas a la que Pedro convoca en Jerusalén; podrían haberse dispersado, pero están allí a la espera del cumplimiento de la promesa de Jesús de que serían bautizados en el Espíritu Santo. La venida del Espíritu sobre ellos cambia radicalmente su actitud. Son las 9 de la mañana, no han bebido y salen a hablar a las calles llenos de entusiasmo y sin temor alguno, con Pedro a la cabeza y los once a su lado. Pedro recita al profeta Joel y su visión y aplica los textos esjatológicos a Jesús, y en su exégesis ya muestra los efectos de los dones del Espíritu, entre los cuales los tres primeros cuentan y no poco.

Importa ver estas referencias al ánimo de los discípulos. Somos ellos también de alguna manera y en sentido tipológico. Y sus reacciones nos son afines. Podemos vernos en ellas. No solamente porque reconocemos el modo humano ante las apabullantes manifestaciones divinas y sus designios, sino porque son también un emblema en el que podemos ver cuáles deberían ser. Parece claro que Dios sabe quiénes y cómo somos. No creo que se haya sorprendido por ese humor cambiante y aquellas desinteligencias. No fue novedad para Él el arrojo imprudente o la pusilanimidad de sus discípulos. Todos estos episodios también están en la Escritura para recordarnos que Dios sabe. Y para hacernos saber cómo obraremos llegado el caso.


(Continúa)