domingo, 15 de septiembre de 2019

La casa cerrada (II)


Siempre con el auxilio de Padres, sabios y doctores, en otras partes he sostenido, como sostengo ahora, el valor tipológico de las Sagradas Escrituras. Un sentido tipológico que se adecua, también, a la entera historia de principio a fin (y eso ya corre por mi cuenta...)

Básicamente, esto significa que en aquello puede verse esto otro, en un cosa verse otra. Y eso no sigue así en una serie indefinida sino que parte de un estado de reposo inmóvil y se dirige a un término igual. Dicho de otro modo, el valor y el sentido tipológico no dependen de los actos de los hombres sino de la acción divina. Del mismo modo que los hombres no inventamos la ley de la gravedad, sino que simplemente la descubrimos operante en el mundo de las masas. Él es el Autor de las leyes. Y de las metáforas que atraviesan la existencia.

Para muchos, tal vez para la mayoría (aun de los cristianos), esta mirada puede resultar difícilmente sostenible, cuando no inconsistente e infundada. Y en cierto sentido es comprensible: siempre causa perplejidad soportar la tensión entre la Gracia y la libertad, así como entre la profecía y la libertad.

Hay sobrevolando la intelección de los hombres una carga existencial de indeterminación -o de absoluta autodeterminación, según el caso-, que se vuelve ajena a los designios. Y no sólo ajena, sino, en apariencia, muchas veces definitivamente contradictoria con ellos. En el corazón del hombre hay un germen de constructivismo muy anterior a las corrientes de moda hoy. Y, de nuevo, como respuesta a la tensión entre lo dado y lo propio. Entre la heteronomía y la autonomía. El sentido paradigmático de lo real parece chocar brutalmente en el corazón humano con la indeterminación. Una colisión angustiante, sin duda. ¿Está todo escrito? ¿Nada está escrito? Preguntas agudas que condicionan la vida del espíritu y la acción humana.

Sin embargo, allí está plantada la profecía, también como un emblema. No solamente de lo porvenir sino como un emblema de que lo real encierra en sí un significado que lo trasciende. Por atractivo o fascinante que pueda resultar conocer el futuro anticipadamente, ése no es el entero sentido de la profecía, también ella atravesada por lo tipológico, en tanto que lo tipológico supone una cierta tensión hacia lo porvenir prefigurado en un dato que resulta real y a la vez simbólico. Es una cuestión de sentido, en su doble acepción: significado y dirección.

Es el dinamismo más hondo de la historia. Una especie de camino sembrado de signos y de pistas que se distribuyen a lo largo del tiempo indicando el sentido, la dirección y el significado.

Dicho esto así, ¿hubiera sido igual la historia sin la Caída original del hombre? Sí, arriesgo a decir, en lo que es propio de su naturaleza. La naturaleza humana, aun aditada con dones preternaturales, permanece opaca no solamente en razón del pecado sino, antes, en razón de su misma composición substancial. El mismo modo de conocer hace que el hombre deba valerse de signos (doblemente en su caso, sensible e intelectual). Cierta necesidad de pasar siempre de lo visible a lo invisible, como una escala necesaria. Si me preguntan, arriesgo nuevamente a decir que lo que hubiera cambiado no es la ausencia de signos, y sí es la penetración de tales signos, el entendimiento, y la fruición de ellos.

La creación misma, toda entera ella, prescindiendo del hombre, es un lenguaje penetrado y formado por el signo, por una cadena de significados desde lo inmediato a lo mediato. Es un lenguaje divino que tiene al ser inteligente como interlocutor y destinatario. En ese creciente entendimiento humano de la riqueza de significados, habría estado la honda fruición. Como lo está ahora de alguna manera, aun con la rémora de la Caída. Pasar de lo que se ve a lo que no se ve y que sostiene lo que se ve, es gozoso para la inteligencia.

*   *   *

Llegado a este punto, es momento de exponer el núcleo de estas reflexiones que llevan el título que llevan por lo que se verá.

Hay una sucesión de hechos en el Nuevo Testamento que ocurren en breve lapso.

Se trata de los días que corren entre la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén y Pentecostés. Creo que hay allí una condensación tipológica que conviene observar. En tiempos turbulentos, conviene mirar tiempos turbulentos paradigmáticos y ver qué nos dicen con respecto a nuestros propios tiempos. En cierto sentido, aquellos tiempos miran a los que vendrán y muestran un signo que se significará más adelante. Es necesario repetirlo: los signos proceden de afuera de la historia, aunque se plasman en ella.

Los elementos que encontremos en ese tiempo que se extiende casi dos meses, entiendo que tal vez están mostrando algo que se ha dicho -y ha sucedido- también con un carácter profético entonces, para que, corriendo la historia, puedan ser vistos de nuevo, ahora con una intelección distinta aunque consistente con ellos.

En ese período y de entre aquellas circunstancias, creo que hay que buscar principalmente la sucesión de espacios abiertos y cerrados.

No es un seguimiento topográfico, se entiende. Es una sucesión que asocia momentos significativos a lugares significativos, a mi entender.

Una sucesión de intemperies y amparos cuya significación -o significaciones, porque cada una de ambas realidades tiene más de un significado- creo que es importante para entender algo que ha sido dicho no solamente respecto de ese determinado momento de la historia.

Esta sucesión indica que Jesús es primero saludado y ovacionado en las calles de Jerusalén como Rey, como Hijo de David. Durante los días siguientes, en medio de la muchedumbre que todavía lo proclama con acento mesiánico, se agolpan las enseñanzas y los gestos de Jesús, algunos de ellos muy graves, principalmente en las calles y más en el Templo y a la vista y los oídos de todos. Decir todos incluye a aquellos que viendo esa manifestación pública de su majestad y sus efectos, se determinan a darle muerte en cuanto tengan ocasión. De entre la condensación de discursos y enseñanzas de ese tiempo, hay que destacar el "elenco contra los fariseos" en el Templo y el llamado "sermón parusíaco" en el Monte de los Olivos, que está en los sinópticos pero que se destaca en san Mateo. Llega el día primero de los Ázimos, en el que se sacrifica el cordero pascual, y Jesús manda a Pedro y a Juan para que busquen la casa en cuyo piso alto comerá la última Pascua con sus discípulos. Esa misma noche estarán en el huerto, en Getsemaní, de allí es tomado y apresado y llevado sucesivamente ante Anás y Caifás y el sanedrín, que lo condena; de allí a Pilatos; de allí a Herodes y nuevamente a Pilatos, donde es condenado a muerte, por segunda vez. Tras los azotes y la coronación de espinas, el camino de la Cruz por las calles de Jerusalén. Y la Crucifixión en el monte Calvario. Bajado de la Cruz, es llevado a la tumba. Ante el anuncio de las mujeres respecto de la Resurrección, Pedro y Juan salen de la casa en la que se encuentran para ver el sepulcro abierto y vacío. En los días siguientes, Jesús se aparece en el camino a dos discípulos que caminan a Emaús; en medio de la noche y el camino, y conturbados por la muete de su Maestro, oyen sus enseñanzas. Jesús entra con ellos a una casa en la que parte para ellos el pan, con lo que lo reconocen y vuelven a salir al camino para ver a los discípulos, que están reunidos en una casa en Jerusalén -cerrada, dice san Juan, por temor a los judíos-; estando ellos allí, aparece Jesús que come con ellos, sopla sobre ellos el Espíritu Santo y los envía como el Padre lo envió a Él. Ocho días después, una nueva aparición en una casa, también cerradas las puertas, en la que Jesús tiene una gentileza con el apóstol Tomás. Unos días más y aparece ante ellos en la segunda pesca milagrosa en el mar de Galilea y nuevamente come con ellos, en la playa esta vez. Más tarde, ya en Judea, cerca de Betania, a la intemperie, según se deduce del texto, los discípulos le preguntan si ahora restaurará el reino de Israel. Jesús les promete el Espíritu Santo, se despide de sus discípulos bendiciéndolos y asciende al Cielo. Cumpliendo con lo dicho por Jesús, van a Jerusalén y se instalan en el piso alto de una casa, junto a la Virgen y otros discípulos, que se cuentan en número de 120, según los Hechos de los Apóstoles. Es allí que viene sobre ellos el Espíritu prometido, el día de Pentecostés, con lo que salen a las calles a predicar y a hacer milagros, primero en la voz del apóstol Pedro. Con ese impulso, los apóstoles predicarán el evangelio por todas partes, harán signos y milagros en nombre de Jesús, serán perseguidos y finalmente morirán mártires de la Fe, todos menos Juan, el discípulo amado.


Hasta aquí -y bastante antes de desgranar algunas otras reflexiones y comentarios- una reseña de los hechos, los tiempos y los lugares (sobre todo, los lugares) en los que enfoco mi atención.

Por cierto, la reseña no basta y es preciso retomar esos relatos en los Evangelios y en los Hechos de los Apóstoles y nutrirse con la exégesis de cabezas y corazones bien mayores que los de un servidor.




(Continúa)