sábado, 4 de mayo de 2019

Elegía, de Polito Díaz


No te da el sol. La lluvia no te moja.
Y, aunque te dejo atrás, igual te espero.
Quiero darte una flor y se deshoja;
ya eres ceniza y aire, compañero.
Quiero hablar con la sombra de tu roja
herida sin razón; llegar primero
al hueco de dolor donde se aloja
tu último verso triste, compañero.
Donde estaba tu risa, ahora hay vacío.
Tu canto lleva el mío amordazado
y tu paso me ronda y no me alcanza.
Perdí tu mano, se la lleva el río.
Perdí tu voz, tu canto enamorado.
Nada nos queda. Sólo mi esperanza.
Es una historia agridulce la de este soneto en elegía.

Alguna vez he mentado a Polo Rojinegro, a Hipólito Francisco Díaz, Polito para los de mi pueblo.

Salteño de cuna y de estirpe, vendedor ambulante, poeta de versos sencillos y frescos. Conocedor del dolor y la alegría. ¿Cómo hacía para vivir con ambas cosas a la vez y a flor de piel siempre como si sólo fuera feliz?

Nos veíamos en el bar de Roberto, el bar de la estación, y allí conversábamos de cielo y tierra. Comandaba un grupo de AA y un servidor -además de hacerle el marketing para los libros que vendía en el tren- solía escribirle notas para sus presentaciones.

Una vez me tocó armarle el único libro de versos que publicó. Otra vez me tocó, pasado el tiempo, decir las palabras de homenaje cuando se le puso su nombre a la placita de la estación, una vez que para el 2006 ya se nos había ido para el silencio, dice Atahualpa.

Me traía vino y empanadas de Salta, las empanadas de Topeto Díaz y el vino de Cafayate. Viajaba en camión a su tierra, nunca podía estar demasiado tiempo lejos. Iba como fuera. Ajedrecista, jugador de futbol, lector incansable, anfitrión generoso, buen decidor. Salteño, en suma.

Una mañana, llegado al bar, lo veo en una punta del mostrador, con los ojos tristes y el habla quieta. Inusual. Me acerco. Me cuenta que un amigo poeta, "a quien tanto quería", se le había suicidado en Salta. Estaba conmovido. Y me conmovió.

Llegó la hora de tomar mi tren. Él se quedaba.

Su tristeza me hizo estos versos que le di después. Hablando como si fuera él. Haciendo por él la elegía de su amigo muerto.

Me los agradecía cada vez que nos encontrábamos. Y eso era muy seguido.

Revuelvo en estos días las cosas de El druida, 5 y encuentro el original borrador. Se ve que es contemporáneo de aquellos otros días de la revista. Siempre creí que no había quedado nada de eso. Le había dado el soneto a él y supe que lo llevó a Salta y lo leyó en un homenaje a su amigo, tiempo después. Le había puesto una sola condición para darle el poema: los versos eran suyos y no podía decir que eran mío bajo ninguna circunstancia. Creo que cumplió y a regañadientes. Era hombre cabal. Ahora puedo contarlo, salvo un servidor los protagonistas ya no están en este valle.

Pero lo cierto es que esos versos los había compuesto su conmoción. Y su dolor en mí, así que eran más suyos que de nadie.