sábado, 29 de diciembre de 2018

Sacramentum futuri (III): Una historia de amor


Creo que la historia de un hombre y la de la humanidad en su conjunto, de principio a fin, son análogas.

Creo que la historia entera -desde la creación hasta la consumación del siglo- es la historia de la relación de Dios creador con el hombre, con el Verbo como antitypo de lo humano que ha sido hecho a su imagen.

Creo también que esa historia entera -de principio a fin- es una historia de amor.

En ella, lo divino es el Novio o el Esposo y lo humano es una figura de la Novia o la Esposa. Él es la cabeza, ella, su cuerpo. En esa historia de amor el Novio, el Esposo, es siempre Dios. La novia, en cambio, ha adquirido distintas formas que pueden referirse unas a otras. Eva, Israel, la Iglesia y por cierto María, y aun la misma humanidad, y el hombre mismo individualmente considerado, son de distinto modo la novia del Cantar de los Cantares, y la Jerusalén Celeste engalanada para las últimas bodas con el Cordero, en el Apocalipsis.

En el capítulo V de la carta a los Efesios (21-32) está dicho con claridad y expresado, además, en su misma realidad tipológica:
Sed sumisos los unos a los otros en el temor de Cristo.
Las mujeres a sus maridos, como al Señor,
porque el marido es cabeza de la mujer, como Cristo es Cabeza de la Iglesia, el salvador del Cuerpo.
Así como la Iglesia está sumisa a Cristo, así también las mujeres deben estarlo a sus maridos en todo.
Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella,
para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra,
y presentársela resplandeciente a sí mismo; sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada.
Así deben amar los maridos a sus mujeres como a sus propios cuerpos. El que ama a su mujer se ama a sí mismo.
Porque nadie aborreció jamás su propia carne; antes bien, la alimenta y la cuida con cariño, lo mismo que Cristo a la Iglesia,
pues somos miembros de su Cuerpo.
Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne.
Gran misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y la Iglesia.

El Cuerpo y la Cabeza atravesando toda la historia, tanto en el orden natural como en el analogado primero, el del orden sobrenatural.

De este modo, se trasluce el sentido de lo masculino y de lo femenino, como figuras de una realidad más alta que la realidad de los sexos en sentido natural. Pero en ese mismo acto se les confiere a ambos sexos una dignidad -tanto real como tipológica-  que, como he dicho, es el nudo mismo de la historia de amor entre Dios y el hombre, su creatura.

Algunas veces he postulado que los signos bajan y no suben. Lo que vemos aquí abajo es signo de lo que se da allá arriba. Su misma realidad es ser y signo a la vez. Como si dijera que la cabeza y el cuerpo de un hombre son -además de ser la cabeza y el cuerpo de ese hombre concreto- el signo de la relación entre otra Cabeza y otro Cuerpo, que son primero y a imagen de los cuales las realidades que siguen han sido hechas y constituidas. Lo vemos en el hombre, porque la cabeza representa el espíritu llamado a gobernar y regir la materia. Lo vemos en la relación de Dios con los hombres, donde Cristo es Cabeza, porque Cristo está primero en excelencia respecto de la figura de hombre pensada y querida desde siempre por el Creador. Lo vemos en la relación entre el hombre y la mujer, siguiendo la clara tipología de san Pablo en la carta a los de Éfeso. Lo vemos en la relación entre Cristo y la Iglesia, porque son los sujetos de la historia de amor tal como la entiende el propio Dios, allí donde la Iglesia es el Cuerpo que Cristo ha formado de nuevo, el Cuerpo que ha reformado, para que sea como Él quiso desde siempre que fuera y con él desposarse finalmente, como el punto alto y final de la historia de amor.

En ese sentido, y en atención a las bodas finales del Cordero, la historia podría considerarse, toda ella, la historia de la Iglesia, como realidad esponsalicia.  

Todo esto dicho algo rápidamente, alcanza para enfocar otro asunto que hiere las puertas de nuestros días.

Si se mira la cuestión desde este punto de vista, si se entiende particularmente la realidad de lo masculino y de lo femenino y el modo de relación esponsal que los une, tal vez se pueda entender cuál es la gravedad de los ataques hodiernos a lo masculino, a lo femenino, a lo conyugal, a lo vital, a lo filial.

No se está peleando una simple batalla cultural natural, no se está buscando simplemente un paradigma nuevo en términos políticos o culturales, como si la historia fuera simplemente una sucesión de opiniones que cuajan en un tiempo determinado y se disuelven luego con el mero paso del tiempo o con la intervención de nuevos elementos que darán resultados distintos en cada época.

No.

Se está tocando con afán destructivo un diseño que no tiene origen ni sustento aquí, en este mundo, bajo la órbita de la luna.

Las acciones que se engloban en la llamada ideología de género atraviesan todas las realidades humanas y atacan preferentemente el diseño original de una realidad que a Dios le importa más que al hombre, si acaso, vista la insistencia con la que la proclama.

Atacar significa buscar un paradigma nuevo, hechura de las manos del hombre que se rebela no solamente ante las cosas sino principalmente ante lo que ellas significan. Y lo que ellas significan es la médula de la historia de amor que he mencionado.

Atacar y desnaturalizar lo masculino, tergiversar lo femenino. Corromper y trivializar la relación a la que están llamados. Manipular la fecundidad fruto de esa relación o atacarla furiosamente con afán homicida. Corromper en los más débiles o en los inocentes el sentido de esa realidad de lo masculino, de lo femenino, de lo conyugal, de lo sexual.

Todas estas instancias se presentan como empoderamientos (horribile dictu), como la conquista de derechos, como revolución contra el patriarcado, contra la opresión de la moral. Y más y más consignas que esconden el ataque a una realidad que, como se ve aquí, es más alta y más honda que los postulados de un cambio de paradigma sociológico o cultural.

Cuando se tocan esas realidades para violentarlas y envilecerlas, cuando se las somete con furia a una torsión antinatural, se hace algo más grave y peligroso. Se está trepando al Cielo con una torre de hechura rebelde, una Babel soberbia que pretende demoler los pilares eternos de la casa del Padre, enjuiciarlo y condenarlo, con la pretensión de ejecutar en Él la sentencia de muerte. Y que con su muerte muera a la vez el rostro humano original y se modele un orco nuevo y libre al que se mirará orgullosamente como la hechura de las manos humanas, liberadas de los designios altos.

En clave tipológica, las leyes que atacan y demuelen la naturaleza humana, los postulados triunfantes de la rebelión, atacan y pretenden demoler algo más que costumbres y rémoras culturales. Lo sepan todos los que lo hacen o no, de hecho al corromper la figura corrompen lo figurado, al destrozar el typo buscan herir de muerte al antitypo. En lo inmediato y cercano están tocando lo arquetípico original y es ante ello que blasfeman y es eso mismo lo que asesinan cuando matan y buscan matar los vestigios de vida. Porque el arquetipo ha dicho de sí que Él es la vida.

Y lo arquetípico es en este sentido principalmente aquella historia de amor tal como fue compuesta y querida por el Padre.

Toda la historia, en significativos círculos espiralados, es esa historia de amor. Y esa historia de amor del Novio por la Novia es el guión principal.

El Padre no ceja en su propósito. Él no se equivoca. Él insiste. Sabe lo que quiere. Él lo ha hecho y Él consumará la obra.

El hombre, por su parte, cuando es inspirado y seducido por el que es homicida desde el principio, intentará deshacer en sí la imagen divina, malversar y corromper en sí la semejanza. Ha rechazado el cortejo amoroso y se dispone a componer otro relato. No puede crear. Pero puede corromper lo que le fue dado, desnaturalizarlo. Pretende incluso generar una nueva sobrenaturaleza y pretende dictar nuevas leyes que se postulan como universales, programáticas. Un nuevo diseño que logre abolir el original.

La historia de la Iglesia, como la historia del hombre, como la historia del Israel de Dios, como la historia de María -hija del Padre, esposa del Espíritu y madre del Verbo-, todas ellas son el relato de una doncella que debe recorrer un arduo camino, un tiempo inclemente, para llegar a las puertas de las Bodas. Y allí, pura y limpia, entrar al fin al encuentro de su Amado, del Cordero.

Todo eso significa la historia. Y eso que significa signa su comienzo como signa su fin.

Allí están significados permanentemente la Cabeza-Novio y el Cuerpo-Novia.

Eso significan desde el comienzo y antes. Eso significarán al final y después del final, en la eternidad.