miércoles, 12 de diciembre de 2018

Sacramentum futuri (II)


Hay un pasaje muy conocido y frecuentado. Está en el capítulo V, del libro V de la parte segunda de la novela Los hermanos Karamazov, la última obra de Fedor Dostoievsky, publicada un año antes de su muerte. Es el capítulo llamado El gran inquisidor en el que, como se sabe, el escéptico e irreverente Iván reta a Aliosha, su piadoso hermano menor, con un relato fantástico que imagina una vuelta de Jesucristo a la tierra en el siglo XVI. El lugar al que llega es la Sevilla de España y su oponente allí es un ajado cardenal, que hace las veces de inquisidor general del Santo Oficio.

Lo traigo ahora a cuento para verlo bajo cierto aspecto tipológico que creo puede ser aplicable al asunto que vengo tratando.

¿Habrá advertido Dostoievsky que su imaginación traía aneja alguna cuota profética? Difícil saberlo. Lo que parece más claro es que la concepción ortodoxa del autor ruso tenía suficientes motivos partisanos para oponer esa concepción de la Fe y la religión a lo que tópicamente concebía -y aún concibe- un ortodoxo respecto de la Iglesia Católica.

La novela es recomendable por sí, se entiende. Sólo extraigo el capítulo en cuestión.

Dejo al margen el rastreo histórico de la figura del inquisidor que podría haber tenido a la vista el autor ruso para componer ese personaje del relato. Dejo al margen otra serie de comentarios y aplicaciones que suscita el pasaje en cuestión. Dejo al margen también la cuestión más general del mal, que está presente en la obra de modo permanente, como interés particular que era del autor.

Solamente voy a este pasaje para observar si en él hay una manifestación profética y no respecto del mal, no respecto del papel de la ortodoxia rusa, no respecto de la estructura espiritual y moral de una revolución moderna que queda caracterizada en la obra por varios lados.

Lo que busco es ver si lo allí dicho es compatible con una interpretación que ponga en el centro de la escena a la Iglesia católica, no entonces sino después, si acaso aun ahora mismo, en estos tiempos.

Dostoievsky centra la cuestión en la impugnación del gran inquisidor a Jesucristo, que por un tiempo ha vuelto a este mundo.

¿De qué lo acusa y por qué? Concretamente, lo acusa por las respuestas que Jesús dio a las tres tentaciones del demonio en el desierto. Y la razón es, precisamente, un punto central. El cardenal conmina a Jesús a dejar la Iglesia a los hombres, a separar el Cuerpo de la Cabeza. La Cabeza es inadecuada, es injusta, es soberbia, no entiende la naturaleza débil y corrupta de los hombres, los sobreestima, les exige lo que al entender del cardenal los hombres no pueden darle. Sus respuestas llevan al hombre a la desesperación, sus proyectos son inalcanzables: no valorar el sentido del pan, negarse al milagro, rechazar el uso omnímodo del poder al servicio del espíritu maligno.

Por su parte, el cardenal pretende cubrir los pecados de los hombres con una misericordia extraña. Se arroga el poder y la representación totales, sin techo ni tasa. El cielo no existe. Sólo el reino de este mundo. Y, en ese reino, los hombres deben estar sujetos y sometidos a aquellos que dicen haber cruzado el desierto, pero inspirados por el terrible espíritu de la nada.

El pan, el misterio, el milagro y sobre todo el poder son los instrumentos de la dominación de esa manada de estólidas ovejas corruptas, de esos niños torpes y rebeldes. Jesús no lo entendió. Su presencia en este mundo es más que incómoda, es perjudicial. Este mundo es de aquellos que, como el cardenal, han sufrido una especie muy extraña de desierto y han sobrevivido para hacerse cargo del pecado de todos los hombres y con ello mismo hacerse cargo del poder. Más que nada del poder.

La parábola de Iván exaspera al bueno de Aliosha. Eso que ha pintado, dice, a lo más puede atribuirse a un jesuíta que quiera coronarse como el jefe de un ejército poderoso, de un gran imperio que se gobierna desde Roma; lo que ha dicho no se refiere siquiera a los católicos sin más. Y la discusión se mueve a otro eje: el espíritu jesuíta que supone, en cuanto tal, una Iglesia distinta. Un cuerpo, sí. Pero con una cabeza que ya no será la Cabeza. Un cuerpo que sigue al "terrible e inteligente espíritu, el espíritu de la propia destrucción y del no ser" y al que considera ahora su cabeza. Y el inquisidor y otros como él, como lugartenientes, como capitanes de una iglesia a la que ellos dirigen y gobiernan con afecto y desprecio, seguros de que su "sacrificio" los habilita para ese gobierno a la vez despótico y con apariencia de misericordia. Misericordia especialmente con los innúmeros pecados de los hombres, pecados que los capitanes tolerarán para hacer más completa la sumisión. Se apoderan de misterios y secretos travestidos y con ello fascinan a los hombres y más los encolumnan así, más los dominan.

En un arranque exaltado y furioso, Aliosha sentencia: "Ninguno de ellos posee tales misterios y secretos...Quizá sólo el ateísmo sea todo su secreto. ¡Tu inquisidor no cree en Dios: ese es todo su secreto!".

Iván se pregunta si acaso eso no podría suceder. Si acaso uno de aquellos que han vivido bajo el yugo de esa Roma, en el seno de ese Cuerpo y bajo el poder de esa Cabeza, no podría un día despertar y entender que todo su ascetismo y todo su sacrificio no servían en absoluto. Y piensa Iván si ese hombre nuevo no podría, acaso, volver la mirada al "terrible espíritu" y convencerse de cuál es el nuevo camino, cuál el nuevo guía. Y guíar a los hombres hacia aquel espíritu con mentiras y engaños, incluso en nombre de Aquel, la verdadera Cabeza.

*  *  *

En fin.

Allí está, creo, en substancia, lo que podría entresacarse del relato.

Lo traigo, repito, en virtud de que lo que dice allí Dostoievsky podría entenderse tipológicamente como la figura de algo que habría de acaecer en la Iglesia católica.

Creo a la vez que el relato está matizado. Las intervenciones de Aliosha aportan los matices. Podría tomarse el asunto como un disparo ortodoxo a la línea de flotación de la Iglesia de Roma. Creo, sin embargo, que los matices que introduce Aliosha permiten que el relato, proféticamente considerado, sea más que una exposición de parte, interesada.

Creo en definitiva que Dostoievsky, sabiéndolo o no, estaba hablando de Roma y no en comparación con Moscú.


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Dejo aquí el capítulo en el que Iván expone su fantasía, en una versión que puede leerse aunque no sea la más espléndida.

El gran inquisidor.