viernes, 14 de septiembre de 2018

El amor y los Altos de Jalisco



Hace casi 20 años, andaba por el invierno boreal dando unos cursos en México.

Un día, uno de mis anfitriones me pidió un favor especial y completamente fuera de programa. Quería que fuera a un pueblito de los áridos Altos de Jalisco a dar una clase a los padres de los alumnos de un colegio secundario, que él solía asistir mensualmente con cursos y pláticas.

Una mañana muy temprano pasó a buscarme. Fue después de unas cuatro o cinco horas de viaje (almuerzo incluído), y trepando más de 2.000 metros por rutas de montaña, que llegamos hasta la aldea. Hay que decir que aquella siempre había sido zona de cristeros y, por lo mismo, castigada duramente por los gobiernos federales durante décadas. En consecuencia, un lugar pobre, de gente que trabajaba principalmente la tierra. La empresa de unas monjas dominicas en aquel lugar era titánica. Costaba convencer a los padres de que hicieran estudiar a sus hijos. El trabajo en los campos los demandaba. Con todo y eso lo habían logrado y de algún modo aquella misión prosperaba lentamente.

Cuando llegamos al colegio, pasamos casi directamente al aula en la que habían juntado a unos 30 padres de alumnos. Y allí la otra nota curiosa inesperada: en su mayoría no eran mestizos, como suele verse en todo México, donde más del 80% de la población lo es. La gran mayoría provenía de una inmigración francesa de mediados del siglo XIX que se había refugiado en las alturas montañosas de Jalisco y allí permanecía después de tanto tiempo. El famoso mariachi mexicano tiene sus orígenes en músicos de aquellas zonas que tocaban en bodas y otros acontecimientos sociales (de marriage vino el mariachi...)

Esa vez me había pedido mi anfitrión que hablara a los padres acerca del amor, cosa que me resultaba extraña y difícil, de hecho un asunto del que nunca había hablado y con razón. Más extraño fue, sin embargo, cuando me enfrenté a esa trintena de caras chacareras, caras limpias y recias, que me miraban no sin asombro, especialmente, creo, porque no entendían bien qué hacía un gringo extranjero tan lejos de su patria hablándoles a ellos y de un tema del que más bien no se habla...

Pese a que llevaba notas y apuntes, como pude salí del paso, porque de verdad no estaba preparado en absoluto para esa situación y ese auditorio.

Tal vez por eso mismo me quedó la espina.

Unos cuantos años más tarde -y siempre con el recuerdo agridulce de aquella vez- insistí con el tema, ahora en estas pampas, en unas jornadas para universitarios.

Los amores del hombre tuvo por título esa otra exposición que dejo ahora en esta entrada.

Y no es que haya quedado mucho más conforme que la vez primera, pero sí tuve la oportunidad de revisar lo que había dicho en aquella inolvidable ocasión extraña. Y haciendo esto, entre otras cosas, me di cuenta de que es necesaria una preparación mayor para los medianos, los menores, para los más pequeños, para los que nunca habían oído hablar de esos asuntos. El enfoque y las palabras de la primera vez fueron forzosamente distintos, pero no así en última instancia el contenido de la cuestión. Es posible que los universitarios hayan entendido la exposición más compleja, pero para mí la primera ocasión ante aquellos campesinos fue más difícil. Decir algo mínimamente significativo -y decirlo de modo sencillo- sobre un asunto que nos es siempre misterioso en todos sus rangos, y decirlo para miradas simples, es cosa ciertamente difícil.

Como fuere, y sobre todo por lo que significó, guardo de aquel episodio de los Altos un recuerdo feliz y agradezco siempre haber tenido la suerte de conocer a aquellas gentes, en tantos sentidos tan prístina e inocente como sufrida. Dios permita que algún bien haya salido de aquello.