jueves, 15 de septiembre de 2016

Cosas de dragones




La Argentina tuvo en sus días algunos maestros. Grandes hombres y hombres grandes. Esporádicos y no muchos. Pero, eso sí, grandes y sabios.

En general, la mayoría de los argentinos considera -a favor o en contra- que el General fue un hito de las grandezas. Y se nota en el apelativo. Cuando alguien accede al grado de arquetipo no necesita nombre propio, porque él mismo parece ser la encarnación de la cosa. Pero el General no era un hombre demasiado singular (le robo la humorada a un prominente nacionalista (r.i.p.) que en realidad lo dijo de todos los generales hodiernos...), por más que su huella en nuestra historia haya sido y sea difícilmente removible.

De modo que no cuento entre estos grandes que digo al General. Pero algunos que militaron en sus filas -y que a mi sabor él no merecía- si fueron hombres de mirada honda y de luces particularmente brillantes. Marechal es un caso.

Me fijo en él ahora, en Marechal, y ya que estamos discurriendo, por su vocación intensamente simbólica. Tan intensa como críptica. Y a veces tan críptica como algo desviada, especialmente al final de sus días. Es otro tema, para otra vez.

Esa es una vara que mide bien: el que no sabe de símbolos, no es inteligente. Y menos podrá ser sabio. Y no digo más.

*   *   *

Lástima, la Patria. Tener tan poca vocación simbólica. Ser tan inmediata casi siempre, tan como rastrera. Tener tan poco afecto por la sabiduría, ser tan improvisada de habitual, tan del momento, tan practicona. Tierra de leguleyos y de mercachifles (si prefiere, puede decirles juristas y empresarios..., por mí es igual), tierra de gente pobre..., aunque sean ricos; pobres falsos, incluso, porque ni siquiera tienen los defectos de los pobres, sino los de los ricos (pero sin las riquezas, como dice Castellani).

Y pobre Castellani, otro de los grandes. En Las Parábolas de Cristo dice:

Por esto el Abad reza
Y el asesino mata
Se llama peso y no pesa
Se llama plata y no es plata.
Y no, mi estimado padre: creo que se equivoca: pesa y porque pesa mata; aunque de acuerdo en que no es de plata la plata. Pero allí mismo acierta en otras líneas cuando dice (17-19 Los Dos Señores): la pobreza nos pone más cerca de la Realidad; de la realidad mística y religiosa, que es la realidad última y más duradera; la realidad más real. Por eso puede haber falsos pobres. Otras cosas muy sabrosas hay allí -fáciles de decir para él- que si se entienden sin entendimiento simbólico, uno se vuelve recalcitrante capitalista o comunista recalcitrante. O peronista.

La gente cree habitualmente que simbólico quiere decir de mentira, no real. Es una pena. La de realidad que se pierde uno por la falta de símbolos en los ojos y en la mente y en el corazón.

El caso es que precisamente por eso mismo estamos a años luz de tener alguna cultura. Y años luz quiere decir distancia y tiempo a la vez. Lejos, a mucha distancia, a muchos años. Y cada vez más.

Si acaso venimos de una cultura, pero eso también nos ha quedado en buena medida a años luz.

Insisto: de todas las formas de inmanencia, la de la plata, el dinero, es la que por estas pampas se ha preferido. Podría haber sido el poder. Pero no lo fue. Si alguno hubo que tuviera ese desvío, más temprano que tarde fue ganado en su corazón por la codicia.

*   *   *

Por eso, cuando hace un par de días se irguió en un barrio cerrado suburbano la figura de un dragón rampante, que portaba una bandera nacional en su garra derecha, mástil y todo con su punta de lanza, todo de hierro él -metal de estos tiempos, claro que sí...-, emplazado en un jardín burgués, insólitamente presente junto a una pileta de natación, sentí un amargo alivio.

Más.

El dragón inmenso custodiaba en su vientre escamoso una caja fuerte, negra como la pez, honda como la codicia.

Y más.

El dragón, dicen, había sido ecomendado a un maestro escultor de cierto renombre, precisamente con la finalidad de tragarse el tesoro y cubrirlo a la vista de los impertinentes, e ignaros y no iniciados, digo yo.

Bonita panoplia simbólica. Estupenda.

No está todo perdido, pensé arrebatadamente, irreflexivamente. Todavía hay mentes simbólicas entre nosotros.

Por supuesto: qué otra cosa haría un dragón sino custodiar tesoros y en especial los malhabidos. A quién le daría un perverso una marmita de hierro llena de monedas robadas, sino a un dragón.

La casa, en la que tenía su nido la bestia, la habita un burócrata -súbitamente potente en lujos y dineros-, que supo serlo del gobierno bonaerense del gobernador Daniel Scioli hasta diciembre. Cerca de allí, en la misma exclusividad artificial del barrio cerrado, hay otro burócrata que fuera jefe de este burócrata. Cuando fue confrontado con el dragón imposible, no tuvo coraje para sostener la oscura y pestilente función de la serpiente con alas. Y en un dispendio de mal gusto y de falta de heroísmo y de ignoranca mítica, defendió a su subordinado -y degradó al dragón- diciendo que allí, en ese vientre malévolo, simplemente se guardaban enseres de la pileta de natación.

No importa nada que la versión fuera insultantemente inverosímil. Importa la frivolidad pusilánime del burócrata. Su cobardía mítica. Su mente roma.

*   *   *

La tarde caía.

Ya no había el viento que hubo.

Ni mito. Ni símbolo.

Lástima.

Pudimos haber tenido un dragón en forma y con todas las de la ley (su ley de él, la del dragón..., la de la codicia avara); pero, a cambio de eso, nos dicen que lo que estamos viendo es apenas un cobertizo fútil, en medio de un jardín de revista de decoración.


(¡Carajo, con estos mequetrefes! ¡Era un magnífica idea abominable! ¡Raza de estúpidos!)


Lástima.


Lo dicho: estamos lejos de cualquier luz, en la inmunda tiniebla de los dragones. Y ciegos ante la rutilante oscuridad de los dragones, que es lo peor.



Estamos a años luz casi diría de cualquier cosa.