jueves, 2 de junio de 2016

Papelito (IV)


Lo primero es lo primero.

No hay que ajustar no parece una sugerencia, pese al contexto condescendiente y ficticiamente conciliador.

Suena imperativo y creo que es allí donde presumiblemente muestra la pata de la ideología y su intención retórico-chicanera. Uno entiende que en la agonalidad política esos mandobles y fintas son el pan de cada día. Pero en la medida en que esas consignas llevan el aguijón de un postulado que trae cola y se pretende programático, vale un comentario, siquiera para no dejar herrumbrar la sesera.

Lo contingente no se lleva bien con el modo imperativo, por definición. Y estamos hablando de lo contingente. Si acaso, y habría que pensarlo bien, de lo necesario con necesidad de medio, nunca de fin.

Por lo pronto, hay que ajustar si hay que ajustar y no hay que ajustar si no hay que ajustar.

Pero, cuidado...

El porqué y el para qué de una cosa y la otra es parte del asunto y parte más importante que cualquiera otra, como serían el cuándo, el de qué manera, en qué medida, en cuáles cosas, y así.

Ajustar porque uno es un prepotente y redomado mal nacido, es cosa que está mal y no debe hacerse. Si se hace mal, la cuestión empeora. Ajustar como ariete ideológico es perverso.

No ajustar porque uno es un más o menos sutil mal nacido, tan prepotente y redomado como su primo, pero con cara de opción preferencial por los pobres, también es perverso y no debe hacerse. Si se hace mal, la cuestión empeora. No ajustar como ariete ideológico también es mala leche.

Me dirá, cumpa, que el planteo es simplón y algo naïf. Y se equivoca, le diré, de medio a medio.

No es culpa de un servidor que las realidades contingentes tengan ese dinamismo. Más allá de algunas sólidas líneas basales, el ámbito de lo posible y de lo probable es casi como andar a pelo o con un pellón y una cincha, en todo caso. Nada de monturas rígidas labradas en piedra ni jinetes clavados a la monta. Es habilidad del jinete mantenerse arriba del caballo: porque el caballo, se sabe, se mueve y, en ocasiones, se mueve para donde no se sabe y sin avisarle al jinete.

Si hay un ejemplo de maestrías arquitectónicas en materia de medidas de gobierno estructurales o de coyuntura, he allí a nuestros antepasados romanos, a los que senté hace un tiempo a esta mesa, para que cuenten sus peripecias afrontadas con doctrinas heredadas, experiencia propia y ajena que fueron codificando y, tantas veces, además, simplemente con buen sentido. Y así lo hicieron, sin tanta milonga; y no que no tuvieran asuntos parecidos a los nuestros de hoy día y pifies a pasto. Ellos también contaron con toda suerte de hombres al frente de estos asuntos: sus Gracos y Pompeyos, sus Cicerones y Pilatos y Brutos y Silas y Cascas y sus Cayos Julios, Antonios y Antoninos, Augustos, Claudios, Adrianos y siguiendo.

No hay que ajustar, así dicho sin más, no es un mandamiento de la ley de las cosas. Y me dirá que me estoy haciendo el bobo: cualquiera entiende -dirán usted y el papelito sin decirlo- lo que significa aquí y ahora ajustar. Más aún: en el glosario ideológico que lo impugna, un ajuste hecho y derecho se prejuzga impulsado por el olímpico desprecio por los que más lo padecerán y movido con furia ideológica sin miramientos, y eso por definición porque ajuste e hijoputez se dicen sinónimos en esos barrios. Dicho de esta suerte, no hay ajuste si antes no hay un cuore inmisericorde del que emane.

Y otra vez se equivoca: también su servidor entiende con algo de acuidad lo que en determinado caso y en determinado diccionario significa ajustar (o sus variantes pérfidamente sinónimas: corregir, sincerar, adecuar, et al.); porque, aunque no tuviera pericia teórica en estas materias, cualquiera que haya hecho un curso de argentinidad de a pie en estos últimos decenios (varios decenios, no sólo uno o dos o tres...), está habilitado para traducir sin errar el aceitoso y malévolo léxico de políticos, abogados, gerentes, economistas, periodistas y otras fieras y endriagos. Los de una parte y los de varias partes.

Cualquiera sabe que esto es así. De modo que, mi amigo, aquí no hay bobo que valga.

Al fin, debe entenderse, resulta que son las cosas mismas las que, en cada caso y de algún modo, nos sugieren cuántas posibilidades tenemos de operar con ellas, sobre ellas. Perspicacia es una virtud en los hombres que gobiernan, tanto como es sabido que la prudencia juzga sobre lo particular. No quiero aburrirlo con ejemplos de lo que ya sabe, pero todos tenemos experiencia de que no es con voluntarismos como se resuelven los asuntos. Si hay que ver si conviene echar abajo un farol, nos amonesta Chesterton, mejor discutir a su luz lo que deberíamos discutir a oscuras, si primero lo volteamos y después lo consideramos...

Pero.

Es tan verdad eso como el hecho de que así veamos y concibamos las cosas, así obraremos. Toda operación sigue no solamente al ser, sino a la concepción que tengamos respecto de aquello sobre lo que obramos. Después, se entiende, hay que atenerse a las consecuencias de las concepciones defectuosas, falsas, erróneas o perversas. Como hay que atenerse a los fallos en la ejecución, claro.

Si lo contingente admite contrarios, es claro que puede haber posibles acciones contrarias respecto de lo contingente. La prudencia es a la vez concepción e imperio sobre las cosas. Y la falta de la virtud conductora por excelencia significa tanto ver mal como obrar defectuosamente.

En sus clases sobre Arte de la Retórica, Aristóteles nos enseñó que en política se delibera sobre aquellas cosas cuyo principio de producción está en nuestro poder. Se delibera, esto es, se considera qué es más adecuado, en cada caso, según las posibilidades reales que haya a la vista y que mejor convengan con aquello que nos proponemos.

De modo que, en principio, cada uno de ambos -no hay que ajustar o hay que ajustar- admite sus opuestos y la prudencia del artífice dirá qué corresponde en cada caso y todas las demás circunstancias que matizan el qué.


Y eso mismo nos deja a las puertas de la cuestión de aquel porqué causal: la gente te va a odiar.


Que es el caracú de este papelito.