sábado, 19 de marzo de 2016

Mil caras


En el último tomo de À la recherche du temps perdu, de Marcel Proust (Le temps retrouvé), hay dos imágenes extrañas, una al comienzo, otra al final.

Son apuntes, siquiera, pinceladas, pero son simpáticas y tienen algo de raigal en cuanto a la tesis de la obra (que dicho sea de paso, y pese a todos sus adoradores, no es completamente de mi devoción...)

Una, dice que las gentes tienen como capas superpuestas: algo de su madre, de su padre, de su lugar, de sus experiencias, de sus amigos, amores, odios, y así. Lo interesante es que al hablar con ellas la superposición no tiene siempre el mismo orden. Y a veces emergen su infancia o sus odios y queda atrás su madre y el lugar del que provienen o sus amigos surgen y se relegan sus gustos, dando al conjunto un aspecto distinto cada vez, como haciendo aparecer caras distintas en la misma persona cada vez que estamos frente a ella.

La otra, al final de ese tomo séptimo, imagina que nuestra vida -también en capas- va sumando altura a medida que el tiempo transcurre y que nos hallamos de pie sobre esas alturas enormes, que enlazan de principio a fin años y experiencias tan distantes que, medidos en espacio, darían una extensión casi infinita. O, para ser más fiel al texto, tenemos la altura que alcanzamos con todo nuestro tiempo a nuestros pies. Como gigantes, estirados por los años y las vivencias.

En algo las dos imágenes son opuestas y rozan la contradicción. Pero no deja de ser una pintura tan creativa como inquietante de nuestra psiquis y de nuesta estatura (o anchura) al final de nuestros días.

No sé si Proust se dio cuenta en su fineza perceptiva, pero creo que en el fondo se equivoca Proust al disociar al modo impresionista el modo humano de ser, de sentir y obrar.

No tenemos mil caras. Hay una unidad fundamental en nuestras experiencias y recibimos más bien al modo del recipiente. De hecho, nuestra salud depende de esa unidad. Y también la hay en la expresión de nuestra persona y de nuestra personalidad. Porque hay un estilo, por mucho que quisiéramos enmascararlo. Y ese estilo que digo no es la cosmética de nuestros actos y expresiones, sino el signo de nuestra vida interior. Hay incluso un rasgo dominante o ciertas notas estructurantes que recorren todas nuestras "capas". Pueden parecer aisladas o distintas. Pero tal vez haya que mirarlas con atención hasta llegar a percibir el hilo, el guión que las une y las pone en movimiento. Somos un ser a la vez enraizado y dinámico. Estructurado y plástico. Porque somos un ser vivo.

Y en cuanto al gigante de años, tal vez habría que mirar también aquí la cuestión al revés y en consonancia con lo que decía párrafo atrás.

No alcanzamos alturas inconmensurables. Nos dirigimos más bien a una cierta altura propia que está en el mismo numen de lo que somos al nacer. Esa altura nos es desconocida y, por eso mismo, también es posible, en cierto sentido podría frustrarse. El asunto allí es el desarrollo, la expansión de ese numen. Podrá sentirse algún vértigo comprensible al verse de pie sobre los años pasados y lo vivido. Los poetas lo dicen con terrible fuerza (pienso en Quevedo), y eso es en parte porque el tiempo nos hace siempre esa impresión, por lo que tiene de ingobernable, como por su poder de acumulación de lo irrecuperable (pero otro día habrá que hablar de estos asuntos...)

Lo cierto es que al final sabremos quiénes éramos en realidad. Quiénes somos. Y si llegamos a serlo.

En el camino, sin embargo, podemos -debemos- seguir averiguándolo, porque conocerse a sí mismo es el camino de la sabiduría. No porque uno sea el objeto más fascinante de conocimiento, que no lo somos. Sino porque nadie da lo que no tiene y nadie puede llegar a ser quien no es y nadie es feliz si no llega a ser quien es.