lunes, 14 de marzo de 2016

Los mares de la China


La memoria es implacablemente silenciosa y silenciosamente implacable.

Por lo pronto, nadie -nadie, absolutamente- recuerda todos sus recuerdos. La memoria los calla mientras los guarda.

Por otra parte, si los recuerdos fueran un camino de regreso (a lugares, tiempos, circunstancias), uno estaría casi completamente perdido, jamás lograría llegar exactamente a la parte a la que iba, al tiempo exacto que busca traer ante sí. Al menos, nunca sabría con certeza si llegó. Un recuerdo que lo asalte a uno al paso, como habitualmente pasa, ya bastaría para que el desvío imperceptible moviera las cosas de modo tal que el paisaje cambiara, por mínimo que fuera el cambio. Y así se llega, muchas veces, adonde no se iba ni se querría haber llegado.

La memoria puede hacer eso, precisamente porque calla los recuerdos y pareciera que los evoca a voluntad. Voluntad más bien suya que nuestra, diría. Y eso porque la memoria -íntimamente nuestra- parece tener un régimen propio que, si no nos es ajeno, ciertamente no nos es dócil, como querríamos. Tanto para recordar como para olvidar.


Por ejemplo. Unas ocho páginas de un suplemento de un diario pueden llevarnos súbita e impensadamente tan lejos en el espacio como en el tiempo. En estos días, según parece, una serie de fascículos semanales viene tratando sobre mares y océanos en general, parte de una especie de enciclopedia geográfica.


Y, de pronto, unos mapas de los mares de la China se clavan en los ojos de un chico que ahora tiene -sin querer- entre 6 y 9 años y que mira una y otra vez unos libracos enormes, con dibujos de mapas fabulosos y coloridos, reproducciones sugerentes de gentes y razas de hombres, escrituras indescifrables, trajes típicos, monumentos milenarios, vegetación sin par, cadenas de alturas imponentes y eternamente heladas.

Y, así, de las nieblas que flotan sobre aguas tan mansas como amenazantes, surgen sampanes y filibusteros, y siguen Sandokán y Yañez, y siguen Verne y los viajeros de África o del Orinoco. Y toman cuerpo sin pedir permiso unos tomos de Larousse en francés, tapas verdes, con aventuras increíbles de seres reales, colosos por aires, mares y tierras del entero mundo: desde los vuelos de Saint-Exupéry sobre las arenas del Sahara o las estepas de la Patagonia, hasta las cuevas recónditas a miles de metros bajo la luz del sol, honduras de la tierra o el mar, o el Polo, o el Hindú-Kush, o las fuentes del Nilo...

Y mapas y más mapas y más. Y mi debilidad todavía, y la ya fascinación de aquel chico entonces, por los mapas y los viajes.

La memoria vino de la China, bajo el ropaje de unas imágenes de mares y dorsales y fosas y cadenas submarinas, límpidamente trazado todo en papel ilustración y con tecnologías digitales.

Pero la memoria es implacablemente silenciosa. Y habla calladamente y no descansa. Y de cualquier cosa toma ocasión. Y nos lleva donde quiere.

Y nos permite olvidar. Y así poder vivir.

Y, olvidando uno, permite poder vivir una vez y otra vez, ya con el corazón acorde a los recuerdos. Un momento al menos. Cuando llegan. Un momento sorprendente y sorpesivo de una mañana cualquiera, con el otoño del año -y de la vida- ya en los ojos.


Pero lejos -en el tiempo, en el espacio: infinitamente, insalvablemente lejos- de aquella China y sus mares.