lunes, 7 de diciembre de 2015

El Libro de las Acuarelas /19




Ojos verdes


Cuando llegan los primeros días floridos, apenas si quiero entrar al taller. Y cada año es igual.

Paso las horas en Briançon, divagando, o recorriendo las márgenes de La Durance, o caminando interminablemente Briançon Vauban, yendo y viniendo por la sugerente Porte de Pignerol, a la que todavía no le dediqué un asunto completo, sólo bocetos.

A veces, llego hasta el taller de Thierry y me quedo viendo esculpir. A veces, en cualquier café, pasó un par de horas sentado sólo mirando gentes, una calle. Tal vez tomando apuntes mentales.

Ese día la mañana fue tibia pero, cuando empezaba la tarde, de pronto se levantó un viento frío. Me había alejado un poco más y cargaba con el auto porque tenía programado ir por La Guisane, para ver si me entusiasmaba empezar a pintar otra vez. Llevaba los cuadernos y los pasteles para bocetar el bosque, la curva del río.

Sin rumbo todavía, había llegado a los meandros de la Rue du Serre Paix.

Cuando la vi, pensé que descansaba al costado del camino, pero en realidad se había caído de su bicicleta en una mala maniobra. Se tomaba el tobillo con dolor y sonrió al verme con una sonrisa social que intentaba disimular su situación. Se sentiría avergonzada.

Me detuve y le ofrecí ayuda e inmediatamente inició una conversación trivial que tenía el mismo tono de su sonrisa.

Insistí.

Como quien se resigna a lo irremediable y fatal, finalmente, aceptó.

Muy bonita, algo menuda, de edad mediana. Pese al dolor, se movió ágilmente. Para cuando cargué su bicicleta, ya estaba sentada en el asiento del acompañante. Tenía frío.

Me indicó el camino de Forville, después de una breve discusión, que llevó con mucha gracia, en la que se empecinaba en que la dejara en Grand Boucle, donde pediría un auto o llamaría a Forville para que vinieran a buscarla.

Le dije que era pintor, que esa mañana estaba haciendo borradores para unas acuarelas, que tenía tiempo. Le ofrecí llevarla, de paso, al hospital, pero se negó allí sí con firmeza.


Volví de Forville por el camino de Santa Catalina. Había entrado la tarde y el frío me empujó al albergue de L'Impossible. Quise tomar un té y beber una copa de cognac; pero, mientras esperaba la parsimonia del joven que me atendía, resolví pasar allí la noche.

Tenía los cuadernos sobre la mesa y sin darme cuenta comencé entonces a dibujar los ojos verdes.

Al día siguiente no quise salir. En el taller, ordené durante algún tiempo los borradores de los últimos paseos, pero no eran mi principal ocupación: estaba despejando el camino.


Pasó un mes desde entonces. Ya he vuelto a pintar todos los días. Y hasta creo que expondré en octubre.


Tengo dos carpetas sobre mi mesa ahora.

En una, cada hoja es un pasiaje, un recodo, un retrato de algún caminante desconocido, flores lilas y amarillas, el deshielo tardío, la curva indefinida de las sierras, el agua entre las piedras en la vuelta de La Guisane, un monte de abedules, una calle oscura, balcones, el café du Rhône.


La otra carpeta está llena nada más que de ojos verdes.