jueves, 3 de diciembre de 2015

El Libro de las Acuarelas /18




Madrecita


En la calle casi no hay gente a esta hora. Por eso madrugo y camino las 20 cuadras que dice el médico de Sofía que es lo tengo que caminar por día.

Mentiras. De Sofía, que insiste por temor; del médico, que la usa para decirme que me cuide, también por temor. Camino porque quiero. Porque me gusta caminar. Porque esta ciudad es menos hostil cuando está vacía a esta hora. Su arquitectura antigua, sus empedrados, su solera, engañan al que no la conoce.

Como un mundo paralelo, hay mucho para ver cuando la ciudad duerme aún.

La semana pasada fueron dos prostitutas muriéndose de frío en la esquina de la plaza, tarde. Temprano, quiero decir. En un arranque que me hizo sentir tonto, quería acercarme para pagarles un café con leche, pero no me decidía: no quería que se hicieran a la idea de un último cliente. Me parecía un artificio moral, una impostura de mi parte. Al final, hice que preguntaba por una calle. No me trataron como cliente y pude, con cara del bueno que no soy, decirles que hacía mucho frío ya, que les pagaba un café si querían, que se fueran a dormir. El tono era el de un socio de esas horas en la calle desierta. Ni ellas eran ellas, ni yo, yo. La que parecía más joven me miró con benevolencia triste, levantó el cuello de una especie de campera azul y verde que llevaba con desgano y aceptó. A mis espaldas, se oían los tacos picar la vereda, cansinamente, sin entusiasmo.

Ante habían sido dos familias deambulando con un carro desvencijado, lleno de sobras de ciudad: cartones, cocinas, latas, unas maderas. Los más chicos reían y se corrían alrededor del carro, las mujeres conversaban entre ellas con los brazos cruzados para calentarse, los hombres tiraban del carro casi en silencio. Y antes, el borracho que se recostó en las escalinatas del colegio y parecía que dormitaba murmurando. Ni se fijaron en mí y era el único humano a la redonda.

Pero una madrugada salí un poco más tarde. Sofía dormía todavía. Una hora más tarde que de costumbre es mucho para mi itinerario.

Así fue como vi a la vieja.

Iba casi apoyada al paredón de la iglesia, con una mano sobre las piedras frías y la otra aferrada a un bastón grueso, rústico.

Había bastante luz ya y podía verla claramente. De entre las ropas sacó una especie de manta oscura. Se inclino lentamente y la tendió sobre la vereda, junto al paredón, casi llegando a la esquina que en un par de horas más iba a ser concurrida y algo ruidosa.

Se sentó sobre la manta con parsimonia y dificultad y de alguna otra parte de entre sus ropas sacó unas chucherías que llevaba envueltas en un pañito como de terciopelo. Bronce y plata trenzados en forma de pulseras, unos anillitos de bronce con guardas grabadas. Cosas así.

Los vi cuando llegué hasta ella. Me paré frente a su pequeño puesto improvisado y me pareció que en ese lugar hacía más calor que en el resto de la calle fría. En un tiempo más, el sol le daría de lleno no bien saliera por la otra esquina de la plaza.

Apenas me miró y me dejó curiosear desde mi altura, sin tocar. Esta vez no tenía sencillo encima, como para comprarle alguna baratija para Sofía. Le habría encantado el gesto.

- Llévele esto a su niña, me dijo como si adivinara.

- No llevo dinero, madrecita, le dije con vergüenza.

- Me lo paga luego luego..., y me miró con picardía y una sonrisa anciana y fresca. Usted va a volver, señor, me dijo entrecerrando los ojos.

Era una pulsera de cobre, bronce y un hilo de plata. La tomé de su mano y sentí la piel cálida y dura. Le agradecí y le prometí volver al rato.

- Mañana, mañana..., me dijo con paciencia. Cuando salga a caminar otra vez...

Enseguida se cubrió con un mantón negro y pesado que le colgaba de los hombros, sólo se le veía apenas una parte de la cara.


Nunca antes la había visto. Yo a ella. Pero ella me había visto a mí.

Extrañamente, de pronto me sentí joven y protegido.


Hace días que la busco. No la encuentro.