sábado, 7 de noviembre de 2015

El Libro de las Acuarelas /14



Frío


Llegamos al anochecer.

- Hace tanto frío..., dijo. 

Y era verdad, la llovizna de la tarde había hecho estragos en las ropas, en las manos, los pies. En los pómulos ateridos, en los ojos enrojecidos por el viento gélido, constante.

- ¿Por qué te gusta tanto este lugar?, preguntó sin reproche en la voz pero con una inquisición irónica.

No era una pregunta, de hecho. Era su proclama de sorpresa renovada cada vez que llegábamos a esas costas, por entre campos grises, listos para girasoles o linos, pero ahora dormidos, grises, jadeantes de invierno.

El retiro de invierno, decía cuando el viaje parecía todavía lejano. Y, simple y fatalmente, hacer el viaje, cuando el viaje era inminente.

Pero una vez dentro de la casa, pequeña y con apariencia de cabaña, junto a un fuego escuálido pero suficientemente protector, con una taza de té hirviente en las manos, nada había que objetar.

Cuando ya era la noche completa, el mar bramó. Con los ojos fijos en los vidrios empañados de la ventana que daba a las arenas interminables, miró sin ver, adivinando, la brutalidad potente de aquellas marejadas espumosas. 

Nada dijo, apoyó una mano sobre el vidrio crispado de frío, como una caricia. O como un saludo, mejor, como un conjuro a las aguas y al viento, para calmarlas, para sujetarlas. Para entibiar su furia.

Hipnotizado, yo miraba las llamas que asomaban a la portezuela de la salamandra. Sobre ella, bullía el agua siempre atenta a nuevas dosis de té. El aroma de las maderas que había conseguido era como de limón.

El silencio parecía desplazar los rugidos del mar.