martes, 6 de octubre de 2015

El Libro de las Acuarelas /9



Ruinas de glorias


- ¿Quién le dijo a Livio Tulio que los augures no auguran los días de Saturno?

- No lo sé de cierto, pero eso dijo y no otra cosa, mi preciado Lépido. Fue nomás ayer, pasada la hora sexta, cuando llegaba de las tierras de Marsilio, y ha corrido la voz por toda la casa. Venía con otros iguales a él en edad y porte, en liviandad y desparpajo. Todos jóvenes despreocupados, siempre atentos a novedades. ¿Quién sabe de dónde lo sacaría? No hace mucho, en las calendas de Iunius, recordarás que me contó que había encontrado un maestro griego, esclavo y preceptor de Liborio Aurelio, a quien ya no dejaría por nada del mundo pues sus palabras eran de oro. A la semana siguiente, iba detrás de una joven persa o asiria y estaba consagrado con igual fervor al culto extraño del toro blanco.

- ¿Y no dijo acaso en las nonas de Sextilis -¿cómo permitimos, querido Flavio, que ahora a este mes lo llamen Augustus?- que había resuelto estudiar a los filósofos y geómetras de Alejandría porque el culto a los dioses era falaz y engañoso?

- En verdad eso dijo, Lépido, y tuve un espasmo al ver el semblante palidecido de Lavinia, su hermana. Y a poco andar, en el banquete del propio Liborio Aurelio en los idus de Sextilis -no me acostumbro al Augustus de estos días tampoco yo, preclaro amigo-, reclinado con los hijos de Marco Calcidio en el triclinio y bebiendo abundante vino, ¿no proclamó su intención de volver a la piedad de sus mayores y animaba a todos los que con él estaban a instalarse en el sagrado bosque de Egeria y recitaba con curioso donaire nombres de lares, manes y penates familiares, como un devoto...?

- ¿Qué haremos con este joven disoluto e inconstante, Flavio carísimo? ¿Cómo rendiremos cuentas a nuestro señor de los disparates y locuras con los que su hijo ha llenado esta casa, alborotando a todos y siendo el comentario de cuantos visitan la villa o platican sus extravagancias en el Foro?

- Roma se deshace ante nuestros ojos, Lépido... No sé qué haremos con él. Ni con ella. Salvo esperar. Un día llegará en el que el joven señor de estas nobles glorias heredadas, entre por esas mismas puertas, como hace a menudo, y obligue a todos a arrodillarnos ante el nombre de ése a quien ya muchos siguen, a quien nombran profeta, aquel que no recuerdo si de la lejana Siria o de la más ignota Judea...

- Roma es eterna, temeroso Flavio. Roma es eterna. Ni ese joven alocado, ni el ignoto profeta de las provincias del este son suficientes para socavar su gloria. Verás, amigo Flavio, cómo en un año o dos sentará cabeza y será un romano ilustre como todos los de su casa y nosotros olvidaremos estas amarguras y sobresaltos y Livio Tulio será nuestro orgullo y el de su gente. Roma hará eso con él, ya lo verás...

- No lo sé, Lépido. No lo sé. No veo más lejos que lo que tú mismo ves. Y si Roma es eterna y su gloria no decaerá jamás, todo ello es más que lo que mis ojos ven, por más que mi corazón lo desea...

- Pues, ánimo, Flavio, ánimo... Roma es eterna...