lunes, 5 de octubre de 2015

El Libro de las Acuarelas /8



La mujer ciega


Raquel era como una sombra, pero toda ella luminosa.

Tenía ojos en las manos finas y blancas, una tibieza de pájaro en la mirada infinita, el andar silencioso, la voz apagada.

Tenía un aroma de colonia floral que flotaba antes de que se acercara y desaparecía a su paso, como un olvido.

La esquina era la de siempre, frente a mi casa.

El umbral del zaguán angosto era un mármol gastado que decía que los años no habían sido vacíos, pero se la veía habitualmente sola. Ella salió.

Detrás de unos canteros, a esta altura del año ya turgentes de alegrías y margaritas amarillas, apoyada en el árbol (un fresno antiguo y sufrido), Raquel miraba sin ver la calle vacía. Su oído esperaba el silencio para cruzar y su mano tanteaba como de memoria el cordón en la corteza del árbol, porque sabía que estaba mal plantado, muy cerca de la calzada de adoquines.

Esperó. El silencio se quebraba en la siesta con un rumor de palomas en celo.

Unos minutos más y la vereda comenzó a vocear unos pasos firmes y Raquel cambió el ángulo de su mirada hasta llegar con su perfil a un punto indefinido en dirección a los pasos, ningún lugar a media altura entre el cielo y la tierra. Sonrió o me pareció que sonreía.

Tenía un vestido que nunca le había visto y llevaba unos zapatos nuevos. No tenía bastón esta vez. En la mano, apenas un sobre de cuero crudo, límpido, imperceptible.

El hombre llegó a su lado, casi por detrás. Sin inclinarse sobre el hombro de Raquel, parecía haberle dicho algunas palabras. Dulces palabras, diría yo.

Raquel bajó la cabeza, hizo un mohín gracioso y volvió a mirar a ninguna parte entre el cielo y la tierra como oliendo la luz.

No cruzó. No cruzaron.

Siguieron calle abajo. Él le sostenía el brazo con una delicadeza extraña, cortés, mientras ella señalaba con el brazo libre y con una elegancia de escultura un punto hacia adelante, probablemente el destino del paseo.


- Raquel tiene novio, dije soltando la cortina.