sábado, 31 de octubre de 2015

El Libro de las Acuarelas /13



El balcón


Artemio sabía muchas cosas. Algunas las decía, otras no.

Muchas tardes caminamos por el pueblo conversando: era un placer esperado para mí que no siempre podía disfrutar. A sus años, su salud no lo acompañaba y su entusiasmo era mucho mayor que sus fuerzas. Pero aprendía mucho de él, hasta de sus silencios sentenciosos.

En las recorridas, cada vez, en alguna esquina, frente a la plaza o a alguna puerta, junto a un árbol o lo que fuera, de pronto Artemio se detenía como absorto y, después de un breve silencio y no importa de qué estuviéramos hablando, contaba alguna historia real, algún suceso, o algún pasaje de un cuento o una novela. A veces eran unos pocos versos y explicaba de dónde venían y por qué se habían compuesto, y así. Siempre la cuestión tenía alguna relación con aquel lugar. Jamás lo interrumpía en esas ocasiones, no hacía falta.

Era a fines de octubre de una primavera muy maltrecha y desacompasada. Artemio había estado bastante mal casi todo el invierno y por primera vez podíamos caminar como solíamos. Ese día, su ánimo era excelente. Hasta que.

Íbamos por la calle larga, casi llegando a los límites del pueblo. Todavía quedaban algunas de las casas bastante señoriales que hubo por ese lado y que ahora se mantenían con dificultad, porque la vida pueblerina se había trasladado hacia el lado sur y el norte había quedado devaluado.

Artemio caminaba lentamente y en silencio. Pensé que estaba fatigado y débil. Pero, más tarde, me di cuenta de que algo en aquella calle le pesaba de algún modo.

Llegamos a la mitad de la cuadra y Artemio se detuvo súbitamente y miró de frente un balcón. Los ojos se le volvieron transparentes y ausentes. Una media sonrisa triste le agrisaba la cara.

- Hace poco, comenzó con una voz pálida y honda, vi una película: Cinema Paradiso. Hay un pasaje allí en el que uno de los protagonistas cuenta un cuento; es el más viejo, que quedó ciego cuando el incendio del cine. Y parece que con el cuento quiere consolar a su amigo bastante más joven, el otro protagonista, que sufre por amores imposibles.

Conocía el asunto y hacía años había visto la película, pero nada dije. Sin dejar de mirar fijamente aquel balcón, Artemio, con su memoria envidiable, comenzó:

- Una vez, cuenta el viejo ciego, un rey dio una gran fiesta y estaban allí las más bellas princesas del reino. Uno de los guardias vio pasar a la hija del rey: era la más bonita de todas... e inmediatamente se enamoró perdidamente de ella. Pero, pensó, cómo un pobre soldado podría compararse con la hija del rey... Un día, logró acercarse a la princesa y le dijo que no podía vivir sin ella. La princesa quedó tan impresionada con lo profundo de los sentimientos del soldado que le dijo: "Si me esperas cien días debajo de mi balcón, seré tuya". El soldado corrió hacia allí y esperó. Un día, dos días, diez, veinte... Cada noche ella miraba por la ventana, pero él no se movía de allí. Vino la lluvia, el viento, la nieve: jamás se movía. Cuenta el viejo ciego que los pájaros le cagaban encima y la abejas se lo comían vivo... Después de noventa días estaba exhausto, pálido y las lágrimas salían a mares de sus ojos pero no se apartó de ese lugar. No tenía fuerzas ni para dormir. La princesa, mientras tanto, seguía mirándolo... Y, en la noche noventa y nueve, el soldado se levantó, tomó su silla y se fue...


Y Artemio no dijo más.

Todavía bastante después de haber terminado lo que podría haber sido un relato habitual, seguía mirando el balcón, todavía con los ojos ausentes, tal vez en otro tiempo, tal viendo otra cosa.


Pero, de eso, Artemio no dijo nada.




viernes, 30 de octubre de 2015

Es música el plañir


Es música el plañir de esa paloma
que, en tu mañana, y amorosamente,
rumora el aire que durmió en tu frente
con un murmullo que es tu mismo idioma.
Oigo el sonido hiriendo cada loma,
el susurro que tañe en tu vertiente;
y de pronto, sinfónica y riente,
oigo tu voz que como el sol asoma.
El ave arrulla aún, y así, en concierto,
tu canto un aria le regala al mundo
que, grávido de ti, nace fecundo.
En la noche callada, estoy despierto
y espero oír clarear y te circundo
y en paloma que plañe me convierto.



jueves, 29 de octubre de 2015

Ninguna soledad


Ninguna soledad: nada es desierto,
nada es un eco hueco o vano o frío,
nada es un mar sin luz, nada es vacío;
nada evanesce y nada vaga incierto.
Nada es error, olvido o desacierto,
nada desaparece en lo sombrío,
nada es tristeza, desazón o hastío,
nada es ausente, indiferente o muerto.
Ninguna soledad: si está presente
el gesto de tu voz que aroma el aire,
tu sonrisa, tu paso en su donaire,
y tus ojos que vuelven inocente
la vastedad del mundo y mi alegría
y el tiempo, todo tuyo, cada día.



 

miércoles, 28 de octubre de 2015

Tu mano hiere el aire


Tu mano hiere el aire y yo suspenso
la veo alzarse y dibujar estrellas
en un jardín de soles, trazas bellas
siempre al amparo de tu azul inmenso.
Voy a tu mano frágil indefenso
sembrando mis requiebros en tus huellas,
hasta que dejo el corazón en ellas:
no hay gozo más azul ni más intenso.
Tu mano traza el aire y lo conjura;
me gobierna en tu ley con brisa pura
y tanta suavidad, que me estremece.
Ves que llego a tu mano peregrino
y toda la fatiga del camino,
como si nunca fue, desaparece.



martes, 27 de octubre de 2015

Cuando el silencio calla


Cuando el silencio calla lo que digo,
una voz lo pronuncia y su belleza
deshace toda sombra y la tristeza
y es fuego y luz y da calor y abrigo.
Timbre de plata y yo a su son persigo
la fuente de que mana su pureza;
labios que son la misma gentileza:
son oro su decir, yo su mendigo.
Cuando el silencio calla, tu voz labra
tan hondamente en mí cada palabra
que el corazón, tallado así, se rinde.
Y de tan hondo, pasa todo linde
y llega hasta mi centro y me conmina
a decirte el amor. Y allí termina.



domingo, 25 de octubre de 2015

Como tu nombre es luz


Como tu nombre es luz, ya no estoy ciego;
ya nunca la mañana pasa ausente
ni la tarde es la sombra indiferente
ni la luna es oscura o gris el fuego.
Como tu nombre es luz, canto andariego
la cifra de tu nombre transparente
que me siembra de sol, como simiente
que al surco en alegría da el labriego.
Como tu nombre es luz, iluminada
la noche es un fulgor que no termina
y tu estrella acaricia mi mirada.
Como tu nombre es luz, y te ilumina,
así a la luz tu luz enamorada
me convoca y, amante, me destina.



sábado, 24 de octubre de 2015

Alta y mis ojos


Alta y mis ojos que te miran tanto
y se alzan con el aire de tu altura
hasta la estrella que en la noche pura
te destella en el lirio de tu canto.
Alta y mis ojos cantan con el llanto
feliz, en el rumor de la lisura
de este llano espigado, en la espesura
de un cielo tan azul (quién sabe cuánto...)
No me hace falta más: todo es tan tuyo:
un silencio de flor, nubes, un trino,
el resplandor del agua y el camino...
Alta en el aire estás: voy, llego, fluyo
y ya nada me queda ni hace falta,
tan próxima y lejana, de tan alta.



lunes, 19 de octubre de 2015

El corazón de los ojos


Llega una luz que hiere
los ojos y los vidrios empañados.

Y llega la mañana. Es otro día más.

Este pincel dormido,
todavía dormido,
sobre la tela en blanco, majestuosa,
sueña líneas de luz, colores nuevos,
cielos con nombres mudos, soledades.

Es otro día.

Y cimbra la mañana en los reflejos
de aquella jarra en ocre,
en la textura opaca del taburete viejo,
en un espejo ajado,
en el brillo vetusto del paño damasquino,
en el azul transido de este cielo de pampa.

Es otro día. Otro.

Reviven los contornos de las cosas
cuando apenas estalla en la ventana
el sol y ruge el fuego lleno de este día.

Es otro día más. Ya no es la noche.

Ya no es la noche en esta silla oscura,
en las columnas dóricas de yeso,
ni en aquellos retratos,
esculturas de luz que esperan la mirada,
ni en el vaso de vino,
ni en la guitarra sola.

Ya no es la noche más. Es otro día.

Los ojos, ay los ojos, recorrieron
toda esa noche leve que patina las cosas,
que agrisó bermellones y que aplaca los verdes,
y envuelve todo en nieblas.

Hay esos claroscuros de dolor y lamentos
y risas, como risas de los niños que juegan,
ahora que recuerdos, que punzan agridulces,
están en el pastel, en la acuarela,
y en las tintas que van como jirones,
o en el óleo que todo lo recuerda,
y que todo lo calla,
menos la luz, la línea y los colores.

La noche ya no es más. Ella ha parido
cien ángeles de luz, susurros grises,
bocetos que se vuelven memorias de otros cantos,
evanescencias claras,
y una música quieta.

Otro día que llega. Es otro día. Un día más.

La tela blanca es púdica. Y celebra
la mano que la busca,
la mano que acaricia mientras llora,
mientras sonríe sueños
que crecen como escorzos luminosos,
y dibuja las penas,
con dedos como lágrimas,
en las vagas siluetas coloridas.

La tela es reservada, confidente:
sólo dice a quien oye,
sólo muestra al que sabe.

Sólo la ve quien ve.

Y el corazón, ay el corazón,
frente a la tela en blanco
mira la luz de bronce de este día y su fragua,
y el aire que descubre un día más del mundo,
los vidrios empañados del alma
y la ventana.

Y el corazón descansa.

Y el corazón espera.

Verá una luz un día
tejerse con la trama de la tela que espera.

Y espera ver un día la obra de sus manos
terminada y fulgente,
coronada.

Pero será otro día.

Lo sabe el corazón, la mano lo presiente:
no será aquí,
donde estos fuegos tenues
aún arden las cenizas que ya no se consumen.

No ahora, mientras pasan
las horas de estos días con su música de años.

Hoy pasó la mañana.

Pasó el sol y la nube
y el viento entre glicinas;
por los tilos del aire pasa el viento.

Hoy casi ya es mañana.

Por la ventana abierta,
la tarde rumorosa,
la tarde que apacigua trajo el eco
de una calandria tibia
que llama con su canto a una voz compañera.

Los pinceles reposan
sus glorias de guerreros, y sus danzas, sus fintas,
sus seguros tropiezos seductores,
las cerdas fatigadas de luz y de tormentas.

La tarde va a las sombras.

La mano suelta todo,
se va la luz que hiere.

Sólo el ojo trabaja.

Y el corazón. Que espera.


El título es Un día en el taller.

Creí que los había perdido.

Perdido, no olvidado. Pese a que suelo olvidar -y perder- en estas materias. No en este caso.

Son unos versos de un servidor que se sumaron a un homenaje que un círculo literario quiso hacerle a un buen hombre y buen pintor: Alberto Sorzio, maestro pintor (así dice la dedicatoria en la publicación).

Es un buen hombre. Ha sufrido sus cosas. Le gustan los caballos y sabe andarlos.

Algunas veces, en su atelier, algunas tardes de buena conversación de cosas que él sabe, asuntos de la belleza, del arte, unos mates. A veces, la guitarra, que no se le niega, y oírlo cantar cosas de la tierra que creo que ama de veras.


De allí venían estos versos.


Celebro haberlos rescatado.





viernes, 16 de octubre de 2015

Este dolor tan dulce


Este dolor tan dulce que es llevarte
siempre tan hondo, corazón adentro,
en la cruz misma de mi mismo centro
y en todo, siempre; y siempre, en todo, amarte.
Este ser dondequiera el epicentro
y de nada estar lejos, nunca aparte:
que buscarte es lo mismo que encontrarte
y estar fuera de mí es ir a tu encuentro.
Este dolor tan dulce hiere ahora
y un borbotón de luz sangra en la herida
que no quiere cauterio o cicatriz.
Este dolor que llora y enamora,
este dolor que mata y que da vida,
es tan dulce dolor que ya es feliz.




jueves, 15 de octubre de 2015

Una novia aguerrida





Entre los poemas de Santa Teresa, están estos dos que dejo aquí y que suelen llevar los números 3 y 29 en la cuenta de sus poesías.

Sobre aquellas palabras "dilectus meus mihi"

Ya toda me entregué y di,
y de tal suerte he trocado,
que es mi Amado para mí,
y yo soy para mi Amado.
Cuando el dulce Cazador
me tiró y dejó rendida,
en los brazos del amor
mi alma quedó caída,
y cobrando nueva vida
de tal manera he trocado,
que es mi Amado para mí,
y yo soy para mi Amado.
Hirióme con una flecha
enherbolada de amor,
y mi alma quedó hecha
una con su Criador;
ya yo no quiero otro amor,
pues a mi Dios me he entregado,
y mi Amado es para mí,
y yo soy para mi amado.

(Inspirado en los versos del Cantar de los Cantares 2:16; 6:3)


Para una profesión

Todos los que militáis
debajo desta bandera,
ya no durmáis, no durmáis,
pues que no hay paz en la tierra.
Si como capitán fuerte
quiso nuestro Dios morir,
comencémosle a seguir
pues que le dimos la muerte.
Oh qué venturosa suerte
se le siguió desta guerra;
ya no durmáis, no durmáis,
pues Dios falta de la tierra.
Con grande contentamiento
se ofrece a morir en cruz,
por darnos a todos luz
con su grande sufrimiento.
¡Oh, glorioso vencimiento!
¡Oh, dichosa aquesta guerra!
Ya no durmáis, no durmáis,
pues Dios falta de la tierra.
No haya ningún cobarde,
aventuremos la vida,
pues no hay quien mejor la guarde
que el que la da por perdida.
Pues Jesús es nuestra guía,
y el premio de aquesta guerra
ya no durmáis, no durmáis,
porque no hay paz en la tierra.
Ofrezcámonos de veras
a morir por Cristo todas,
y en las celestiales bodas,
estaremos placenteras.
Sigamos estas banderas:
pues Cristo va en delantera,
no hay que temer, no durmáis,
pues que no hay paz en la tierra.


Diría que son una síntesis muy rápida del espíritu de Teresa la Grande. Y de su vida. Y de su obra.

Para cualquiera que sepa de estos asuntos, ciertamente la síntesis le resultará no sólo rápida, sino incompleta y por eso mismo injusta.

Pero.

Probablemente, esos versos muestren también cómo es que, cuando Dios elige una novia, la busca entre las almas aguerridas, entre aquellos corazones que aman con fiereza tan delicada como apasionada.

Y, probablemente también, muestren que, cuando Dios elige guerreros, los elige entre las almas que aman como novias rendidas y amantes, entre aquellos corazones que guerrean como una novia devota que no ve el momento de morir por el amado amando.

Y por ninguna otra cosa aman. Y por ninguna otra guerrean. Y por ninguna otra mueren.

Parece que no se puede ser Teresa de otro modo.

Y, aunque muy pocos pueden ser siquiera en algo Teresa, parece que no se llega a ser cristiano del todo sin ser, de algún modo y a la vez, un fiero guerrero amante y una rendida novia aguerrida.




domingo, 11 de octubre de 2015

El Libro de las Acuarelas /12



Felicidad y el viaje


Tan temprano y esos chiquillos corriendo por el andén. Al menos llevan abrigo. Han tenido que despertarlos para el transbordo y ahora, pobres...

Como yo, claro, qué tontería..., ¡pero es tan temprano para tan chicos!

No conozco esta ciudad. Y apenas la he visto llegando. Esas casas bajas y esas calles retorcidas, como ciudad de montaña, en pleno llano. Los humos, los silencios del amanecer, apenas algunos de salida, ya afuera, a sus trabajos tal vez.

Los alrededores del ferrocarril tienen ese aire indeciso. No saben si son el atrás de algo, el comienzo del después, más allá, más lejos de las vías.

Ah, parece que la madre (¿será la madre? ¿una tía?) ya los quiere sentados y compuestos. Ya tienen bastante. Les está convidando unas galletas, parece.

Limpio, el andén. Y desde que llegué estaba impecable ya.

Los transbordos. Se siente uno el extranjero por antonomasia. No es del tren, no es de la estación, menos del pueblo.

Los viajes son casi ningún tiempo. Ningún lugar. Y si va uno así, mirando, yendo, más parece que todo fuera en otra parte, en otro tiempo. Mientras todos allá afuera viven una vida, aquí uno, observador, fisgón trashumante, fuera de esas vidas, de esos lugares, sin tiempo.

Hay alguna felicidad rara en los transbordos. La ansiedad de perder la combinación, la espera módica a plazo fijo. Y la impagable colección de bocetos. Bocetos de caras, gestos.  Los bocetos rápidos de voces y frases, tonos, jergas. Miradas, vestimentas.

Hay felicidad en los viajes, así. Viajar. Ir.

Los niños no pueden sujetarse mucho rato, las galletas apenas los distraen. Y ya van de nuevo...

Ahí se ve que viene nuestro tren. ¿Nuestro? ¿Nosotros? ¿De quiénes? ¿Quiénes somos? ¿Qué es esta cofradía transbordante de inquilinos de andenes, de los que van, de los de transbordos en transbordos?

A estas horas, seguro que en el vagón comedor servirán algo caliente, tal vez té y unos bizcochos. Mejor. Hace frío.




sábado, 10 de octubre de 2015

Parral




En los últimos 30 años, ha habido conmigo una sucesión de gajos de un parral que Nicolás, mi abuelo materno, tuvo en vida.

Me los daba mi madre, uno tras otro. Con su don envidiable de hacer crecer lo verde, preparaba de apenas un palito -a veces cortado por accidente o por error- una nueva edición. Y me la daba. La añosa tradición de aquella planta debía sobrevivirnos a ella y a mí y por eso insistíamos.

Uno tras otro, los gajos se me han ido yendo al cielo de las uvas y siempre quedaba su osamenta seca. De esos huesos, mi madre es capaz de sacar una nueva planta, hay que decirlo, pero un servidor no tiene tantos poderes, de modo que allí quedaba la cosa y su destino era el fuego.

Hasta que.

No hace mucho, me pidió que le podara unas enormes y coloridas plantas. Unas de flores encarnadas como una sangre de clavel, las otras de un azul que solamente se ve en el cielo de la montaña.

Y fui. Y lo hice. Era tal el ramaje que se había entreverado con sarmientos de la planta madre. La parra heredera de las manos de Nicolás, la única sobreviviente verde de su talento.

Porque la otra sobreviviente es humana y ya sabe usted de quién hablo. 

Había que hacer atados de ramas para que las huellas de la poda desaparecieran y así lo hice. Hasta que.

Vi que quedaban esas ramas del parral que no hubo más remedio que cortar, claro que bajo la mirada severa de la dueña, que guiaba las acciones como un meticuloso práctico manda en el timón.

Por la época, parecían realmente secas más que dormidas. Como huesos de la mano de un viejo, ramas nervudas, de un color cobrizo extraño y llamativo.

Entonces fue cuando. Separé algunas, las más largas, las que sin poder decirlo con certeza podían hacerse vivas.


Y, llegado a mis dominios, puse en agua los gajos, sarmientos mudos, tiesos. Al tiempo, una mañana fría de mediados de septiembre, los puse en tierra.

Resultaron doce. Once, en principio. Pero pasó que para tutor de uno de los gajos, puse a su lado otro, más grueso, que parecía definitivamente seco e inerte. Y resultó que no: prendieron los dos.

Y los otros diez, pardiez. Doce.

Por primera vez en mi ya larga vida.

Y van avante, viera usted. Y viera cuánto. Y cómo. No sabe con qué silencio miro esos brotes, sin ruido alguno, con gran cuidado, cada mañana, cada atardecer. Y espero.


La madre, viéndome cargar con aquel ramaje, cuando oyó mis planes sentenció, condescendiente: "no te van a salir..."


La adivinación no es su fuerte.

Su talento está en las puntas de sus dedos.




viernes, 9 de octubre de 2015

El Libro de las Acuarelas /11




La barca


Será mañana, dicen, o esta misma noche, más tarde. El sol no vendrá cuando estemos en el mar. Ni la luna hay, ni nada. Tampoco creo que no haya viento cuando estemos allá. Tal vez haya mucho mar, temporal.

Saldremos de todas formas, dicen.

Y Gino y Amaranto dicen que escampa, que habrá estrellas dentro de poco. El capitán calla. Él no dice nada y fuma acodado en el puente mientras nos mira coser redes, ajustar aparejos, apilar cajones, a la luz de los faroles.

Será mañana, digo. Pero no sé, tal vez esta misma noche.

Ni sé si habrá un pasado mañana.

Melina y el niño estarán durmiendo a estas horas. Me dijo: "Vito, vuelve..."

En la primavera, le prometí llevarla a Capri, embarcados con Gino y Chiara y los niños.

Creo que no habrá estrellas. No se ve el faro. No se ve nada. Ni demasiado viento sopla y esta niebla espesa se mete en todo y por todas partes. Tengo las manos húmedas de niebla. Los ojos.

Lucio está callado, creo que tiene miedo. Se casó la semana pasada. Y la muchacha no es de aquí, no es de mar. Tiene miedo, creo, por ella. Porque ella teme.

Melina me dijo: "Vito, abrígate. Y vuelve..."




jueves, 8 de octubre de 2015

Blas y Ana



Blas


Estábamos los dos frente a frente. Y la vida.

Cada uno de un lado distinto del sendero.

Estabas inhallable cuando busqué tus ojos,
tu boca, para el beso que dicen que despide.

Me dieron con los ojos palmadas en la espalda,
muchas manos me daban saludos y congojas
de muertes que murieron cuando tú te morías.

Y había como enormes montículos de pena
como bóvedas tristes.
                                       Muchos iban a ciegas
con lágrimas que sirven de bastones al paso
de la muerte.
                        Y los hombres siempre trastabillamos...

Yo no sé si tus días trajeron paz al mundo.
Pero sé que mis años se opacan desde entonces.
La muerte iguala todo, pero también distingue.
Tu muerte no es lo mismo que esta muerte difusa
que sienten mis amores ahora así esparcidos.

Podría haberte dado un amor sin fronteras,
podría haberte dicho las mejores palabras,
dibujar un cuaderno de notas con tus manos
pequeñas como estrellas lejanas en el cielo.

Podría haberte alzado más allá de las nubes,
subirte a un árbol seco, acariciar tus ojos,
hacer un nuevo día –uno más que vivieras–
después de la final de todas tus batallas.

Pero no dije nada, ni un trazo, ni un silencio,
ni el puño en alto tuve, ni un hombro alzado a tiempo
en señal de protesta o de agobio perplejo.

Nada.

            Nada, ni el aire te di que respiraras
ni el sol que te alumbrara, ni el viento sobre el aire.
Solamente un suspiro. Un gesto de la mano
que no mueve los vientos, ni borra atardeceres
–como ése que dejaste incompleto y vacío–,
ni cava tumbas huecas, ni va dejando rastros
buscando que tu mano me siga y me aprisione
la mano que persigna mi cabeza y mi pecho.

Me apena que no sepan cómo junto al vacío
que dejaste en el pecho, yo guardo una sonrisa.
Y te está dedicada. Y suena cada noche
cuando las ocho y veinte me da un reloj de sangre.

Celebro que no tengas que conjugar futuros.
Celebro que el pasado pasará sin las huellas
que deja en nuestra frente. Celebro tu partida
al mundo que no tiene tiempo, dolor ni lágrimas.

Igual, cada mañana, y será para siempre,
sé que falta un gemido, una risa, un sonido,
un aroma y un aire y un compás que respira,
y sin decirle a nadie lo que quiero decirte
miro el lugar que ocupa tu ausencia y mi nostalgia
y salgo al día nuevo y te dejo que mueras.



Ana


Hay un secreto que no dije nunca
hasta ahora. Y el tiempo va llegando:
La muerte tiene nombre entre nosotros
y es un poco de ti, aunque no lo sepas.

Hay un secreto que es dolor ignoto,
un dolor sin sabor. Quizás te duela
alguna vez. Pero no sé si quiero.
Tal vez prefiera que jamás lo pruebes.

Que quede para mí, para nosotros.
Que nunca creas ser mitad de nada.
Que el doble de mi amor te lo reemplace.

Que sepas del dolor por otras voces
y no por las que nunca van a hablarte
mientras dure esta tierra y este cielo.



1997- 2015



miércoles, 7 de octubre de 2015

El Libro de las Acuarelas /10



Primavera de Jerónimo


- ¡Para qué estamos aquí echados, Suso...! No sé qué hacer con las liebres...

- Lo que todos hacen, Jeromín. Más sin perros, como ahora... Las esperas, las acechas, aquí entre los pastos. En cuanto alzan sus orejotas y se paran en sus remos, están a la vista y ya las viste. Y cuando ya las viste y no te vieron, cazarlas es la msima cosa. Te acercas sin ruido y teniéndolas a tiro les arrojas lo que viene a la mano, piedra, palo...

- Suso, eso no es guerrear...

- Claro que no: es cazar.

-  Ayer vi más que tres lebratos en la cañadilla aquella de las moras, pasando el arroyo del Gato, y te digo Suso que eran más... Por allí anduve casi toda la mañana, camino de la ermita de san Gil...

- Ahí tienes, Jeromín, entonces las madres están cerca... Pero, guay, que si están grandes los lebratos, ellos también pueden saber en un cocido, cómo que no...

- Prefiero ir contra la madre... Y si fuera posible contra el padre. Y te diré, Suso: mejor una corzuela, mejor aún un jabato furioso...

- Pero, Jeromín... Espera, espera... Con 9 años y esas espaldas, ¡de dónde tanto fuego...! ¿Tienes cómo? ¿Una faca siquiera? ¿Venablos? ¿Te has hecho de una lanza? Me das gracia, lo digo de veras...

- Un lebrato no es enemigo, Suso. Suso: una liebre no lo es. ¿No prefieres un enemigo mejor?

- Hombre, Jeromín... ¿Enemigo? ¿En qué piensas? Quien te oye diría que quieres guerrear al turco. Vamos de caza, Jeromín, nada más que eso... Sosiega, niño..., qué infulas, mochuelo. Qué digo, si ni mocho tienes, chavalete...

- ¿Y qué, Suso? ¿No irías tú a pelearle al turco, en vez de estarte aquí, acechando liebres, bajo las encinas, entre los pastos?

- Pero, pero..., ¡qué ocurrencias! Mira, que no te oiga tu señor tío... ¡Pelear al turco!

- Un día, Suso, ya verás... Adonde esté, adonde vaya..., aunque endriagos fueran o gigantes, aunque sean demonios o dragones. Verás, Suso... Aunque en el mar estén... Y dirás: Oíd, oíd..., ése de allí, el del pendón blanco, el que arrebata los estandartes, el que avanza sin adarga, el hierro en alto, ése, señores, ése es Jeromín, el castigo del turco...




martes, 6 de octubre de 2015

El Libro de las Acuarelas /9



Ruinas de glorias


- ¿Quién le dijo a Livio Tulio que los augures no auguran los días de Saturno?

- No lo sé de cierto, pero eso dijo y no otra cosa, mi preciado Lépido. Fue nomás ayer, pasada la hora sexta, cuando llegaba de las tierras de Marsilio, y ha corrido la voz por toda la casa. Venía con otros iguales a él en edad y porte, en liviandad y desparpajo. Todos jóvenes despreocupados, siempre atentos a novedades. ¿Quién sabe de dónde lo sacaría? No hace mucho, en las calendas de Iunius, recordarás que me contó que había encontrado un maestro griego, esclavo y preceptor de Liborio Aurelio, a quien ya no dejaría por nada del mundo pues sus palabras eran de oro. A la semana siguiente, iba detrás de una joven persa o asiria y estaba consagrado con igual fervor al culto extraño del toro blanco.

- ¿Y no dijo acaso en las nonas de Sextilis -¿cómo permitimos, querido Flavio, que ahora a este mes lo llamen Augustus?- que había resuelto estudiar a los filósofos y geómetras de Alejandría porque el culto a los dioses era falaz y engañoso?

- En verdad eso dijo, Lépido, y tuve un espasmo al ver el semblante palidecido de Lavinia, su hermana. Y a poco andar, en el banquete del propio Liborio Aurelio en los idus de Sextilis -no me acostumbro al Augustus de estos días tampoco yo, preclaro amigo-, reclinado con los hijos de Marco Calcidio en el triclinio y bebiendo abundante vino, ¿no proclamó su intención de volver a la piedad de sus mayores y animaba a todos los que con él estaban a instalarse en el sagrado bosque de Egeria y recitaba con curioso donaire nombres de lares, manes y penates familiares, como un devoto...?

- ¿Qué haremos con este joven disoluto e inconstante, Flavio carísimo? ¿Cómo rendiremos cuentas a nuestro señor de los disparates y locuras con los que su hijo ha llenado esta casa, alborotando a todos y siendo el comentario de cuantos visitan la villa o platican sus extravagancias en el Foro?

- Roma se deshace ante nuestros ojos, Lépido... No sé qué haremos con él. Ni con ella. Salvo esperar. Un día llegará en el que el joven señor de estas nobles glorias heredadas, entre por esas mismas puertas, como hace a menudo, y obligue a todos a arrodillarnos ante el nombre de ése a quien ya muchos siguen, a quien nombran profeta, aquel que no recuerdo si de la lejana Siria o de la más ignota Judea...

- Roma es eterna, temeroso Flavio. Roma es eterna. Ni ese joven alocado, ni el ignoto profeta de las provincias del este son suficientes para socavar su gloria. Verás, amigo Flavio, cómo en un año o dos sentará cabeza y será un romano ilustre como todos los de su casa y nosotros olvidaremos estas amarguras y sobresaltos y Livio Tulio será nuestro orgullo y el de su gente. Roma hará eso con él, ya lo verás...

- No lo sé, Lépido. No lo sé. No veo más lejos que lo que tú mismo ves. Y si Roma es eterna y su gloria no decaerá jamás, todo ello es más que lo que mis ojos ven, por más que mi corazón lo desea...

- Pues, ánimo, Flavio, ánimo... Roma es eterna...





lunes, 5 de octubre de 2015

El Libro de las Acuarelas /8



La mujer ciega


Raquel era como una sombra, pero toda ella luminosa.

Tenía ojos en las manos finas y blancas, una tibieza de pájaro en la mirada infinita, el andar silencioso, la voz apagada.

Tenía un aroma de colonia floral que flotaba antes de que se acercara y desaparecía a su paso, como un olvido.

La esquina era la de siempre, frente a mi casa.

El umbral del zaguán angosto era un mármol gastado que decía que los años no habían sido vacíos, pero se la veía habitualmente sola. Ella salió.

Detrás de unos canteros, a esta altura del año ya turgentes de alegrías y margaritas amarillas, apoyada en el árbol (un fresno antiguo y sufrido), Raquel miraba sin ver la calle vacía. Su oído esperaba el silencio para cruzar y su mano tanteaba como de memoria el cordón en la corteza del árbol, porque sabía que estaba mal plantado, muy cerca de la calzada de adoquines.

Esperó. El silencio se quebraba en la siesta con un rumor de palomas en celo.

Unos minutos más y la vereda comenzó a vocear unos pasos firmes y Raquel cambió el ángulo de su mirada hasta llegar con su perfil a un punto indefinido en dirección a los pasos, ningún lugar a media altura entre el cielo y la tierra. Sonrió o me pareció que sonreía.

Tenía un vestido que nunca le había visto y llevaba unos zapatos nuevos. No tenía bastón esta vez. En la mano, apenas un sobre de cuero crudo, límpido, imperceptible.

El hombre llegó a su lado, casi por detrás. Sin inclinarse sobre el hombro de Raquel, parecía haberle dicho algunas palabras. Dulces palabras, diría yo.

Raquel bajó la cabeza, hizo un mohín gracioso y volvió a mirar a ninguna parte entre el cielo y la tierra como oliendo la luz.

No cruzó. No cruzaron.

Siguieron calle abajo. Él le sostenía el brazo con una delicadeza extraña, cortés, mientras ella señalaba con el brazo libre y con una elegancia de escultura un punto hacia adelante, probablemente el destino del paseo.


- Raquel tiene novio, dije soltando la cortina.




domingo, 4 de octubre de 2015

El Libro de las Acuarelas /7



El número Dos


Zúñiga y Cavalli se habían sentado al sol. Un banco de madera pintado la semana anterior de un intenso verde noche les daba respiro después de la caminata matutina. Placeres y ocupaciones de dos desocupados: caminar unas 20 cuadras, plaza al sol, conversación, café y vuelta a casa.

Junto a la fuente, debajo de una casuarina añosa, en otro banco igualmente remozado, unos enamorados se hablaban de sus cosas, la mirada anhelante y con caricias tenues como palomas. Eran jóvenes.

- Créame, Cavalli: el número dos no existe...

- ¿Qué me dice, Zúñiga? ¿Se volvió loco?

- Lo digo por esos dos ahí. ¿Vio que se dice por allí eso de que, en cosas de amores, con el número dos nace la pena...? ¿No lo oyó nunca? Bueno, eso dice un escritor argentino.

- Sí, sí, es conocido ese soneto..., Marechal, dijo Cavalli sonriendo mientras miraba a los dos que veía frente a ellos. A ver cómo está eso..., lo desafió con una sonrisa.

- Fíjese. En cosas de amores, digo yo, el número dos no existe. Si son uno, o como si lo fueran, no hay dos. En todo caso uno o tres: cada uno y el amor que los une. Tres que son uno, no dos. Y si no son como si fueran uno, entonces o hay uno que está solo o están solos los dos, pero entonces no son dos (mucho menos tres...): son uno y uno. Pero si uno sólo se quedó solo porque todavía ama, entonces el otro tampoco es el dos (porque el tres tampoco está, que es el amor...), y eso porque el que ya no está ya no es suyo ni para él y anda suelto, y entonces, a su puro aire, es uno. Y además para éste, no para el que se quedó solo, los demás serán uno, tres, mil o un millón, pero nunca dos, porque nada lo une a ellos y si algo lo uniera serían uno, que serían tres, y no dos... ¿Ve? En estos asuntos existe el uno y cualquier otro número. Pero el dos, no.

Cavalli volvió a sonreír. La mañana era soleada y bastante fresca. En el silencio de la plaza, el agua fontanal hacía una música sencilla y rítmica, mientras palomas y gorriones se bañaban o saltaban por la grava buscando algo que comer.

Los jóvenes amantes se pararon tomados de la mano, inseparados, y caminaron sin rumbo mirándose a cada paso, secreteando, besándose tímidamente.


- ¿Pegamos la vuelta?, dijo Zúñiga, jovial, como si lo que había dicho ya no existiera; mientras, atlético a sus años, estiraba las piernas y olía el aire de octubre.


- Vamos, dijo Cavalli, meneando divertidamente la cabeza y siempre sonriendo.






jueves, 1 de octubre de 2015

El Libro de las Acuarelas /6



La casa nueva


Apenas salió el sol, vi desde la ventanuca una inmensidad de colores atacando el promontorio, allá afuera.

Jamás había visto brillar las piedras, encenderse el aire en hilachas de niebla, un arcoiris entre las hayas y las encinas.

No tuve tiempo de tomar algo. Ni quise. Salí como enamorado, casi a medio vestir.

El aire golpea aquí. Es como un grito.

Los ojos que tiritan entrecerrados, el frío en las fauces, las manos buscando calor en los bolsillos del pantalón.

El canto de algunos pájaros, retumbando su eco entre farallones, también parecía de color.

Encendí un cigarrillo, por la brasa más que por el aroma y el gusto renegrido del tabaco.

Miré hacia el oeste y vi un abra oscura y densa, con unos pastos altos y pocos árboles. Desde allí, me miraban unas cabras blanquinegras, con más fastidio que curiosidad.

Avergonzado, como un intruso, volví la mirada hacia la casa.

Ella había encendido ya el fuego azul sobre la falda morada de la sierra.