martes, 29 de septiembre de 2015

El Libro de las Acuarelas /5



Inolvidable


Había guardado en una caja de cigarros holandeses unas cuantas fotos, tres cartas de su hermano, unas estampillas de cuando quería coleccionar sellos, un posavasos de una cervecería de Armagh, un sobre con dos flores secas que no pudo distinguir y más restos de otros tiempos, reliquias.

Debajo de todas las cosas, también había una tarjeta pintada a mano.

La casa, toda cubierta de hiedra y otras enredaderas, bordeada de un camino de piedra que se veteaba de musgos, se iluminó de pronto.

Vio un jardín, dos mujeres ancianas sentadas bajo un olmo, conversando y riendo. Vio unos niños persiguiendo un setter y, en las escalinatas, una niña leyendo un libro con figuras. Vio el estanque, oyó unas aves, sintió el viento suave que venía del monte de arces, que gobernaba un cedro centenario. Había como un chapoteo lejano de patos y el quejido rítmico de un molino.

De pronto, fue la tarde de otoño, lluviosa. Vio los caminos de sirga oscurecidos por el agua y el resplandor de la hierba contra el gris severo del cielo. Olió las maderas, aspiró el aroma del pan tostado, saboreó la manteca casera, la cara casi pegada a los vidrios por los que entraba la tormena y el jardín. El piso de madera crujía, perfumado de cera. La luz era tenue. Y, al momento siguiente, las cortinas volátiles se alzaban como en un giro de danza, dejando al descubierto las ventanas altas y abiertas: ya era primavera y un rumor de palomas y zorzales llenaba todo de luz, acariciaba el mobiliario.


¿Cómo fue posible que hubiera olvidado aquello?




domingo, 27 de septiembre de 2015

El Libro de las Acuarelas /4



Lección de historia


- Madre, ¿por qué no vemos el mar?

- Las montañas, Boris; no nos dejan. Y después están los llanos. Ellos no nos dejan ver el mar.

- ¿Tan pequeño es?

- No, Boris, pero está muy lejos y las montañas son muy altas y lleva muchos días cruzar los llanos.

- ¿Viste el mar, madre?

- Sí, Boris.

- ¿Y mi padre? ¿Vio el mar?

- Sí.

- ¿Dónde está mi padre?

- Lejos, Boris.

- ¿Como el mar?

- No, Boris. Más lejos que el mar.

- ¿Qué hay después del mar, madre?

- El cielo, Boris.




viernes, 25 de septiembre de 2015

El Libro de las Acuarelas /3



Cinzia


Lo mismo cada tarde.

Lino cruza la habitación en penumbras y busca los zapatones gastados, los que usa para andar por el campo. Los deja siempre junto al perchero que hay en el pasillo que da a la sala. Y toma el sombrero de fieltro liviano, el que calza mejor.

En estos días, ya lo sabe, el viento de las montañas baja por las abras y los valles y se esparce violento por las lomas más bajas, y llega a los campos, flotando en el aire hierbas y hojas, tierra suelta y pájaros empecinados.

Pronto el otoño estará en su furia y, apenas después, el invierno hará cada vez más difícil salir al campo.

Lino espera que no caiga una de esas aguas repentinas, lloviznas que calan y desaparecen. Pero se previene. Tal vez un chubasco. Podría mojarse.

Tiene que cruzar dos cercas altas para salir a las lomas abiertas y desde allí ir hacia el camino.

Y se aproxima al sitio que prefiere, sin bajar. Se queda en el promontorio desde el que se ve la curva de Borlini, el puente del arroyo, y hacia el este el monte de arces que no deja ver cómo serpea la traza hasta alcanzar la villa.

Cinzia podría llegar en el servicio de la tarde. Suele ser puntual el carruaje, si la lluvia no anega los caminos, si no se desborda el río cuando los deshielos de primavera, si no se manca alguno de los animales.

Cinzia debería llegar en el servicio de la tarde.

Eso se dice Lino, mientras ahora pelea con una ventolera que lleva dos días en la zona, sin merma.

Y eso es lo mismo que se dice cada tarde, ya hace muchas tardes.




jueves, 24 de septiembre de 2015

El Libro de las Acuarelas /2



Descansa



La orilla del río de pronto se pobló de abejas que asaltaron con alegría una Eugenia doradamente en flor, que no se sabe cómo llegó a ese recodo apartado pero enérgico.

Un pelotón de colibríes, dos apenas, se ha formado, tensos los picos como fusiles, y dispara contra unos lirios salvajes.

Bullicio de hierba, canto de agua. Vigor del aire.

Descansa.

Más lejos, alto, no sabe dónde pero la oye, hay una torcaza roncamente clamante, su compañía ausente. Hay, más adelante, un enorme tronco rojizo, hundido apenas. Por él, saltan a trancos ligeros y felices unos jilgueros bañistas.

Mañana, tal vez pasado mañana, tendrá que volver y presentarse a su unidad.

Oye entre las piedras y los borbotones de los rápidos un tumulto de armas y bagajes de batalla. Risas nerviosas, silencios concentrados. Oye miedos, odios, heroísmos imaginarios, corajes taciturnos.


Pero, mañana. Tal vez pasado mañana.

No ahora. No hoy.


Descansa.




martes, 22 de septiembre de 2015

Otra vida




Un tiempo que termina, mientras el tiempo sigue. Un tiempo que nace, mientras el tiempo sigue.
 
¿Quién divide el tiempo? ¿Cómo se hace?

Pero se hace. Pasa.


No hay un solo tiempo, se diría. ¿Será?


Cuestión rara, difícil.


Como fuere, aquí queda este libro breve, con versos de febrero a septiembre de este año.






lunes, 21 de septiembre de 2015

El Libro de las Acuarelas /1



Juicio al último invierno



Hay un viento tardío. Y la llovizna es como una caricia falsa.

Hacia el oeste del mundo, en desbandada, el aire se lleva los despojos de unas nubes que, se dice, jamás habrán de volver su sombra sobre este suelo.

Es el ocaso de un invierno agraz, ácido e ínútil como unas uvas que no podrán dar su vino, ni alegría.

El invierno camina su vejez: parece un invierno de años.

Débilmente trastabilla su frío, impotente; lastimosamente añora su única fortuna, el húmedo gris de sus mañanas. Y suplica que el fuego sea su abogado; y la leña, su testigo; y algunas brasas y cenizas, su herencia. 


Pero septiembre es tarde.

Se ha formado un tribunal de olvidos coloridos como fresias y bulliciosos como jazmines.

Lo preside, con mirada recia, una voz en flor que murmura entre el polen y las abejas enamoradas, trina con gozo, canturrea su dictamen.

Se ha tomado su tiempo.

Ecuánime, ha juzgado la tristeza de esos días. La sentencia de luz ya fue dictada, y pronunciada con benevolencia: condenó al invierno al exilio.

Es inapelable.


Ahora, ajeno a todos, nadie podrá hablarle, nadie podrá alimentar sus manos rugosas y ateridas. No estará en la memoria de los hombres.

Mientras, errabunda soledad insulsa de estos días, vaga con este último viento, quién sabe dónde y para qué, sin siquiera una huella amable, sin apenas un recuerdo tibio.

El invierno se ha hecho al fin extranjero de los aromas de esta tierra.





miércoles, 16 de septiembre de 2015

Libre


Lejos, un mar amargo y tenebroso. 

Es horizonte puro la mañana,
sin límites la tarde silenciosa,
yace la noche tibia y soberana.

Firmamento feliz es la llanura
y el pie la hiende con andar dichoso,
ya libre en el aroma de su anchura.

Florece una luz quieta y generosa.



martes, 15 de septiembre de 2015

Boca de ganso

 


Y, no, qué quiere que le diga: un elogio no es.

Y no lo es a dos puntas, tal como suena. Porque, tal como suena, hablar por boca de ganso parece que hiere a dos: al que dice algo y al que lo repite. Porque, tal como suena, uno repite lo que un ganso dice. Y habla uno por la boca del otro.

Feo, sí.

Nunca queda del todo bien ser un ganso. Siempre suena a insulto, y más cuando se dice en lugar de otras voces algo más recias: "¡no sea ganso...!".

Y si un ganso es un ganso, repetir lo que un ganso dice tampoco es cosa de la que andar gloriándose.

En fin.


Pero.

Cierta -justificada- injusticia hay en el asunto, si bien se mira. Cierta, digo. No tanta.

El muy docto en refranes, don Sebastián de Covarrubias, nos ilustra diciéndonos que con el vocablo ganso se aludía a "los pedagogos -o ayos- que crían algunos niños, porque cuando los sacan de casa para las escuelas, u otra parte, los llevan delante de sí, como hace el ganso a sus pollos cuando son chicos y los lleva a pacer al campo". Cuando explica "ayo" (el que tiene a su cargo la crianza de algún principe o al hijo de señor o persona noble) nos dice que "por esta asistencia que (los ayos) deben hacer con ellos (los niños) y no perderlos de vista, los llamaron gansos, por la semejanza que tiene con el ganso cuando saca sus patitos al agua o al pasto, que los lleva delante y con el pico los va recogiendo y guiando a donde quiere llevarlos".

Será pues, según se ve, que la palabra del ganso era palabra santa para el tutoreado y que la repetía sin matices, obligado o impresionado. O porque era medio ganso también él, niño o no.

Así entonces resultaría que, en el refrán, el ganso es el que sabe, digamos. Y el otro que lo sigue es el que habla con las palabras del ganso.

Sí, entiendo.

Como prefiera: pero, la verdad sea dicha: llevar el mote de ganso, qué sé yo...: es feo lo mismo.




En cualquier caso, coincide don José María Iribarren, que sostiene -benévolamente- que "hablar por boca de ganso" equivaldría en su origen a "hablar por boca de ayo", con la misma figura de unos niños que aprenden y recitan las ideas de sus pedagogos, como si fueran propias.

Más tajante y menos preciso es Julio Cejador y Frauca: "la expresión significa repetir lo que otros dicen, como los gansos, que en cantando uno, cantan todos, y tal es el vulgo, que repite sin reparar en lo que oye o dice".

A su turno, el argentino Héctor Zimmermann expone la cuestión, sin demasiados miramientos, aunque con algunas creatividades:  
Cuando un ganso grita, todos los demás se pliegan al barullo; pero no es esa manía la que originó el dicho. Hace tiempo se daba también el nombre de "ganso" a la persona que se desempeñaba como ayo o preceptor. El calificativo zoológico que se endilgaba al maestro nada tiene que ver con las gansadas que podía cometer, se debía a la pluma con la que escribía y enseñaba a escribir. Era, como se estilaba entonces, una pluma de ganso. El buen alumno era el que repetía dócilmente lo que su ganso afirmaba. Con el tiempo, el sentido de la frase cambió ligeramente. "Hablar por boca de ganso" equivale a repetir algo de cuya constancia se carece. Quien así habla suele hacerlo con pedantería, respaldándose en el conocimiento de algún otro. No verifica lo que ha oído, ni lo piensa, ni lo critica. Simplemente, habla. Por boca de ganso.


Por eso. ¿Qué le puedo decir?: no hay que ser ganso.

Tratar, al menos.


Ni el ganso que habla ni el ganso que repite lo que viene de la boca del ganso.

Ni lo uno ni lo otro.





domingo, 13 de septiembre de 2015

Euskaldunentzako harri librea!




¡Lástima, los vascos!

Venían gozando del misterio y del prestigio módico que otorga el misterio étnico.

Pero.

Parece que euskaldunentzako harri librea! (¡piedra libre para los vascos!, dicho en euskera macarrónico...)

Claro que uno no sabe si creerle a los que estudian estas cosas. Después de todo son científicos.

Pero, según lo que dicen, hasta parece que ni siquiera son del todo vascos.


Así están las cosas.

Lástima.

Con lo que le gustaba al infrascrito creer que venían de ninguna parte y que eran tan únicos que casi ni existían...

Y ahora resulta que son apenas uno más en la lista.



Malhaya.




sábado, 12 de septiembre de 2015

Pretérito perfecto




Recordó haber leído que los pececillos de colores tienen tan poca memoria que cada vuelta a la pecera es para ellos una emoción totalmente nueva.

Apenas un par de líneas en El infiltrado (título original, The Night Manager), de John le Carré (el señor David John Moore Cornwell), que publicó Emecé, en 1993. Están en el capítulo 3, en la página página 60.

Es un recuerdo al azar del protagonista, Jonathan Pine, a quién se le agolpan imágenes y reflexiones, bajo la presión de haberse quedado peligrosamente encerrado en una cava, hecha en el corazón de una montaña, propiedad de un lujoso hotel suizo del que es, precisamente, gerente nocturno.

Hace un par de días que me ronda esa nada de líneas, relleno del pensamiento de un hombre angustiado, que el autor desliza sin darle ninguna importancia y sobre lo que, obviamente, no vuelve en adelante.

Una nada de nada, cierto. Pero con algo de miga. Bastante, le diría, cumpa.

*   *   *

¡Qué maravilla de pretérito perfecto!

Perfecto, es decir, completamente pasado y terminado. Una acción concluida y cerrada, ya definitivamente en el pasado. Un estado ido y en el reposo de lo que no continuará, sin dinamismo ya, quieto.

Casi como aquello de que lo hecho, hecho está. Casi, digo.

Pero parece el epítome del pretérito, si me apura. La absoluta finitud de lo preterido. Lo sido, lo hecho, clausurado en el pasado.

Parece imposible, según la humana experiencia.

Pero no parece así -y doy por bueno lo que recordaba Jonathan Pine- para los pececillos de colores.

Claro, me dirá usted: pececillos de colores, claro...

Y, sin embargo, allí los tiene usted: dueños de un acuoso y terso pretérito perfecto.

Porque tan pretérito y tan perfectamente pretérito es su tiempo pasado que, en los hechos, lo pasado no está solamente pisado: no existió.

Cada vuelta a la pecera es para ellos una emoción totalmente nueva.

Usted insiste: una cosa son los hechos y estados, otra el recuerdo de los hechos y estados. Y aun el efecto radical de los hechos y estados preteridos...

Concedo.

Con la condición de que, por lo menos, cuente usted con el kairós, mi cuate.

Y con aquello que nos dice que se recibe al modo del recipiente, además y por lo mismo.

Pero eso no es todo.

Si queremos sacar provecho del asunto, por una vía más o menos lateral pero no tanto, deberíamos recordar que Chesterton diría cosas muy parecidas.

Y allí está, por citar un solo caso, el Inocencio Smith de Manalive para argumentar en favor de lo viejo nuevo, de lo consabido inusitado. Y no estaba pensando en los pececillos de colores. Allí hay toda una vereda para recorrer respecto de la maravilla y el cuento de hadas y la inagotabilidad de lo real, como si, aun conocido todo, visto cada vez pareciera completamente nuevo, aunque no apreciable por nuevo sino por algo nuevo espléndido. En tanto que la excesiva familiaridad engendra menosprecio, no de lo consabido, sino de lo valioso, aunque usual.

Pero tampoco eso es todo.

Me pregunto si los pececillos de colores no tienen algo de razón.

La naturaleza de su memoria, de su corazón animal (si licet...), dice algo significativo.

Porque tal vez sea una expresión recóndita de algo que nos convendría considerar: la conveniencia de cierto modo de inexistencia del pasado. Cierta perfección de lo pretérito, cierta clausura y tanta que llega hasta su desaparición, no sólo su olvido.

No se me espante, pero (y hay que pensarlo), ¿acaso no dice algo así el Salmo 50?


*   *   *


En fin, quién sabe.

Habrá que seguir pensando.

Pero le advierto que, en principio y visto así, estoy del lado de los pececillos de colores.






miércoles, 9 de septiembre de 2015

Décima de los ojos grises


Y son grises como el mar.
Y su belleza es violenta,
como nube de tormenta
que es imposible no amar.
Brisa gris que hace temblar,
porque es viento esa dulzura;
una luz de peltre, pura;
tan tenue en plata y salvaje,
que rinde al gris homenaje
y tiñe al mar de ternura.



viernes, 4 de septiembre de 2015

Artúrica



https://es.scribd.com/doc/278415137/Arturica


No es lo mismo un homenaje a uno mismo que un homenaje -siquiera un recuerdo agradecido- a los tiempos por los que uno ha pasado, tiempos que ha vivido.

En 1982, un servidor escribió unos versos en suite, dedicados a una cuestión artúrica: el Rey, Ginebra y Lancelot. Por entonces, leía bastante más que ahora respecto de aquellos asuntos épicos y líricos. Y trágicos, a veces.

Esos versos apenas estuvieron a la vista de algunos durante estos 33 años. Ahora se han vuelto un libro.

Y eso porque la felicidad de aquellas lecturas y de aquellos días tiene que ser de algún modo reconocida. Y aunque no estoy seguro de que éste sea el mejor modo de retribuirle a Arturo, a Ginebra y a Lancelot, al menos no creo haber despreciado con esta pequeña obra el espíritu con el que vivieron, amaron y sufrieron.

Eso, sin embargo, no lo juzgará el autor, en todo caso, sino el lector.






jueves, 3 de septiembre de 2015

Nana de la lluvia


De la nube viene
la llovizna fina
y viste la tarde
como muselina
de seda, y es lienzo
como sayal gris,
y al aire la salvia,
la menta, el anís.

Ay nanita, nana,
deja de llover
que mi niño, niño,
quiere ir a correr.
Ay nana, nanita,
deja de llorar
que mi niño, niño
quiere despertar.

De la nube blanca
llega con la siesta
un agua chiquita
que va por la cuesta.
Una flor de lirio
celeste de cielo
llora con la lluvia,
sola y sin consuelo.

Ay nana, nanita,
ya no lluevas tanto
que mi niño, niño,
no quiere tu canto.
Ay nanita, nana,
deja de llorar
que mi niño, niño
no puede soñar.

De la nube triste
que riega tristeza
llueve un agua pura
de pura belleza;
y el día se apaga
de melancolía
y llega la noche
con la lluvia fría.

Ay nanita, nana,
que venga la luna,
que mi niño, niño,
con ella se acuna.
Ay nana, nanita,
cántale una estrella
que mi niño, niño,
soñará con ella.





miércoles, 2 de septiembre de 2015

Una flor


He visto una flor nueva.

Bellamente hospitalaria,
como un refugio en el temporal;
limpia como el fuego.

Un regalo inesperado:
desconocida y feliz como una galaxia lejana.

Es una flor sencilla.
Es una flor amable.

Es una flor real.

Un trazo de bondad sin subterfugios.

Discreta como el silencio de la noche.
Inocente como las primeras voces de un niño.

Viste el mundo,
lo hace inmenso.


Me alegra el corazón.