sábado, 1 de agosto de 2015

Amor a ciegas (III)




Son estadios distintos.

Un hombre en el estadio estético no es lo mismo que uno en el estadio religioso, siquiera en el ético.

Borges parece tener las características típicas del estadio estético, ya lo he dicho en varias ocasiones y en alguna de ellas, hablando de literatura argentina, lo he puesto como emblema de ese estamento, así como sostuve que Marechal es el emblema del estadio ético y Castellani del religioso, en una trilogía que pretendía representar algo del alma nacional en estas cuestiones.

Dejemos la referencia personal y vayamos a lo que importa.

Es seguro que san Agustín transitaba el primero de los tres estadios cuando se separó de la madre de su hijo Adeodato. Y es seguro que se sumergió mucho más en él apenas después. Creo que dice bien Castellani al sostener que de allí pasó, por la ruptura típica de la dinámica de los estadios, según Kierkegaard, al estadio superior y que en su caso el superior fue directamente el religioso, subsumiendo al ético en éste.

El propio Castellani trató el asunto en De Kierkegaard a Tomás de Aquino y vale la pena recordar que una nota característica del estadio estético es el desapego respecto de las cosas finitas sin asirse por ello a las infinitas: “Tú has ido dejando todo lo finito, pero no has ido a lo infinito.” (Cartas del Consejero Wilhelm)

Lo mismo dicho de otro modo en versos de Lord Byron:
Por todas partes, implacable y frío
fue detrás de mis pasos el hastío.

Pero.

Tenemos aquí algo que bien puede ser visto en paralelo, me parece, y se refiere a una experiencia similar en hombres con caminos distintos.

Por lo pronto están estos dos sonetos atípicos de Borges. Y digo atípicos porque, precisamente, a mi entender, lo muestran como nunca al borde de una desesperación hija en este caso del desengaño y el desamor. Esa condición desesperada es la puerta para saltar del estadio estético al ético, así como la angustia lo es para saltar del ético al religioso.

No hace falta conocer, en este caso, la historia. Creo que a un buen entendedor, el lenguaje lírico de este desengaño, el retrato espiritual y emocional del que ha desesperado al borde de un abismo, le resulta patente.

Sería justo encomiar algunos versos de estos dos sonetos. No sólo por su logro artístico, sino por la justeza con la que acierta a definir ciertos estados del alma en esas circunstancias, y no como definiciones, que eso le quitaría fuerza espiritual, sino por lo contrario: existencialmente vibrantes. Eso tienen estos dos sonetos de atípicos también: Borges desnuda algo de su corazón dolido, siquiera por un momento, y no lo esconde (no del todo, claro...) detrás de ecuaciones bullentes de frialdad en alambiques metafísicos, como suele.

Es verdad que hay un llanto más genuino en el primero que en el segundo, como es verdad que hay una retracción espiritual creciente de uno a otro: como si Borges se hubiera asomado a la puerta del abismo que, saltado, podría haberlo arrojado a un estadio diferente. Y hubiera preferido no hacerlo, hubiera decidido quedarse estético. O no hubiera podido decidir, no sé cuál de la dos cosas es más trágica.
Ya no es mágico el mundo. Te han dejado.

...Ya no hay una
luna que no sea espejo del pasado,
cristal de soledad, sol de agonías.

Adiós las mutuas manos y las sienes
que acercaba el amor. Hoy sólo tienes
la fiel memoria y los desiertos días.

...pero no basta ser valiente
para aprender el arte del olvido.
Son versos potentes, a mi juicio, que cantan con una rara elegancia, no distante, sino desencantada, la tristeza del desamor. Tal vez el aguijón de ese estado, que contiene una confesión dicha venciendo el pudor a exteriorizar una debilidad, esté, como corresponde, al final, cuando al contemplar su estado de intemperie y desolación, reconoce el dolor que el recuerdo de la felicidad perdida puede hacer resonar como un eco punzante en el corazón irremediablemente herido:
Un símbolo, una rosa, te desgarra
y te puede matar una guitarra.

El segundo soneto es otra cosa.
Ya no seré feliz. Tal vez no importa.
Hay tantas otras cosas en el mundo;
un instante cualquiera es más profundo
y diverso que el mar. La vida es corta
y aunque las horas son tan largas, una
oscura maravilla nos acecha,
la muerte, ese otro mar, esa otra flecha
que nos libra del sol y de la luna
y del amor. La dicha que me diste
y me quitaste debe ser borrada;
lo que era todo tiene que ser nada.
Sólo me queda el goce de estar triste,
esa vana costumbre que me inclina
al sur, a cierta puerta, a cierta esquina.
Borges se ha retraído, entiendo yo. Ha llegado a la puerta que lo hubiera sacado de sí (nota esencial del estadio estético en el que mora como en una inmensidad tan desafiante como vacía) y ha dado vuelta sus pasos. Ha cerrado esa puerta a la que lo llevó un amor deshecho, un desengaño, y se ha vuelto a su mundo en el que el desapego es un gesto y donde los caminos se entrecruzan en arabescos de sentidos que se anulan unos a otros.

Una negación siquiera del dolor del desamor que llegue a hacer hasta de la misma muerte una nada que sume en la nada todo lo que es, es una actitud donjuanesca, diría Kierkeggard, refiriéndose a un personaje emblemático del estadio estético.

Nadie pensaría en Borges como en un Don Juan. Pero eso es sólo porque se entiende habitualmente que lo de Don Juan son unos asuntos de cama y de faldas. Más que la moral sexual, Don Juan disuelve la muerte, la desprecia, y con ella disuelta, deshace la vida.

Y viceversa, también, aspecto menos frecuentado, pero tal vez más importante: disuelta la raíz de la existencia, licuado el ser en puras nociones o palabras, deshecha la densidad y la hondura, la muerte es un abalorio más.

Entonces, así, el final del segundo soneto deshace el vigor emocional que la expresión pudiera haber alcanzado en el final del primero:
Sólo me queda el goce de estar triste,
esa vana costumbre que me inclina
al sur, a cierta puerta, a cierta esquina.
Imágenes sin eco, vanidades, vacíos, la tristeza como un placer refinado y sin raíz, la vida como un libro de estampas sepia y ocre, la melancolía superficial, siempre elegante, y tan elegante como impermeable. Un noli me tangere profano, una inconsistencia vital que, a falta de licores más fuertes, se aplaca en laberintos y ajedreces, sin nostalgia alguna por la magia del mundo que el amor podría haberle mostrado, aun en el desengaño.

El momento en el que el olvido se resistía a la memoria, porque una guitarra podía desgarrarnos el alma y volvernos a la infeliz felicidad pasada, ya pasó.

Al parecer, la puerta fue cerrada.

Y la puerta del alma, ya se sabe, se abre y se cierra desde adentro.